The horror

Otro yo mismo, por Mari Hechim
Me despierto a la madrugada y se me ocurre una idea
luminosa, algo para escribir, manoteo el celular y grabo palabras inconexas
que, como siempre sucede, al otro día resultan baratijas. Procuro ahora
restablecer el sentido que tenían en el entresueño que las gestó y todo el
tiempo la mente se corre hacia otro asunto tan distinto: los 43 estudiantes asesinados en México. Y me digo, cómo se escribe esto, cómo se
escriben los sentimientos. Saltan lecturas, en forma caprichosa, en forma de
recuerdos fragmentados. Roland Barthes cuando dice que el mensaje, cuanto más
indirecto, más eficaz: para comunicar con cierta exactitud es preciso acudir a
los bordes del lenguaje. Carver tiene un cuento en donde una mujer encuentra,
en el jardín, de noche, una babosa e inmediatamente le recuerda a su marido:
nada, aquí, un toque, una imagen que condensa todo un decir. ¿Será porque
hablar de los sentimientos siempre suena a moralismo, que la indignación queda
del lado de uno, como si uno fuera una lámpara encendida y lo otro, turbia
oscuridad? También recuerdo ese largo párrafo de Faulkner, donde se describe
con minucia un amor excelso y casi desenfrenado y al final te encontrás con que
el objeto es una vaca. Calígula, en Camus, donde la falta de resistencia a su poder
lo va envolviendo en una espiral delirante que lo estupidiza cada vez más.
Sin embargo, grandes dicen sentimientos, pero cómo: el tipo
de La muralla china que corre de uno a otro invitado diciendo “estoy en vías de
ser feliz”. Como dice mi amigo Oscar Meyer, uno se ríe, el humor de Kafka que
pocas veces se destaca, la repetición vuelve fútil lo declarado, se cae. La
confusión de Vallejos cuando exalta a los voluntarios de la república española:
“no sé verdaderamente qué hacer, dónde ponerme”. La bronca de Neruda en Madrid,
1936: “generales traidores, mirad mi casa muerta, mirad España rota”.
Y no basta, aunque consuele, que en todo el mundo se
replique la indignación, se alcen las voces del repudio, que también es miedo,
porque los 43 estudiantes normalistas están muertos. Y cada uno de nosotros
vuelve a morir, nosotros que hemos muerto tantas veces aquí. Así que, más que
hablar, callar diciendo que uno está callando, quizá venga bien. O Shakespeare,
que siempre está allí, cerca de la palabra justa (que no existe, querido): en
Macbeth: “Oh, horror, horror, horror! This is beyond words and beyond belief!”.
Publicada en Pausa #146. Pedí tu ejemplar en estos kioscos
de Santa Fe y Santo Tomé.

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí