Es sábado por la noche y un grupo de amigas se reúne para celebrar el Día de la Mujer. Charlas amenas entre personas que se quieren marcan el inicio de una cena típica.

–¿Vieron la noticia de las mochileras?

​Silencio. Se miran. "Yo me acordé de cuando viajamos al norte​ nosotras dos...", "A mi me pasó lo mismo" replicaron desde la otra punta.

El miedo que invade la mesa desarticula lo trivial y las historias que se relatan son dignas de una película de terror. Las mujeres comparten momentos similares que vivieron en la calle en distintas fases de sus vidas, siendo niñas, adolescentes o adultas. Les tocaron el culo, las tetas, y hasta la concha en una plaza, en la peatonal, en la garita del transporte público, en el colectivo o incluso mientras estaban arriba de una bicicleta en movimiento. Sienten que un “piropo” en la calle termina convirtiéndose en una amenaza. Desde antes que empezaran a tener una noción de su propio cuerpo, a algunas, las viejas de la familia las apartaban y les advertían: "No tenés que dejar que nadie toque tus partes, eso está muy mal. Ni aunque sean de tu familia. Eso es tuyo solo, ¿entendés?". Son los días que quedan marcados: un abuso puede pasar en cualquier momento.

Una respira hondo y cuenta en voz baja: "Cuando tenía doce años un pibe me asaltó en la vía para robarme la mochila, y antes de irse me dio un pico. Fue mi primer beso". Ninguna sabe cómo seguir la conversación porque están todas recordando. Piensan en lo que les pasó a ellas, lo que le pasó a alguien que conocen o lo que vieron en la tele. Si se hace el ejercicio de traer a la conversación este tema se puede comprobar por medios propios que todas han pasado por algún tipo de acoso, cosificación, abuso o maltrato. Por favor, hagan la prueba.

Pero cuando se habla de feminismo, las redes sociales explotan de opiniones cruzadas frente a lo que se debe entender como tal y a quién debe defenderlo, cuando la realidad es que solo en la ciudad de Santa Fe se reciben dos denuncias por día de mujeres que sufren violencia de género. No se puede negar que hay un odio particular hacia una parte de la sociedad, de hecho es hacia la mitad de ella. Un ensañamiento que tiene que ver específicamente con pensar que una mitad le pertenece a la otra. Y no se va a corregir la injusticia hasta que no haya un reconocimiento total de esta violencia.

Al mismo tiempo, se suponen generalizaciones. Si se habla de machismo, algunos rápidamente se atajan de antemano con un “los hombres no somos todos iguales”, frase que interrumpe el acto de manifestación de una problemática social y cultural que trasciende la particularidad. Evita el reconocimiento. Cuando un odio se afirma con instituciones, políticas, legislaciones y rituales culturales que propagan y cubren la violencia los sujetos tienen la responsabilidad de informarse y ejercer críticas hacia la injusticia que sufren mujeres y hombres para transformar las estructuras sociales. Si bien está más que claro que no son todos iguales, no se trata de uno solo y es por eso que es necesaria la participación de todos y todas para enfrentar y eliminar la violencia.

El Consejo Nacional de las Mujeres de Argentina reveló hoy que la línea telefónica para la violencia de género (144) recibió en 2015 más de 300 denuncias por día y que de acuerdo a un estudio realizado por la organización La Casa del Encuentro, una mujer es asesinada cada 30 horas en todo el país, es difícil negar que el machismo forma parte de la cultura de una argentina peligrosa y que se reafirma a cada momento.

Otra de las chicas aparta su vaso de cerveza y pone firme la voz. Cuenta que su padre –con el que no tiene ningún tipo de contacto desde hace diez años, porque un día le dijo que iba a matarla si hablaba dentro de la casa– aún le envía mensajes de texto diciéndole “Nunca te la bancaste, cobarde que andás denunciando”. En Tribunales no le tomaron la denuncia porque consideran que eso no es una amenaza. Sus hermanos tuvieron la misma determinación que ella, cortar la relación tóxica y la acompañaron siempre porque la lucha era de los tres.

En este sentido, para parar con la violencia, "no ser igual" implica escuchar y combatir desde la palabra y lo cotidiano estas prácticas sexistas que oprimen a la mujer y al hombre. Esta batalla no es de un solo género.

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