El Salar del Hombre Muerto, en Catamarca, es una tierra de contrastes. Detrás del polvo que levantan las camionetas que transportan litio se despliegan el paisaje y su inmensidad, con sus colores, sus animales y su gente, que lucha por el acceso al agua.
Un pequeño ovillo de lana de vicuña fue colocado en nuestras manos por un artesano del telar en Belén. Nos miramos con la felicidad de quien descubre la belleza minúscula. En ese momento no estaba claro que ese suave roce sería el verdadero inicio del viaje por una tierra de contrastes que nos dejaría sensaciones intransferibles.
Existen experiencias que resultan inenarrables y posiblemente esta, en su mayor medida, integre ese repertorio. Sin embargo, las palabras pueden auxiliar para mostrar algo de lo que está pasando en nuestro Altiplano. Luego de mucho tiempo de indagar en leyes, inversiones extranjeras, el RIGI aprobado por la perversa Ley de Bases en nuestro país, la extracción y exportación de litio, apareció Catamarca como destino ineludible. Tal vez no éramos conscientes pero esas tierras nos esperaban con algo profundo para mostrarnos.
El entramado regulatorio sobre el que estudiamos Stefano Saluzzo y yo en una línea de investigación común en Speak4Nature que no imaginábamos años atrás, se asienta en el territorio y se despliega de muchas formas. Una de ellas: los contrastes. En el momento en que estábamos conociendo sobre los telares y sus técnicas ancestrales no era aún parte del escenario que la suavidad contrastada con la dureza sería vertebral en ese viaje por tierras catamarqueñas.
Al siguiente día paramos un momento en un pequeño pueblo y pasamos de estar casi en soledad a compartir el espacio con muchas personas: era el cambio de turno de los trabajadores de la minería y estaban buscando su almuerzo. Una bandeja con un sándwich, un alfajor y una bebida azucarada. Entramos al bar sin nadie alrededor, pero para cuando salimos vimos las primeras camionetas con la calcomanía al servicio de la actividad minera, colectivos para el personal y camiones que advierten que transportan sustancias a granel.
También comenzamos a encontrar cada vez más vicuñas. Sacamos decenas de fotos parados en medio de varias rutas: cada avistamiento se convertía en una nueva parada. A quienes nos emocionan los animales verlos en su medio vital resulta especialmente fascinante. Cámara de fotos y binoculares son esos artefactos que, creemos, nos van a permitir guardarnos un pedacito de eso que vemos, aunque en realidad solo se trate de una fantasía. Nada hace justicia a ese tipo de momentos como tampoco a intentar guardar del mismo modo la inmensidad del paisaje. No es posible, realmente.
A un lado y a otro observamos sin pausa durante muchas horas y kilómetros montañas de la paleta de colores más heterogénea imaginable en una escena cambiante en cada curva. Como tantas personas nos habían dicho una y otra vez: no se pueden creer esos paisajes. Efectivamente así es y la experiencia se profundiza con cada metro que se asciende de un modo delicado muy específico y difícil de narrar.
Nuestro destino final, el Salar del Hombre Muerto, nos esperaba a más de 4.000 metros de altitud sobre el nivel del mar. Para llegar atravesamos dunas enormes, montañas teñidas de tonos inesperados, lagunas, volcanes, salares, tormentas de arena. Vimos burros, zorros, suris, llamas, ovejas y, por supuesto, muchas más vicuñas.

Provenientes nosotros de geografías e historias tan distintas, teníamos la sensación de estar adentrándonos en otro planeta. Esa impresión nos acompañó todo el viaje, aunque marcada rápidamente por una sostenida proliferación de oposiciones que nos dejaba muy claro que estábamos en el altiplano argentino en el que las vicuñas conviven con la polvareda que levantan las camionetas y los camiones que van llevando litio.
Ese litio que hace tiempo empezó a cobrar mayor visibilidad y valor en consonancia con el crecimiento de las agendas de transición energética, especialmente del Norte Global. Allá se genera la agenda, aquí se encuentra gran parte del litio. Su camino hacia la exportación empieza así: custodiado por camionetas que aseguran que los camiones que transportan la salmuera no se accidenten en los caminos angostos. Esos mismos caminos desde los que se pueden avistar a las vicuñas e intentar capturar en nuestra retina algo de la sutileza inefable de las montañas.
Salimos para el Salar del Hombre Muerto, no pasó ni media hora y una de esas camionetas que empezamos a cruzar de manera recurrente levantó una piedra y nos rompió el parabrisas. Venía muy rápido por la ruta de ripio. Al parecer es bastante habitual: dejan su huella, a veces atropellan. Viéndolo en retrospectiva no fue más que un llamado de atención sobre el contraste que se seguiría reproduciendo a nuestro paso.
¡Qué hermosa esa montaña, parece que tuviera una especie de telaraña! le dije a quien nos llevó a recorrer el Salar. Me explicó que eran los caminitos que dejan las vicuñas, son tan delicadas en su andar que pintan las montañas con sus pezuñas. Ellas son suaves como lo es su pelaje.
Esas marcas tienen poco que ver con otras marcas que vimos. No sólo caminos que cruzan el Salar en distintas direcciones, también cartelería dispuesta por diferentes empresas que mandan a cuidar la fauna, la flora y el ambiente, a la vez que construyen acueductos, represas y dejan desperdigados caños por allí para trasladar agua de un lugar a otro para llevar adelante la extracción litífera.
Las personas necesitan agua para vivir, las llamas también. Un señor a quien fuimos a ver supo tener llamas y otros animales. Una represa secó la vega del río Trapiche, sus animales se perdieron buscando agua en otros lugares. Ahora depende de un bolsón de mercadería mensual que le lleva una de las empresas que extraen litio. En este territorio también se reproducen carteles estratégicamente dispuestos por la Comunidad de Atacameños del Altiplano que habita desde hace muchas generaciones el Salar y lucha contra la contaminación, la desaparición de ríos y los problemas de acceso al agua.

La yuxtaposición permanente entre suavidad y dureza puede resultar por momentos extenuante. Al final del día estábamos cansados, pero se trataba de un cansancio peculiar, tal vez asociado a la permanente incorporación de novedades, sensaciones y pensamientos gestados a la luz de nuestras propias biografías. Un camión que indica que lleva salmuera II va bajando de la montaña, un zorrito mirándonos desde terreno volcánico, flamencos indiferentes al paso de cuatro camiones que van levantando tierra a toda velocidad por caminos que no figuran en ningún mapa. Parece desigual y difícil, pero este contraste me ha hecho pensar que quizás la lucha más trascendente de hoy es aquella que se compromete con la belleza minúscula que se necesita para seguir viviendo.
Durante el recorrido por el Salar visitamos un géiser. Otro evento inesperado de los tantos que vivimos por Catamarca. Nos sentamos los tres, estaba muy caliente la tierra. Conversamos, miramos, cerrá los ojos y escuchá, le dije a Stefano. Resultaba tan suave ese sonido en la inmensidad del altiplano. Un ratito después Alfredo dijo: y acá hay que morir nomás.






Me gusto mucho la noticia y todo lo que escribe esta mujer. Gracias por la profundidad y lo emotivo de todos tus escritos que son muy necesarios en este momento. Siempre te leo.