Memorias de una tarde de calor y lluvia en Asunción. Y esa medalla de plata que todavía quema en el centro del alma.

Por Diego Spontón

El sueño de cristal se cae. Se hace trizas. Se parte, en más de 40 mil esquirlas. Demolición. Tal vez me salvé de milagro, me prendí fuego y me dormí con el cigarrillo prendido bien entrada la noche. Las flores de jacarandá todavía violetas y las de los lapachos extirpadas por el remolino, en el paseo de Las Tres Culturas, agonizan bajo el cordón. Un hilo de agua las arrastra por el desagüe, junto a colillas que volaron de un tincazo; y algunas se entregan al túnel tétrico de la boca de tormenta estropeando su poder cicatrizante. Retumba “Because” desde el convento. La luna azul revela las horas del reloj de sol. Silencio estático. La respiración silba. Acá, el aire se puede tocar. Se corta, se trocan las letras. Actor. Crota. Pesa y se desgarra. Y nadie en la vía. Todo escombro. Una gata peluda me camina por la rodilla. Desde el umbral de una farmacia de turno, veo la TV anunciar la faena como nadie: el llanto en desdicha y la bronca amateur en el vestuario. Enseguida, desenvaina los goles del final. Apiña retratos del lamento, de la pena en las tribunas y los presiona con una tachuela en la sien. La medalla de plata quema en el centro del alma llagada. Allá, hablan de todo lo que pasa en silencio. Les retiran la mano como si pudieran caminar solos y sin campera. Suena el blues de la notoriedad y, como salidos del cine negro, chivatos de saco y corbata les palmean la espalda.

Intentan empardar el dolor. Se doblan las rodillas que caen pesadas y se hunden en los aserrines de la cancha. Pitazo final. Las astillas del diluvio se clavan en las medias, en las zapatillas y en el pecho.

Tu hinchada que siempre da todo

La masa se refugia del turbión, una hora bajo el techado. Acá, el índice y el pulgar abollan la nariz del pucho y las colillas sepultan la chapita de porrón. Suspendido. Allá, se desmorona un cielo de cien años atrás. De ahora en más no habrá margen de error. Un racimo de sombras vacila en medio del tembladeral. El cuero sintético brilla pero no rueda en la laguna verde. VAR. Testazo de pique al charco. Hinchas se estimulan bajo la lluvia fría. Medianoche sublimada a las cinco de la tarde. Las gotas de lluvia suben y agujerean las nubes. Se desagotan las áreas. Un viento enérgico empuja nubes hacia el sur, secando las plateas. El tobillo del Pulga arde, sólo él lo sabe. Un rayo premonitorio parte el horizonte en dos. Un benteveo, con la amenaza siniestra habitual, chifla su conjetura. Jugadores aplauden a los cuatro puntos cardinales. Se santiguan. Se ríen. Se llevan en los oídos ese rugido para siempre. Alzan los brazos, se desenganchan y retroceden corriendo por el pasillo, que abre la boca y los traga. Globos rojos y negros caen del cielo. Los atrapan las manos de la multitud y se vacían en las bocas. El escenario de Asunción vibra. Fiesta y color se trenzan en la cumbia y las imágenes captan la excitación de sus augures. Acomodadores devuelven tickets a los invitados. Que sudorosos bajan reculando los escalones del estadio. Que suben a sus autos y a las combis de espaldas. Puntitos negros en fila india se alejan del estadio. Un drone los capta. La Olla despide su caldo de sujetos embanderados hasta la Nemesio Quiñonez. Calor pegajoso en Paraguay.

Acá, desde la pantalla gigante del Cementerio, jugadores retornan al hall del hotel. Los lapachos estallan en flor. Se viste de rosa también el Boulevard, como si estuviese en Yerba Buena. Los algodones al aire, insisten con la primavera por Avenida Freyre. Expectativa en la ciudad. Plegaria en los barrios rotos. Té de valeriana y hojitas secas de toronjil. Detona la primera bomba a las seis y veinticinco de la mañana. Las marcas rojas en las palmas, me acusan de dormir toda la noche con los puños cerrados. Dos pitadas con mucha sed. Los ojos viborean como buscando una ligera luz de realidad en la pieza. 9 de noviembre. Allá, los ómnibus cruzan la frontera a medianoche, invierten el recorrido del peregrinaje. Unos ingresan al país bordeando el Pilcomayo, que también altera su corriente. La caravana se incorpora a paso de hombre a la ruta 11. Acá, los abonados a La Tasca honran los tablones a la hora del vermú. Y niños en bicicleta agitan banderines en la puerta de la Iglesia. Temprano se siente el cuchicheo de las tacuaritas. Se pegan, una a una, las 40 mil partículas de cristal y el sueño se reconstruye íntegro.

Colón es grande por su pueblo

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