Ciegos, sordos, zombies

“No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha,
adaptarse mecánicamente a la marcha de los autos que lo rodeaban, no pensar.”
La autopista del sur, Julio Cortázar
Una de las series que sigo semanalmente por internet es TheWalking Dead (“Los muertos caminantes”, o algo así). No es de las mejores, pero
tiene zombies y eso me encanta.
Como no es difícil imaginar, todo comienza con un virus o
alguna especie de arma química que le pudre la cabeza a la gente, matándolos.
Estos vuelven a la vida para hacer una sola cosa: comer carne… y si es carne
humana mucho mejor. Desde luego, si un zombie te muerde, te contagia y vos
terminás muriéndote, y después volviéndote un caminante que, por inercia, sale
a las calles buscando sangre. No les queda otra, no lo pueden evitar. No es una
elección: son zombies.
Un policía, el protagonista de la serie, tiene un accidente
que lo deja en coma y cuando despierta el mundo tal como él lo había conocido
se había acabado. Rick Grimes (ese es el nombre del personaje) sale desesperado
en dirección a su casa, buscando a su familia. Al encontrar su hogar desierto
entra en pánico y en llanto grita que “Esto no es real, no puede ser real”. El
mundo y/o su familia se habían ido, igual que su trabajo como guardián de la
seguridad. Ahora es un ex policía deambulando con un solo propósito: sobrevivir
hasta donde se pueda.
Rick sale a la ruta solo y no tarda en darse cuenta de que
la devastación es total y que está desamparado frente a cualquier amenaza:
además de los zombies, muy probablemente todos los humanos estén en la misma
situación de desamparo que él… todos están buscando la mera supervivencia,
todos buscan llegar primero a los pocos alimentos e insumos básicos para no
morir y, en la carrera, todo vale. (Uno podría pensar qué valor tiene la vida
en esas condiciones y, entonces, preguntarse para qué insistir en seguir vivo).
Casi al borde de ser alimento seguro y saludable, Rick se
topa con un joven que lo ayuda a escapar y surge en la serie el hilo conductor
de las siguientes tres temporadas: es necesario pertenecer a un grupo social
para poder sobrevivir mejor; es mejor vivir de manera organizada y, en grupo –solo
en grupo– autoabastecerse. Y eso implica establecer una serie de normas para
convivir y sobrevivir. No cumplirlas significaría el exilio y dos posibles
alternativas: encontrar otro grupo que te acepte (es decir, que esté dispuesto
a compartir los pocos insumos que tienen con un extraño que no se sabe ni cómo
ni de dónde salió) o enfrentarse solo a los zombies. Así, pues, Rick, nuestro
héroe desde ese momento (momento que coincide con el del su reencuentro con su
mujer e hijo) sintió que debía permanecer en comunidad. O, como dice Cortázar,
sintió que “todo entraba en el orden, que se podría seguir adelante sin
destruir nada”.
Pero en un mundo destruido, no queda nada sin destruir. Eso
incluye a las personas que, además, van erosionando gradualmente la tranquilidad
dentro de su minúsculo grupo, precisamente por estar destruidas. Y ante este
panorama no hay orden social que valga la pena sostener. Como dice Rick al
final de la segunda temporada: “Esto ya no es una democracia”. O sea, ya no hay
otro semejante, solo hay una amenaza de muerte y por ello hay que matar; y así
hasta que, indefectiblemente, la amenaza sea mayor que mi resistencia que se va
desgastando hasta extinguirse y, lógicamente, caiga abatido ante el golpe del
más fuerte.
Porque por más que me defienda mordiendo, quiero decir, con
las mismas armas que los zombies (los dientes), porque cuando no hay donde ir,
cuando no hay cuerpo social que construir porque no hay sociedad, cuando se
acabó el tiempo y todo es presente y espera del último aliento, en algún
momento voy a sucumbir frente a un grupo más fuerte y, por mera supervivencia,
ese grupo va a asaltarme y a matarme. Y llegado el momento, deberé agradecer
que me destruya a golpes el cerebro para no convertirme en un cuerpo putrefacto
que camine muerto sediento de sangre, con un solo propósito: sobrevivir… o
seguir haciendo lo mismo que venía haciendo hasta que me mataron.
Publicada en Pausa #131, miércoles 9 de abril de 2014

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