Si me exigieran que sintetice los últimos acontecimientos de mi vida, diría dos frases muy breves: me cambié de casa y vino el 8M. Que me haya cambiado de casa es una cuestión personal y no es extravagante; nada particularmente significativo. Lo es para mí, porque me tuve que mudar por anciana, por no poder seguir subiendo las escaleras de mi casa, que amaba. Además, viví en esa casa un par largo de décadas, lo cual se manifestó en la gran cantidad de cosas que hubo que mudar.

Había comprado esa casa con los dineros de reparación por haber estado presa durante dos años. Cuando muchos se rehusaron a cobrar esa indemnización por considerar que los militantes no podían aceptar esa plata porque nadie había luchado ignorando que, eventualmente, podías ser apresado o muerto como consecuencia “natural” de un accionar revolucionario, yo ni lo pensé. En realidad, ese dinero no iba a compensar de ninguna manera dos años perdidos en ninguna mazmorra de ninguna dictadura.

De cualquiera manera, en esa casa mi hija se hizo adolescente, se hizo joven, se fue a estudiar a Rosario, y yo viví todo ese tiempo allí, siendo abrazada por sus paredes, por su pasillo, por su patiecito. Por el rectángulo de ciudad que se recortaba en la ventana de la piecita azul. Y tantas cosas, tantas gentes que entraban y salían, los hermanos de Suecia y de Buenos Aires, amigos. Asados, risas, silencios.

Una vez, cuando el Valen era bebé, me tropecé con ese escaloncito del living y caí sobre las rodillas, alargando los brazos para que él cayera sobre el sofá.

En los cumples de Laura, los jóvenes solían apagar algunas luces y saltar todos juntos al mismo tiempo contra el piso.

Mi papá iba a comer todos los mediodías.

Esta casa es linda; y cómoda. Es bueno trasladarse de una habitación a otra sin escalera de por medio. Y el lugar es inmejorable. No tengo de qué quejarme: uno no puede quejarse por envejecer y no poder subir escaleras ni caminar muchas cuadras.

Las cosas son así. “Si tienes remedio, de qué te quejas; si no tienes remedio, de qué te quejas”. Y cuando las cosas se empeñan en permanecer, obstinadas, en su mismidad, hay que ponerse las manos en los bolsillos y caminar despacio, silbando bajito. Y alejarse: rápido y lentamente, diría S.

Y lo del 8M, no sé, hay mucha indignación en las redes, la gente le dice a los demás cómo tiene que pensar, cómo tiene que sentir. Y eso me resulta muy molesto. Me molesta, sobre todo, no tanto las recomendaciones, los aprietes, los consejos, si no la indignación: que si el 8M es luto o es fiesta, por ejemplo.

Hay una moral de la indignación y siempre he detestado “lo moral”. La moral es binaria, es anterior al lenguaje, al pensamiento complejo, a la razón. Está bien indignarse si la Policía reprime a los artesanos que se buscan el mango exhibiendo sus obras en la calle. Pero no te podés indignar si alguien se opone a tus convicciones. Porque la indignación es sólo un asunto de ira momentánea, requiere cerrar en organización. Alguien decía que el feminismo tiene propuestas políticas. Bien. Lo político es personal, etc. Pero la política tiene su espacio en los partidos políticos, hoy.

La queja y la indignación parecen surgir de un lugar vetusto. Algunas personas, en su comodidad, se adhieren a la opinión del vecino o de quien considera su líder. Vayamos por trabajar en la praxis.

Sólo esto: pensamiento y acción. No es mucho y será bueno.

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