Hace unos días, invitado a un banquete con amigos, confirmé lo que ya venía sospechando desde hace rato: lo que primero se acaba en la mesa de comida son los sánguches de miga. Sobre todo, los simples de jamón y queso. En otras palabras, “el miga” nunca te falla. Desde luego, en plena celebración, comencé a elucubrar las razones que, considero, hacen que esto suceda en toda reunión donde se consumen canapés, bocadillos y las ya mencionadas vedettes de las fiestas. ¿Usted se pregunta cuáles son dichas razones? ¿No? Bueno, no me importa. Yo se las voy a dar igual.

En primer lugar, tienen queso. Y al que no le gusta el queso, por favor, que se replantee su vida. Y encima es queso en barra, que está más bueno que las vacaciones pagas.

En segundo lugar, y creo que aquí está la causa de mis hipótesis, uno agarra primero el sánguche de miga porque sabe lo que tiene adentro. Sí, sencillito. Con solo verlo a una distancia prudente ya sabés qué te vas a meter en la boca: queso, jamón, manteca o mayonesa y pan. Punto. Se acabó el misterio. Bueno, hay algunos que le ponen paleta… y cada vez son más los que lo hacen (recuerden que “cambiamos”). Pero el miga no se mancha, diría el Diego.

En contraste, el resto de canapés y bocadillos son una suerte de lotería: uno se arriesga a comer algo que puede no llegar a gustarle, porque hasta que no lo prueba es difícil saber con qué está hecho. ¿O me va a decir que no ha visto cómo de golpe la mesa se va llenando de tarteletas mordidas y sin terminar en proporción inversa a la desaparición de los sánguches de miga, eh?

Claro que estos canapés son necesarios y hasta incluso lindos. Como ornamentos quedan fantásticos. Pero como comida tengo mis dudas. Y muchas veces son una desgracia para el paladar. Esa pasta de color sospechoso que puede ser producto de una mezcla de roquefort con vaya a saber qué clase de condimento para pizza… o esa crema verdosa que uno ilusionado cree es guacamole, pero termina siendo un mix de hojas verdes licuado. Y no me hagan hablar de las masas hojaldradas donde se injertan estos frankenstein culinarios, pordió se los pido. Y dicho esto, supongo que se habrán hecho una idea más o menos formada de lo que opino de esa aberración llamada comida agridulce, ¿no?

Me tuve que conformar con un bocadito de maracuyá y mayonesa que, cuando nadie me veía, dejé por la mitad en una maceta.

“¡Eh, pero hay sánguches de miga agridulces también!” Sí, claro. Sádicos hay en todos lados. Y son sádicos no solo por engañarnos metiéndole ananá al sánguche. Lo son también porque te ponen a vos en la encrucijada de comer algo que te resulta asqueroso y sufrir como perro el 31 a la medianoche; o tener que escupir el coso ese y quedar como un maleducado y malagradecido delante de todos los comensales. De todos modos, acá les dejo un argumento para escupir sin culpa la porquería que nos pretenden hacer morfar.

Usted invite a la siguiente reflexión al que hizo los bocaditos y dígale: “El ananá es una fruta. La fruta se come de postre. El postre es dulce. El postre se come después de la comida que, por lo general, es salada. Ergo, si se las encajas al miga el que está equivocado y desconoce la sucesión lógica del proceso alimentario del ser humano sos vos, mamerto.” En otras palabras: juicio y castigo al cocinero, no al miga. Y sí, en esto soy categórico. Y espero usted también lo sea.

Estos, palabras más palabras menos, son los argumentos con lo que intenté convencer a mis amigos. Que lo haya intentado no significa que los haya convencido. Y sé que no lo hice, porque mientras yo me hacía el Sócrates al lado del barril, mis amigos, obviamente, no me escucharon porque estaban desesperados por llegar a los sánguches antes que se terminaran… y para cuando culminé mi discurso me tuve que conformar con un bocadito de maracuyá y mayonesa, y que, cuando nadie me veía, dejé por la mitad en una maceta.

Feliz año nuevo. Chupe mucho. En primer lugar, para hacerle la contra a Macri… pero sobre todo para sacarse el gusto horrible de la boca que le dejan los canapés de anchoa.

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