El asesinato del ferroviario anarquista Juan Lamazzón, en huelga por la Semana Trágica. El barrio de la Plaza España, nido de libertarios, y una despedida con más de mil obreros. Enero de 1919, el momento en el que la brutalidad de las fuerzas represivas oficiales y civiles se unió darle un duro golpe al anarquismo.

Por Josefina Duarte*

Santa Fe, martes 14 de enero de 1919, 4.20 a.m. En Ituzaingó y Vélez Sársfield, ocho tipos toman mates en el patio de una vieja casona. Por el tapial se asoma la cara de un vigilante. Se abre fuego. Los que pueden, rajan. Los vecinos los ocultan debajo de sus camas. Pero Juan Carlos Lamazzón no llega a correr. 

Telegrafista del Central Norte, se había plegado a la huelga por la masacre porteña, ahora conocida como la Semana Trágica. Lamazón estaba haciendo la guardia nocturna en el sindicato ferroviario, a cuadras de la estación –hoy Belgrano. Con tan solo 24 años, fue asesinado por la policía santafesina de un balazo en la sien. 

Desde la azotea de la mansión de Boulevard y Güemes, el gobernador Lehmann contaba con una vista privilegiada del desmesurado operativo: trescientos efectivos al mando de José María Aragón, el Jefe de Policía. Cuando el sol ya picaba, los matutinos llamaron a los civiles para enfierrarse bajo el ala del Comité Pro-Nacionalidad, aquel grupúsculo que días atrás había condensado a la más recalcitrante derecha local. 

El miedo no impidió que sus deudos y más de mil obreros lloraran a Lamazón en la puerta de su casa, por calle Crespo, a la vuelta de la Plaza España. Tampoco apagó la huelga, sostenida a fuerza de ollas populares y donaciones. Mientras tanto, allá por los bañados del río Salado, la cárcel era un hormiguero de laburantes y anarquistas. Y las torturas, moneda corriente. 

A diferencia de las anteriores, esta escena es imposible de reconstruir desde un único archivo. La censura, el delay, la manipulación de la información y del sumario, nos obligan a revisar documentos y periódicos de aquí y de allá. 

Aquel enero de 1919, quizás como nunca antes, en la ciudad cordial las fuerzas del orden se amalgamaron para perpetrar el golpe final al anarquismo o más bien, a los anarcolaburantes. Pero esta no fue la primera ni sería la última vez que aquella identidad multiforme encontraría los recovecos para existir y resistir. Hagamos zoom en esa historia. 

Uno de los dos Gomeros de la India de la plaza España, mutilados recientemente.

Luchas rojinegras por la subsistencia

El anarquismo santafesino encendió los fueguitos de quienes se las rebuscaban para sobrevivir prácticamente desde sus albores, pendulando entre el corazón urbano y la orilla del Colastiné. 

Hacia 1902, mientras en el puerto viejo estallaban las primeras huelgas rojinegras, en el Centro Obrero de Estudios Sociales se dibujaba el itinerario del Primero de Mayo hacia la Plaza España. 

Dos años más tarde, la movilización de casi ochocientas almas parieron a la Federación Obrera Santafesina. En un local pegadito al Centro Obrero cobraron vida los gremios de quienes levantaban paredes, zurcían piezas rústicas y elegantes, amasaban el pan, enrolaban los puchos y tipografeaban los periódicos de cada día. 

Los paros, boicots y manifestaciones fueron las armas anarcas ante la urgencia de que alcanzara el mango. También ante la necesidad imperiosa de sudar no más que ocho horas diarias o de tener un domingo libre para comer una mandarina al sol.  

Capaces de meter el dedo en la llaga del empresariado agroexportador, los obreros del Ferrocarril Santa Fe fueron una pieza central en este primer impulso combativo. Los muy osados, sostuvieron una huelga durante toda la primavera de 1907, sólo desarticulada cuando el Estado mostró su cara más feroz. 

La paliza fue tan atroz que se llevó puesta a la Federación Obrera misma. La identidad de clase, que parecía acercar al anarquismo a la tan ansiada revolución social, sufría el primer gran revés de su historia en estas tierras. Desde su creación en 1911, la Biblioteca Emilio Zolá, fue el único refugio del mundo anarcolaburante santafesino prácticamente por una década. 

Aquellos años fueron duros. La saña policial y el traslado del Puerto de Ultramar hacia su sitio actual eran muestra de que el gobierno era, ya por entonces, garante de los intereses del capital. Con ello también se disolvía la trama que unía a los libertarios de ambas márgenes de nuestro ecosistema fluvial. 

La Biblioteca resistía. Los retratos de Ferrer y Zolá custodiaban unos quinientos libros y un puñado de mapas. En 1916 por fin superó la centena de socios y retomaba las reuniones domingueras. Pero mientras la ciudad crecía a pasos agigantados, el hambre dejaba de ser una metáfora para las inmensas mayorías. 

Resurgir cuando las papas queman

Como vimos en la tercera anarcoviñeta, el 31 de agosto de 1917 los obreros del Ferrocarril Santa Fe armaron flor de quilombito, que en cuestión de horas se propagó con el combustible territorial que emanaba desde la Biblioteca Zolá.  

Los días venideros se armó una auténtica pueblada. Laburantes, desocupados, mujeres y criaturas hambrientas, familias enteras tomaron las calles y dieron rienda suelta a los saqueos. Incluso hicieron del sepelio de Ferreyra una de las movilizaciones populares más impactantes de la Santa Fe moderna. 

Algunos sindicatos tomaban revancha. Pero la mayoría paró y se organizó, otra vez, al calor de la protesta libertaria: empleados de oficinas, cerveceros y molineros, tranviarios, municipales y cientos de personas que se ganaban el mango en formas muy distintas a las de un obrero promedio. 

Hablamos de los niños canillitas, de las y los verduleros ambulantes, de las que sostenían los hogares propios y los de los ricachones santafesinos. Las mujeres crearon la Sociedad de Resistencia Femenina –cuyos detalles narramos en la escena anterior–, el primero de muchos laboratorios políticos desde los que habitaron el amplio universo anarquista. 

Gente bien distinta, todas y todos se reconocieron y lucharon por una existencia más digna. Obviamente, el Estado, los patrones y la prensa tomaron nota precisa de los acontecimientos. El diagnóstico era claro y la misión, también. Si la identidad rojinegra fungía desde cualquier recoveco, habrían de correrlos del barrio de la Plaza España. 

Plaza España, de fondo el viejo edificio administrativo del Ferrocarril.

Y, sobre todo, desmantelar la potencia de los ya viejos conocidos ferroviarios provinciales. Los tipos disiparon carneros en cada esquina. Le hicieron frente al lock out patronal, a las detenciones y al bloqueo asambleario, mientras los nóveles militantes del sindicalismo de presión ganaban posiciones en el gremio. 

Pero el horno no estaba para bollos y salir a la caza del zurdo pasaba de ser la fantasía de unos pocos a convertirse en un plan sistemático. No por nada, allá por enero de 1919, la yuta tenía vía libre para llevarse cualquiera que tuviese el más mínimo rasgo ácrata. No por nada los diarios llamaron, así como si nada, a que cualquiera salga a los tiros junto a la caravana de automóviles de la ultraderecha burguesa, mientras corría la sangre del Juan Carlos Lamazzón.

Desde el sindicato del Central Norte y, otra vez, desde la Zolá, se articuló una obstinada resistencia, montada sobre el pedido de justicia y por los habeas corpus para la pila de detenidos. Sin embargo, la militancia gremial anarquista estaba acorralada y la Federación Obrera ya había sido copada por los sindicalistas. 

Para sorpresa de todos, en la huelga general del invierno de 1920 una docena de gremios acudieron al llamado intransigente de los libertarios. La llama seguía ahí, latente y subterránea, y el anarquismo volvía a tomar la escena por asalto. Un año más tarde, bancaba la parada de la gran huelga del magisterio, creando los comités de padres de los barrios. 

Para sorpresa de nadie, el Estado no dio tregua con las detenciones. La mitad de los maestros y maestras santafesinas terminaron, en el mejor de los casos, cesanteadas. Nuevamente, el anarquismo se atrincheró en los teatros, los comités pro-presos, las imprentas y la eterna Biblioteca Zolá. 

Al mal tiempo, imaginación política

Como vimos en estas anarcoviñetas, el arraigo territorial ácrata parecía abarcarlo todo. Hogares y calles, teatros y bibliotecas, escuelas, panfletos, periódicos y, por supuesto, gremios y sindicatos. Igual que hoy pero a la inversa, a principios del siglo XX el mundo del trabajo era uno de los ámbitos de disputa privilegiados del movimiento libertario. 

Por aquel entonces, en la ciudad cordial, con enorme astucia y generosidad política, el anarquismo supo convocar a una clase trabajadora multiforme y en profunda transformación. Incluso cuando las papas quemaron, se guardó en el bolsillo las mezquindades de cada oficio para amalgamar, con hambre de revolución, a todo aquel y toda aquella que habitara la penuria. 

Al borde del knockout prácticamente desde sus inicios, la protesta ácrata se montaba sobre una irreverencia que no lograron aplacar ni la mano dura del patrón ni los poderes de turno. Y eso que consumaron la violencia de mil formas. Y eso que el escarmiento se hizo sentir tanto en los estómagos como en la censura, en las persecuciones, en la tortura y en la muerte.  

Si algo tuvo el anarquismo obrero santafesino fue una enorme capacidad de resistencia, teñida de imaginación política. Forjada a fuego lento, en la gota gorda del sudor, al calor humano de las rondas de lectura de cualquier tardecita dominguera en la Biblioteca Zolá. 

Transmitida en la charla apurada de cualquier esquina. En la cadencia del pregón del canillita, del discurso de sus dirigentes, de las prosas de sus pequeños y pequeñas oradoras. En melodías que unas veces se silbaron bajito, otras se contemplaron desde las butacas del Roma Nostra o rugieron estridentes en un Primero de Mayo.

Incluso los silencios –el obligado de un presidio, el solemne de un teatro o el del último adiós a un compañero– fueron vectores de una particular forma de ver y vivir la Santa Fe de principios del siglo XX. 

Es que, quizás la identidad anarcolaburante haya sido un modus vivendi plagado de múltiples lenguajes a partir de los cuales reconocerse y reconocer al otro. Existir y resistir. Trazar un modus operandi colectivo en pos de un mundo mejor. 

Incluso y sobre todo, en tiempos donde el odio embarra la cancha y pareciera no haber mañana posible. Quizás esto sea una punta de la que tirar, una lucecita al final del túnel de nuestro presente. 

*IHUCSO-UNL-Conicet

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