El odio como goce, la crueldad como política y la banalización del sufrimiento como paisaje cotidiano. Pausa dialogó con los integrantes de Metáfora sobre el poder, la posverdad y el desafío de recuperar la palabra plena en una época dominada por el ruido y la indiferencia.
Por Clara Sidler
En la Argentina de hoy, lo monstruoso ya no se esconde en los márgenes: gobierna. Lo que alguna vez perteneció al terreno de lo impensado —la crueldad como método, la humillación como estrategia de comunicación, el desprecio como forma de poder— con el paso del tiempo se convirtió en parte del sentido común político. Lo monstruoso dejó de ser anomalía para transformarse en estructura.
En un país acostumbrado a sobrevivir, el discurso oficial ha encontrado un modo de normalizar lo inhumano. La violencia simbólica, el ajuste feroz, el desmantelamiento de lo público, la exaltación del individualismo como virtud: todo se justifica bajo el pretexto de la libertad o de la eficiencia. Se culpa al pobre, al trabajador, al artista, al científico y, mientras tanto, se celebra la crueldad como sinónimo de valentía.
Lo monstruoso no se manifiesta sólo en los gestos evidentes del poder —los insultos, las amenazas, los despidos masivos—, sino en la forma en que el Estado se reconfigura: un Estado que abandona, que disfruta con el castigo y lo celebra, que encuentra en el dolor de los otros una forma de orden.
Esa monstruosidad que se volvió estructural —y no un mero exabrupto— transforma la destrucción en mérito y el sufrimiento en espectáculo. Y ese espectáculo, como cualquier otro, necesita espectadores. La política de la crueldad requiere de la mirada cómplice del ciudadano saturado que ya no se conmueve porque está demasiado abrumado con su realidad como para mirar un costado, también necesita del votante que se convence de que esa crueldad es necesaria. Así, el monstruo se alimenta de la anestesia colectiva.
En este clima en donde la banalización del sufrimiento y saturación informativa están en su prime, conversamos con integrantes de Metáfora, un grupo de psicoanalistas que, además de dedicarse a su profesión, también llevan adelante la tarea de divulgar y transmitir conocimiento sobre psicoanálisis, de manera responsable, en un tiempo dominado por la posverdad y la lógica del scrolleo.
—¿Cómo surge Metáfora y por qué eligieron ese nombre?
—Metáfora surge a partir de una incomodidad y de una ausencia: incomodidad compartida frente a ciertos supuestos que rodean al psicoanálisis y la práctica clínica, y la ausencia de espacios de debate para discutirlos. Esos sentimientos nos permitieron encontrarnos bajo la convicción de que la práctica clínica y de orientación psicoanalítica no tiene por qué implicar intervenciones en soledad ni desconectadas de lo social. Por eso decidimos crear Metáfora, un espacio que nos identifica y nos permite salir de la queja y accionar, es un lugar de encuentro y formación continua, trabajando en equipo y con otros. Este espacio surge porque queríamos hacer divulgación sobre psicoanálisis y sobre salud mental, esto entendido como un proceso de democratización de ciertos saberes que nos atraviesan a todos y todas como sociedad. Metáfora es una síntesis de ambas cuestiones.
Y respecto de la elección del nombre explican que "la metáfora es uno de los mecanismos inconscientes que estructuran el lenguaje, según Lacan. Hace referencia a un pasaje, a un movimiento, a una transformación. Eso era lo que queríamos hacer: desplazarnos, movernos y, en lo posible, transformar".

—¿Qué tan difícil es hacer divulgación científica sobre psicoanálisis en este contexto?
—Cuando pensamos en este contexto particular lo que se nos viene a la cabeza es el concepto de posverdad —esa distorsión deliberada de la realidad que manipula emociones para influir en la opinión pública—. En un tiempo donde prima el sentido común, el psicoanálisis también entra dentro de esa interpretación simplificada y hasta se le atribuyen ideas ajenas a sus autores fundadores y a la ética de la disciplina. Ahí entramos nosotros: a “desmentir” y a divulgar científicamente desde autores clásicos como Freud y Lacan, articulando con otros pensadores como Silvia Bleichmar en diferentes campos de prácticas en consonancia con la época y con las subjetividades actuales sin dejar de lado nuestras raíces. Comunicar es un desafío porque no somos comunicadores, pero encontramos en el humor una herramienta que nos funciona y nos representa. Este recurso nos alivia porque sentimos que no hablamos desde un lugar de saber absoluto. Es nuestra forma de establecer lazos con un otro, de divulgar, no sin responsabilidad y no sin fundamento científico, pero divulgar de modo tal que el otro preste atención y entienda la idea.
Ver esta publicación en Instagram
—¿La perversión del lenguaje o la banalización de las palabras dificultan la tarea?
—Hace poco escuchamos al filósofo italiano Franco “Bifo” Berardi afirmar que vivimos una época de descreimiento de la palabra, una suerte de devaluación de la palabra asociada al modo en que hoy se constituyen las subjetividades. Lo que nos forma y nos informa ya no es el encuentro con otro, sino la pantalla: el lenguaje llega mediado por dispositivos, por algoritmos, por inteligencias artificiales y videos que circulan sin pausa, bajo una lógica tecnocrática que reemplaza el cuidado por la eficiencia. Berardi sostiene que confiamos en la palabra porque nos la transmite alguien que nos cuida, alguien a quien queremos. Si ese lazo afectivo se corta, la palabra pierde valor. Y cuando la palabra pierde valor, también se resquebrajan las condiciones para que el psicoanálisis —una práctica fundada en la confianza y en la palabra— pueda desplegar su potencia transformadora.
Y sobre esto último, amplían: "En la clínica, es cada vez más difícil para quien llega empezar a creer que lo que dice tiene peso, que su palabra puede ser escuchada y producir algo. Esa dificultad se amplifica en el terreno de la transmisión y la divulgación, donde la lógica del scroll constante convierte el discurso en un flujo olvidable. Todo se dice, pero poco se escucha. Todo se publica, pero casi nada deja huella. En ese ruido infinito, recuperar la palabra —como espacio de vínculo, de cuidado y de pensamiento— se vuelve un gesto profundamente político".
—¿Qué rol cumplen las redes sociales y la cultura digital en la construcción de lo monstruoso?
—En relación a las redes sociales y la cultura digital aparece una ambivalencia inevitable. Por un lado, es innegable que estos espacios brindaron la posibilidad para que múltiples voces —antes marginadas o silenciadas— pudieran expresarse y disputar sentidos. La palabra dejó de estar restringida a unos pocos con legitimidad académica o poder de difusión. En ese aspecto, las redes democratizaron la conversación pública y ampliaron los márgenes de lo decible. Pero, al mismo tiempo, ese mismo territorio se volvió un escenario privilegiado para la crueldad. En especial, en el plano político y comunitario, las redes parecen haber naturalizado una forma de violencia que se ejerce desde el anonimato o desde la distancia emocional que habilita la pantalla. Allí lo monstruoso, en términos freudianos, se manifiesta como lo siniestro: eso familiar que de pronto se vuelve ajeno, amenazante, peligroso. No sabemos con certeza si las redes amplificaron una predisposición preexistente hacia el odio y lo mortífero, o si, por el contrario, son las que lo moldearon y legitimaron. Lo que sí parece claro es que hoy se constituyen como el escenario de esa crueldad, un espacio donde lo monstruoso deja de ser excepción para volverse costumbre. Por eso nos interesa pensar estos temas con Julia Mengolini —que viene trabajando sobre la relación entre medios, cultura digital y la emergencia de las nuevas derechas—, para comprender cómo el discurso digital contribuye a la producción contemporánea de lo monstruoso.
—¿Por qué en este contexto tan polarizado necesitamos crear enemigos?
—Hay algo constitutivo en la necesidad de diferenciar lo propio de lo ajeno. Desde la infancia, el proceso por el cual un sujeto logra distinguir su cuerpo del de los demás implica atravesar experiencias de agresividad y de odio: esas pulsiones son constitutivas, forman parte de la vida psíquica. Sin embargo, aquello que en el plano individual funciona como un movimiento necesario para construir identidad, hoy parece haber encontrado un anclaje social y político más amplio. Definir quién es “el otro”, quién encarna la amenaza o el enemigo, otorga identidad y, de algún modo, también cierto alivio. Nos ubicamos en un lugar, nos reconocemos a partir de una oposición. crueldad
El problema aparece cuando ese impulso primitivo deja de ser un componente subjetivo y pasa a organizarse políticamente. Cuando la agresividad y la necesidad de diferenciación se convierten en discurso público, en ideología y en práctica de gobierno, lo que antes era una tensión constitutiva se transforma en una maquinaria de odio. Lo que nos preocupa de este tiempo es precisamente eso: la institucionalización del enemigo como forma de orden social, la conversión del impulso en política, y de la crueldad en lenguaje cotidiano.
La era de la crueldad
—¿Hay goce o placer en el odio político y en el ataque al otro?
—Sí, claramente. Hay algo del orden del goce en poder ubicar en el otro todo lo malo y, de ese modo, quedar uno limpio de culpa o de responsabilidad. El otro es el corrupto, el mentiroso, el sucio, el enemigo. Ese mecanismo, que nos “descarga” proyectando la agresividad hacia afuera, nos calma por un rato, nos da una sensación de alivio. En el fondo, proyectar la agresividad es una forma de tramitar los malestares del cuerpo y también los malestares de la época. La pregunta que nos hacemos es ¿cómo construir salidas alternativas a ese empuje pulsional tan fuerte? En ese punto creemos que el feminismo ha podido hacer algo muy interesante, supo capitalizar esa incomodidad que sentimos en el cuerpo, ese alboroto pulsional que implica vivir en vínculo con otros, y lo transformó en potencia política y colectiva. El feminismo encontró una manera de sublimar las pulsiones, de convertir la incomodidad en algo vital, amoroso, divertido, celebratorio. En definitiva, en una ética que valora la vida y los cuerpos. Nos gusta pensar que el feminismo fue —y sigue siendo— una hermosa salida pulsional, una forma de producir placer desde otro lugar, más ligado al deseo y a la vida que al odio o la destrucción.
—¿Qué lugar tienen hoy el silencio y la palabra en la construcción de una sociedad más consciente de su historia y de todo lo que ocurre alrededor?
—Cuando pensamos en el silencio y en la posibilidad de construir una sociedad más consciente de su historia, aparecen dos ideas principales. La primera tiene que ver con que querer saber sobre la historia —ya sea la colectiva o la propia— no es algo sencillo. Implica un trabajo, una disposición a dejarse afectar. Porque saber puede ser perturbador, puede desestabilizar lo que creemos del presente. Y, sin embargo, es algo que vale la pena sostener como horizonte ético: que el otro quiera saber, que nosotros queramos saber. No se trata solo de tener memoria, sino de asumir que conocer también transforma.
Por otro lado, tampoco hablar es necesariamente decir algo. Que haya palabras circulando no implica que haya palabra plena, como decía Lacan, esa palabra que tiene contenido, deseo, implicación. En este tiempo donde todo se comenta y todo se dice, el desafío es distinguir entre hablar y decir, entre ruido y palabra.
Nos gusta mucho una metáfora que trae Silvia Bleichmar: la de recuperar la plaza. Recuperar la plaza como práctica, pero también como símbolo. Porque la plaza es ese espacio de encuentro, de memoria, de comunidad. Es un modo de decir que hay que volver a lo común, a los lugares donde la palabra tiene valor y puede tejer lazos.
Vivimos un tiempo descreído, que muchas veces se refugia en el sentido común para construir certezas. Por eso, la tarea es ofrecer motivos para que el otro quiera volver a esos espacios simbólicos, tanto comunitarios como personales. Y esa oferta tiene que venir desde un lugar ético, desde un deseo de encuentro. Solo así, quizás, podamos recuperar la palabra como un acto de cuidado y de memoria frente al ruido de la crueldad.
Ver esta publicación en Instagram
—¿Qué opinan de las personas que hablan sobre psicología sin tener ninguna especialización?
—Es una pregunta muy pertinente, sobre todo en este momento. En principio, creemos que la cuestión no pasa únicamente por tener o no tener un título. Lo que nos preocupa es la falta de ética con la que muchas veces se ejerce la palabra, incluso desde lugares de legitimidad institucional. Lo decimos porque en este tiempo estamos atravesadas por un conflicto muy fuerte dentro del propio ámbito académico, a partir de las múltiples denuncias hacia un profesional y docente universitario y otros varones que también fueron interpelados por ejercer poder y violencia, tanto en el espacio clínico como en el universitario. Y esos no son precisamente influencers ni personas sin formación: son profesionales con títulos, especializaciones, maestrías y doctorados.
Esto nos lleva a pensar que el título no garantiza una ética, ni un cuidado de la palabra, ni una responsabilidad en la transmisión. La ética, en nuestro campo, implica reconocer que toda práctica analítica, docente o de divulgación se sostiene sobre una asimetría: quien tiene la palabra pública o el saber ocupa un lugar de poder, y ese poder no puede ser usado en beneficio propio. Esa es, para nosotras, la base del ejercicio responsable.
Por supuesto, también nos inquieta la cantidad de voces que hoy hablan de salud mental sin formación, muchas veces ofreciendo recetas de bienestar o felicidad instantánea. Pero más que pensar en censura —que nunca es una buena salida—, creemos que el desafío está en seguir apostando a la palabra ética y plural, a ofrecer discursos que inviten a pensar, a dudar, a abrir preguntas.
En definitiva, lo que más nos alarma no es la multiplicidad de voces, sino la pérdida de responsabilidad en el uso de la palabra, incluso entre quienes tienen título. Y por eso, más que controlar o prohibir, lo que necesitamos es volver a pensar desde qué lugar se habla, desde qué deseo y con qué consecuencias. crueldad








