Por Carlos Pérez López (*)

A diez días del estallido social, político e histórico del viernes 19, se aprecian tres cosas en la situación de Chile: una urgencia por dar a conocer al mundo entero las violaciones a los derechos humanos (violencia de facto, torturas, muertes) y a los derechos civiles (detenciones arbitrarias, restricción de libertades), la necesidad de comprender históricamente cómo llegamos a este punto y algunas perspectivas políticas de esta crisis.

Urgencia de aclarar las violaciones a los derechos humanos y civiles

Las cifras de detenciones, heridos y fallecidos aumentan a diario y el discurso que en un principio buscó naturalizarlas como situaciones análogas a las de un terremoto y que adoptó luego la retórica de la guerra, se hizo insostenible. Las redes sociales, que han representado el principal canal de información durante el conflicto, desbordan en materiales audiovisuales en los que se ve a carabineros y militares sobrepasando sus supuestas funciones de resguardo de la ciudadanía en estado de emergencia. Se ven ahí saqueos autorizados por uniformados, extracciones de ciudadanos del interior de sus casas, golpes brutales a manifestantes evidentemente pacíficos (incluyendo adultos mayores y menores de edad), carabineros de civil infiltrados en manifestaciones pacíficas para generar desórdenes, oficiales apuntando con sus armas a personas al interior de sus casas, policías provocando incendios y todo tipo de agentes disparando a quema ropa contra manifestantes o individuos aislados (muchos casos de pérdida del globo ocular y también heridos con riesgo vital). En este marco, el Servicio Médico Legal y el Ministerio Público aún no determinan la cifra exacta de detenidos, heridos y fallecidos, pese a la solicitud de oficio por parte del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH). Se sabe que hasta el momento hubo al menos diecinueve muertes, cinco de ellas atribuidas oficialmente a dos instituciones de las fuerzas del orden, Ejército y Carabineros: uno por atropello, otro por una golpiza y tres por disparos. Con respecto a estas muertes, el INDH ha anunciado la presentación de una querella criminal por homicidios contra el Estado.

Foto: Migrar Photo

La gravedad de estos hechos cobró otra dimensión el día miércoles 23 de octubre. En un informe expuesto ante la comisión de derechos humanos del Senado, el abogado constitucionalista Jaime Bassa demostró el carácter inconstitucional e ilegal de los 16 decretos supremos realizados para declarar el “estado de emergencia” por parte del presidente de la República de Chile, Sebastián Piñera. Según Bassa, la habilitación constitucional recae en la figura del presidente y no en el Jefe de Zona, salvo que el primero delegue por un acto normativo esta función en el segundo, pero no ha sido el caso. Y dentro de la gama de estados de excepción, en el “estado de emergencia” el presidente solo puede restringir las libertades de circulación y de reunión, pero no autorizar la detención de personas. Para el abogado, lo que se está dando es una excepción en el estado de excepción, sin ningún respaldo normativo. Hasta la fecha de hoy, la autoridad militar ha actuado de facto, como si estuviéramos en un estado de sitio, restringiendo y suprimiendo derechos fundamentales sin ninguna habilitación legal para hacerlo. Por lo demás, la ley es clara en señalar que la presencia de personas no autorizadas debidamente con salvoconductos durante un toque de queda representa una falta de desobediencia civil, y no un crimen. Tal desobediencia es causal de una multa específica y bajo ningún caso de arresto. Así, todas las detenciones y los excesos de violencia perpetrados por las fuerzas armadas chilenas durante el presente estado de emergencia, desde el punto de vista constitucional, han sido absolutamente ilegales. Y la responsabilidad política de esta anomia jurídica recae exclusivamente en el Presidente de la República, por el solo hecho de no haber delegado las funciones que las fuerzas públicas ejercen hoy de facto y no de iure. De más está decir que existe mérito de sobra para una acusación constitucional contra el presidente Piñera y su ex ministro del Interior, Andrés Chadwick (que acaba de ser reemplazado en su cargo). Esta será presentada a principios de noviembre por un grupo de parlamentarios del Partido Comunista y del Frente Amplio. De ser aprobada en la cámara de diputados, la inhabilitación presidencial requeriría dos tercios del senado. La posibilidad de impeachement es remota (necesitaría votos de senadores de derecha), sin embargo, su proceso aparece como un deber ético pues serviría para exponer en el debate público la postura de cada uno de los miembros de ambas cámaras ante la evidente incompetencia jurídica constitucional del gobierno y las violaciones flagrantes a los derechos humanos y civiles, ampliamente probadas.

Cómo llegamos a este punto

Hay dos líneas de tiempo que cabe explorar aquí: el corto y el largo plazo. En el corto plazo, los hechos ya han tenido una gran circulación y repercusión. Noticiarios, diarios y emisoras radiales de todas partes del mundo han dado a conocer la cronología de una semana que comenzó con un leve aumento en la tarifa del metro de Santiago (que dicho sea de paso, es el transporte público más caro de Sudamérica) y que terminó con la represión violenta contra un movimiento espontáneo y progresivamente masivo que consistió en evadir el pago del metro. Pero el gran detonante del estado de emergencia y los toques de queda –ya sabemos, ilegales– decretados por el gobierno de Chile, fueron los incendios, que primero afectaron a las estaciones del metro y luego a diferentes supermercados de la capital, para propagarse, en una suerte de modus operandi orquestado, a las grandes ciudades del norte y del sur de Chile.

Durante todas las noches del estado de emergencia, supermercados, farmacias, emporios de materiales de construcción y otros inmuebles han sido consumidos por el fuego. En uno de sus tantos anuncios desafortunados, el presidente Piñera señaló que “estamos en guerra contra un enemigo muy poderoso”, aludiendo a una organización criminal que estaría detrás de este vandalismo y que operaría en todo el país. Crimen y organización son palabras muy fuertes que hacen ruido aquí. ¿De verdad tenemos tantos pirómanos extremistas y organizados en Chile, capaces de prender fuego de un modo tan coordinado a las estaciones del metro que estaban cerradas la noche del 19 de octubre, y en los días siguientes, en pleno toque de queda, a todas las cadenas comerciales antedichas? No es creíble. También cuesta creer que las personas que saquean, condenadas moralmente por la opinión pública por robar televisores plasmas (cuyo valor supera fácilmente el sueldo mínimo), sean los causantes de estos atentados. ¿Para qué destruir esa tan inesperada fuente de recursos gratuitos? Pero con el pasar de los días se ha ido aclarando el misterio, principalmente gracias a las redes sociales, donde han circulado videos de carabineros reduciendo especies y autorizando saqueos; de agentes policiales prendiendo barricadas; y de militares entrando y saliendo sospechosamente en bodegas de supermercados, antes que estas comenzaran a arder. En la época de los montajes, la verosimilitud y el chequeo de autenticidad es la barrera de entrada y de salida de los medios oficiales. Pero no lo es para  la opinión pública que se forma en las redes sociales y para la cual sobrevuela el fantasma de un guión orquestado entre militares y gobierno: los primeros incendios produjeron un shock en la clase media despolitizada y en la clase alta de derecha (miedo y pánico al vandalismo generalizado en las ciudades, necesidad de orden); y la aplicación del toque de queda generó un shock en todo el sector social de izquierda (terror y trauma de una generación que padeció la extrema violencia de la dictadura de Pinochet, necesidad de salir del estado de emergencia). Al shock lo siguió el aturdimiento y el cansancio. Todas y todos dormimos muy poco en estos días y nos vimos en un estado de sobreexcitación para saber cómo orientarnos y cómo actuar ante tan súbito acontecimiento que, pese a todo, no nos extrañaba. Mediante esta represión paternalista, con heridos y muertos, los estrategas esperaban probablemente que el paciente pidiera un alto al fuego. Contra sus cálculos, inflamaron una indignación generalizada, de la que surgió una movilización masiva sin precedentes en todas las ciudades de Chile el viernes 25 de octubre, donde se manifestó el hartazgo de toda un cuerpo social sometido por la clase política a vivir bajo el modelo económico neoliberal.

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Esto último es justamente el problema visto en el largo plazo. Prácticamente en todas las manifestaciones nacionales se ha visto la frase que lo condensa mejor: “no es por 30 pesos, es por 30 años”. Estos treinta años van del fin de la dictadura militar (1989) a los gobiernos autodenominados de “transición a la democracia” liderados por la izquierda progresista de la “Concertación de partidos por la democracia” durante los noventa, que ha visto una alternancia con la derecha en los mandatos de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. Ambas corrientes de la política chilena son las que han puesto a la sociedad al servicio de la economía capitalista y las que han transformado a Chile en uno de los países más desiguales del planeta (un 1% de la población concentra el 25% de la riqueza generada en el país). Los principales instrumentos para implementar este modelo de vida han sido la deuda y la precarización de los derechos sociales por parte del Estado. Chile es un país con una deuda pública muy baja. En contrapartida, los niveles de endeudamiento individual son altísimos, con una clase trabajadora cuyo sueldo se diluye prácticamente entre las imposiciones para cobertura médica y fondos de pensiones privados, y el pago de deudas de consumo. Los créditos terminan así sirviendo como complementos salariales. La educación es otro caso de control por la deuda. La mayoría de las chilenas y chilenos que han pasado por la universidad han tenido que endeudarse para pagar aranceles millonarios. Así, el conocimiento sobre el cual Chile ha crecido y se ha desarrollado, ha recaído durante tres décadas en los hombros de las familias chilenas y no en el Estado.

Pero además de controlar la deuda de todo un cuerpo social y el enriquecimiento obsceno del 1% de la población mediante acuerdos comerciales internacionales (Asia Pacífico) y un mercado interno libre y desregulado, la clase política (derecha e izquierda) y la clase económica (grandes grupos empresariales) han incurrido en todo tipo de estafas y asociaciones ilegales, que han involucrado igualmente a las fuerzas armadas y de orden: colusión para subir ilegalmente los precios de un producto (caso “Papel higiénico” y caso “Farmacias”), malversación de fondos fiscales en Carabineros y en el Ejército (“Pacogate” y “Milicogate”), fraude al Fisco y financiamiento ilegal de campañas políticas (Casos Penta y SQM), solo por mencionar algunos. Varios de estos casos de corrupción han recibido condenas irrisorias o han quedado derechamente impunes, a vista y paciencia de toda la sociedad chilena. Si a esto se suma que las millonarias ganancias del sector productivo industrial en Chile recaen en manos de privados (gran minería, pesca, agroindustria y otros recursos naturales privatizados como el agua) gracias a un aparato de leyes económicas promulgadas durante este tiempo de democracia, se puede entender con claridad la ruptura total y sin solución inmediata entre la sociedad civil y la clase política, que han sido verdaderos funcionarios y lobbystas de la clase empresarial chilena y de los grupos financieros internacionales.

Perspectivas políticas de esta crisis

En el transcurso de estos días de levantamiento, un sentimiento ambivalente ha surgido en la sociedad chilena: por un lado, reconocerse como cuerpo social vivo, como potencia destituyente y constituyente, con ganas de mantener la traza de esta movilización y de concretarla en una obra política que saque a la vida de este impasse de treinta años; por el otro, el sentimiento de que no se ha ganado nada aún, de estar solos y enfrentados a los mismos actores de siempre (clase política y económica, medios de comunicación masiva) que siguen en el mismo escenario, casi intactos. Pero esa potencia y esa falta provisoria de logros coinciden en un punto: la necesidad de hacer una nueva constitución. De ser un rumor inicial, la nueva constitución ya ha ganado el centro de los debates. La pregunta que circula hoy no es el qué hacer sino el cómo hacerlo, y esto tampoco es desconocido: se requiere un plebiscito con una simple pregunta “¿quiere usted una nueva constitución mediante una asamblea constituyente, sí o no?”.

Se sabe que hay dos vías para esto. Una está en manos del presidente Piñera. Hoy es el único directamente habilitado por la constitución para llamar a un plebiscito. Si lo hiciera, podría abrirse el mejor de sus escenarios: ver cómo la sociedad chilena decide su futuro sin él. Pero no se puede esperar mucho de un presidente que carece de principio de realidad, cuando celebra en un mensaje de Twitter la alegría de una marcha pacífica, sin entender que la movilización más grande de la historia de Chile ha sido contra él. Su falta de lectura política ha quedado hoy al descubierto con el cambio parcial de su gabinete ministerial, como si un cambio de personal (tecnócratas por políticos) tuviese algo que ver con los problemas de fondo que hemos visto.

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La otra vía está en manos del Parlamento. Haría falta una reforma constitucional que habilite al Congreso a hacer un llamado a plebiscito nacional. Esta vía, más lenta que la anterior, representa una chance (ciertamente inmerecida) para que la clase política demuestre con hechos concretos su compromiso con la voluntad general claramente expresada, y no con agendas de soluciones insultantes que no cambian en nada la estructura social y política al servicio de capitales privados.

Si ninguno de estos dos actores políticos (presidencia y congresistas) responden a la demanda de una nueva constitución con compromisos y acciones claras, deberán dar cuenta de su inoperancia política ante ciudadanos que ya no observan como meros espectadores sentados, pues tienen los pies puestos en el escenario nacional y los están mirando muy de cerca, con muchos ojos y muchos oídos.

De la sociedad chilena, que ha revivido el nombre del pueblo chileno con toda su fuerza, se espera que encuentre las vías de expresión de su potencia constituyente. Se ha comentado en muchos foros que la ausencia de líderes reviste el peligro de no poder encausar la fuerza social en formas políticas e institucionales. Me permito estar en desacuerdo con esta idea. El tiempo está abierto y un tiempo abierto no es puro presente, sino saltos a otros tiempos, a otras experiencias. Este proceso constituyente ya dio un gran paso el año 2017, en que se realizaron en diferentes puntos del país cabildos y asambleas de ciudadanos para debatir y conversar sobre la forma y los contenidos de la nueva constitución. Con la ansiedad de querer todo en la inmediatez, ese proceso fue considerado un fracaso, solo por no haber encontrado la vía regia de su concreción y ser aplacado por una coyuntura electoral que nunca la incluyó seriamente en su agenda (primarias entre los candidatos presidencias Alejandro Guillier y Carolina Goic). Hoy, ese fracaso renace con toda la fuerza del que inició un camino y lo dejó en suspenso. Y su experiencia tiene más sentido que nunca.

Por último, la urgencia que impele hoy, ya, a la sociedad chilena en su conjunto es la de comenzar a la brevedad las investigaciones y los juicios por los atentados y crímenes de lesa humanidad perpetrados por las fuerzas armadas y de orden en estos diez días de estado de excepción. Y en el transcurso de estos juicios, la clase política tiene las horas contadas para dar señales rápidas de avance real tanto en la acusación constitucional al Presidente de la República (por mucho que esta no prospere) como en el llamado a plebiscito para una nueva constitución por vía de una asamblea constituyente. El tiempo que esto dure será el tiempo de seguir observando de cerca cada detalle del proceso, de ir desarticulando los engranajes de esta sociedad desigual, uno por uno, y de ir pensando, desde todas las profesiones y oficios, la manera de participar democráticamente de el proceso constituyente de una carta fundamental que conjure las violencias vividas por todo el país en estos treinta años de la vida de muchos al servicio de pocos.

(*) Chileno, Doctor en Filosofía de la Universidad de París 8. Actualmente reside en Argentina, donde realiza un postdoctorado en el Instituto de Investigaciones Gino Germani, UBA.

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