Disco, baby disco

“Mi situación es objetable, porque a las claras no encajo en
esto”, dice una canción de Babasónicos con la que me siento un poco bastante
identificado. Hace unas noches, y solo porque un amigo me invitó a compartir un
momento de felicidad con él, fui a un boliche y, evidentemente, es un lugar de
esos en los que ya no encajo ni a propósito. El boliche y yo somos como una
ficha cuadrada y otra en “T” del Tetris: por más maña, nunca van a encastrar
correctamente.
Ojo, no es un ataque deliberado de viejo resentido que no
tolera ver cómo la juventud se divierte y la pasa bien haciendo lo mismo que yo
hice como mínimo una vez por semana durante casi 15 años. Incluso, siempre que
se acerca el verano y los compromisos laborales menguan, con un amigo siempre
nos prometemos que “¡Vamos a salir a romper la noche como antes y qué despelote
que vamos a armar!”. Miren, ya me agita el querer terminar la frase, imagínense
cuando salgo a cenar algo y hago fuerza para no querer volver a mi casa antes
de la 1:00 am…
No, el problema no lo tiene el boliche; o sí, pero no es a
él a quien le voy a echar la culpa de no tolerarlo. Que tenga todas las
características de lo que Marc Augé denomina un “no-lugar”, no significa que no
haya allí motivos de goce y placer; momentos en los que uno pudiera sentirse a
gusto pasando un rato agradable. Que el humo, la música monótona y a volúmenes
exorbitantes, la oscuridad mezclada con luces en flash intermitentes, el calor,
la sed, las turbas zigzagueantes empujando, pisando y apretando me violenten,
no significa que el boliche no tenga lo lindo que mucha gente disfruta. Porque,
creo, si todo fuera una porquería, la gente no iría en masa como va, todos los
sábados. No, por eso, como también dice Babasónicos, soy yo el que no “he
conseguido verme un poco más normal”, el que no “he aprendido a actuar frente a
vos”.
El hecho de entrar a un lugar claustrofílico y que lo
primero que se me ocurra pensar es dónde están las salidas de emergencias me
hace dar cuenta de que ahí adentro ya no tengo nada más que hacer. O el estar
especulando con el tiempo que me quedaré y a la hora que ya estaría volviendo a
mi casa me ponen en evidencia de que mis intenciones ya no son las mismas que
las de los hombres encajados en Fiorucci; a menos que ahora esta marca de ropa
se dedique a la producción de pantuflas. Lo mismo respecto de estar pendiente
de cuánto me va a salir el taxi de vuelta a mi casa, cuando hasta hace unos
años eso era inimaginable, ya que me volvía caminando o en colectivo… A ver
enanito facho interior, no es que ahora no lo hago por la inseguridad, no lo
hago por incomodidad.
Controlar la sed porque si tomás mucho al otro día estás
todo el día tirado, hecho pelota con dolor de cabeza, es otro de los
comportamientos típicos que atentan como el imperativo máximo de la disco:
todos con el codito en la barra y una copa en la mano en pose “you know, you
really looked good, you know I felt all right”. Sí, ya el riesgo de una posible
resaca hace que durante la noche controle mis impulsos autodestructivos y la
imagen. Por suerte, descubrí la pastillita mágica que te salta en el antidoping
porque está llena de efedrina, cafeína y un montón de basuras más terminadas en
“ina” para que al otro día te levantes productivo.
Y el otro día, claro. La mañana después. Porque esa es otra…
antes no había mañana después. Me acostaba a las 3:30 y dormía hasta el
mediodía. Ahora, me acueste a la hora que me acueste, a media mañana, a más tardar,
ya estoy despierto con zumbidos hasta en los ojos, mareado y, como ahora
también dejé de fumar, con un olor a pucho en la ropa espantoso.
Por suerte no soy el único al que le pasa y tengo amigos que
se sienten igual de decrépitos que yo la mañana siguiente. Y que encima son
mucho más jóvenes que yo. Y sí. Porque el problema del boliche el viernes a la
noche es que ahora hay sábado a la mañana, y gracias a las redes sociales uno
puede compartir sus desgracias con otros inmediatamente de ocurridas… ¿O cuándo
creen que escribí esta columna sino la mismísima mañana después, luego de que
quien me trajera a mi casa me dijera: “Vieja, no puedo respirar de los mocos”?
Publicada en Pausa #134, miércoles 28 de mayo de 2014

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