Autocensura

La que sigue es una situación que viví durante la última
semana y que, podría decirse, es una fábula ya que viene con moraleja final y
todo. Esa es la razón por la cual la voy a hacer pública y no porque me fascine
hacer de mi vida un reality show. Sí, eso: ahora también me dedico a difundir
entre los lectores máximas de vida. Lean lo que ocurre por practicar la
autocensura y subestimar la capacidad de los interlocutores y verán porqué he
decidido no volver a incurrir nunca más en dichas prácticas deshumanizantes e
inmorales.
Resulta que debido a un reclamo por una venta de un producto
fuera de stock tuve que volver a un negocio de nuestra cordial ciudad y
arreglar la transacción con quien ya había sido el vendedor que me atendió. En
aquella ocasión lo escuché muy rimbombante dirigirles a otros clientes
aforismos sospechosos tales como “el amor se construye con el tiempo, pero es
el tiempo el que destruye el amor” y “no siempre es el sabio el que más
sabiduría posee”. Tentación reprimida casi de manera violenta, opté por no responderle
temiendo una catarata de nuevos aforismos y diálogos innecesarios. Además,
había mucha gente y me quería ir lo antes posible de ahí. En este caso la
autocensura, creo, estuvo a la altura de las circunstancias. Dos días después,
mi querido amigo seguía filoso y ahí fue donde me la mandé…
—¿Así que ya mismo necesitás esto para llevártelo? ¿De dónde
sos? —simpáticamente me preguntó el José Narosky de la construcción.
—Soy de acá, pero me tengo que llevar esto hoy mismo a
Gualeguaychú —respondí, desentendido.
—¿Y qué tenés allá?
—Pareja y trabajo.
—¿En qué trabajás?
—Soy docente —el interrogatorio había dejado de parecerme
inocente; hacía más de 20 minutos que estaba trabado con el papeleo por el
cambio de producto.
—Ay, estos docentes… no les gusta trabajar, eh. Son unos
vagonetas.
Voy a obviar mi breve, tímida y nerviosa defensa para ir al
quid. Cuando me preguntó clases de qué daba, para no enredarme en una
explicación inútil (trabajo en cátedras de Semiótica y Epistemología), intenté
finiquitar el asunto con una mentirita piadosa sin consecuencias negativas para
el inquisidor: “De filosofía”. Yo confié que dicha respuesta iba a desmoralizar
al susodicho, que me iba a tildar de “uno de esos comunistas que se la pasa
hablando al pedo y defiende a los delincuentes y los derechos humanos” y que,
prejuicio mediante (sumado a su opinión de los docentes), iba a acelerar la
venta e iba a ser libre de una vez por todas. Más equivocado no podía estar. No
solo no lo desmoralicé, sino me estiró su mano para que se la apriete y le
iluminé la mirada. Sus ojos me decían “Por fin alguien con quien hablar en
serio”.

“Yo estoy escribiendo un libro. Ya lo tengo casi listo y se
va a llamar ‘Reprogramación de los pensamientos para la felicidad’. Porque todo
tiene que ver con cómo uno encara el día y eso repercute en los demás, viste.
Yo era programador de PC y de ahí saqué la idea; porque me di cuenta que había
que cambiar la actitud y preparar la cabeza para ser feliz. Porque todo es una
cuestión de la cabeza. Y de amor. Por sobre todas las cosas, de amor. Todo
comienza ahí, en el amor. Y Dios, que es lo más supremo, es el amor”. Y estoy
resumiendo un parlamento que duró más de 45 minutos. Desde luego, no le dije
que soy ateo, pero no para no generarle el que, según él, sería su tercer
infarto (sí, también me contó que tiene dos by-pass, padeció neumonía,
depresión, etc.) sino porque al último que se lo dije para que se callara era
un testigo de Jehová y no solo no lo ahuyenté sino que dupliqué su entusiasmo.
Volviendo a mi metafísico de los sanitarios, llegó a decirme que gracias a su
actitud positiva agarraba el tarrito hirviendo donde calienta su desayuno y que
no sentía dolor (de Narosky pasamos a Norman Bates con un breve pasaje de Paulo
Cohelo). Mi explícito repertorio de “ajá”, “mjúm”, “claro”, “por supuesto” no
lo apichonó. El tipo dejó de atender al resto de los clientes y me llevaba por
todo el negocio, como escapándole al trabajo, para contarme todo sobre su
libro. Yo intentaba persuadirlo preguntándole sobre cerámicas, artefactos que
no necesitaba, pero él siempre volvía sobre lo que, aparentemente, tenía algo
que ver con la filosofía. Hasta que le dije que quería sacarle unas fotos a
unos pitutos para mandarle a mi novia y, luego de una hora, me dio la factura y
logré irme de allí con un producto que ni siquiera era el que había comprado
originalmente.

¿Y cuál es la moraleja? Que nunca más tengo que
autocensurarme. Que nunca más tengo que subestimar la capacidad de
entendimiento de mis interlocutores. Entonces, la próxima vez que me pregunten
a qué me dedico voy a responder sin miramientos: “Soy contador”.
Publicada en Pausa #133, miércoles 7 de mayo de 2014

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