La Argentina atraviesa un nuevo proceso (y van) donde el aumento de los precios le gana por paliza a los salarios. El autor sostiene que un acuerdo sectorial, arbitrado por el Estado, puede ponerle fin a la espiral.

Por Lavih Abraham (*)

¿Qué nos pasa con la inflación? Estamos acostumbrados. Mal pero acostumbrados, en palabras de Inodoro Pereyra. La inflación convive con nosotros, está ahí y ya no sabemos cómo empezó ni cómo va a terminar. Pero, ¿esto puede dejar de ser así? Claramente.

Hay algunas cosas que no se discuten demasiado: la inflación tiene efectos que son negativos para la economía nacional. Aumenta la incertidumbre sobre el futuro y al no saber cuánto van a valer las cosas, disminuyen las inversiones productivas y la previsión de gastos y ahorros familiares, lo cual impacta en el crecimiento económico. Impacta en la distribución del ingreso, porque golpea de manera desigual a las personas que tienen ingresos fijos, trabajadoras en general pero también jubilados y personas perceptoras de asignaciones. También pasa que se prefiere una moneda extranjera para ahorrar y eso pega en las cuentas públicas, porque en vez de tener divisas circulando, necesarias para importar, quedan debajo de colchones.

Al mismo tiempo, y como para no echarle la culpa de todos los males, durante períodos de alta inflación existieron renegociaciones salariales al alza, se pudo sostener un crecimiento económico, el salario le ganó a la inflación y el mundo siguió girando. Durante el período 2006-2015 los sueldos crecieron un 36% en términos reales, un crecimiento enorme. Los salarios más bajos incluso crecieron más que los altos, propiciando una mejora en la distribución del ingreso. También en esos años se crearon millones de puestos de trabajo, aumentaron en términos reales las jubilaciones y bajó enormemente la pobreza. Siempre con inflación entre 15 y 30% anual.

Algunas definiciones

Empieza a haber inflación con un evento que altera fuertemente los precios de muchos productos o todos los precios. Por ejemplo, una devaluación, como la que al inicio del gobierno de Mauricio Macri llevó el valor del dólar oficial desde $9,70 hasta casi $15, un 50% de aumento en pocos días.  Eso encareció productos y componentes importados y desencadenó un aumento de la inflación: durante 2016 el aumento del índice de precios fue de 41%, contra 27% del año anterior. El aumento de las tarifas de servicios públicos, precio básico de cualquier economía, actúa en el mismo sentido, pegando en los costos de todos los sectores productivos. Luego siguen decisiones individuales sobre trasladar o no ese aumento de costos a los precios.

¿Cómo se supone que sigue la cosa luego de esa decisión? Una vez que se inició el proceso inflacionario, en el que los costos extraordinarios se han llevado a los precios, la inflación se propaga a todos los sectores de la economía. Y ahora entramos nosotros en la ecuación. Nuestros sueldos pierden poder adquisitivo y necesitamos que suban a la par de los aumentos anteriores de precios. No es responsabilidad de los trabajadores, entonces: todos queremos mantener la ganancia y el salario en el mismo poder adquisitivo.

Hay un tercer tipo de mecanismos inflacionarios y son los que perpetúan el aumento de los precios, los que mantienen en movimiento de inercia la rueda y nos hacen ver que es la inflación misma la que genera más inflación. Los contratos de alquiler están indexados: cambian el valor cada seis meses cuando lo lógico sería que se mantuvieran estables durante dos o tres años como en el resto del mundo. Las paritarias se abren dos veces por año y tienen cláusulas gatillo. Hay deudas con tasas de interés variables. Estas prácticas hacen que sea muy difícil de parar la rueda de la inflación, aunque ninguna está escrita en piedra y todas pueden repensarse.

Hasta acá algunos mecanismos que inician, propagan y perpetúan la inflación. Es importante tener en cuenta que no son lo mismo y que muchas veces aparecen mezclados en las explicaciones.

La puja distributiva

Cuando vemos estos procesos descriptos así, asépticamente, parecen decisiones individuales tomadas en una perfecta lógica capitalista: hay que sostener la ganancia, hay que sostener el salario y hay que sostener las rentas sin perder o, en todo caso, perdiendo el mínimo posible. Pero hasta acá hemos dejado de lado dos aspectos clave. En primer lugar, el rol del Estado y, en segundo lugar, aunque ligado al primero, la cuestión del poder. La llamada puja distributiva.

En las definiciones sobre el aumento de precios y de salarios, hay una disputa política que libran trabajadores y empresarios. El Estado tercia en la disputa y puede imponer condiciones como para equilibrar o desbalancear esta contienda: por ejemplo, durante la década menemista se borraron del mapa las negociaciones paritarias.

Las disputas distributivas no se terminan en la mesa de las paritarias: el control de precios en las góndolas, los precios de los bienes básicos (como las tarifas), el gasto público utilizado para mejorar las condiciones de vida y el acceso a los servicios de la población y el llamado salario indirecto, mediante subsidios, forman parte de esa puja. En cada una de estas definiciones hay un cambio de precios de algunas cosas. Que estos cambios de precios que afectan sus costos puedan ser, una vez más, trasladados por los empresarios a los precios finales, no es más que otra arista de la disputa de poder por la distribución del ingreso. Las decisiones, así, no son individuales: los empresarios definen los aumentos como clase social. Definen las inversiones futuras, los ahorros en dólares y la fuga de capitales y el traslado a precios a partir de intereses colectivos.

El rol del Estado en esa puja de poder aparece en múltiples lugares: a quién subsidia y cuánto, a quién le cobra o le saca impuestos, a quién le permite fugar divisas, cuál es el valor del salario mínimo, qué infraestructuras se priorizan... En esa discusión sobre la hegemonía política, los precios van y vienen. Aunque en general van y no vienen.

El Estado tiene la posibilidad, en este marco, de emitir y quitar dinero de circulación. En general, es una reacción: la emisión viene después de la inflación. En otras viene antes, pero no hay evidencias concluyentes respecto de si esa emisión generará inflación a posteriori, ni cuánta. En otras palabras, no está demostrado que la emisión monetaria sea la causa del inicio de una inflación o, con más precisión, qué porcentaje de aumento de emisión monetaria implicará qué porcentaje de aumento de precios. La relación puede no ser tan directa.

El Estado es fundamental

Argentina ha visto décadas de inflación, pero no parece tener algo que la haga diferente a otros países. Hay una continua búsqueda de recuperación de las tasas de ganancia y de los salarios y hay muchos mecanismos institucionales y contractuales que perpetúan la inflación, que podrían eliminarse como, de hecho, pasó durante la convertibilidad.

Es posible pensar en salidas consensuadas de la inflación y que no pasen por esquemas monetarios como el de la convertibilidad. Hay experiencias internacionales muy exitosas para pensar en acuerdos de precios y salarios a mediano plazo que, en todos los casos, deberán empezar por reconocer el poder adquisitivo perdido por los sectores trabajadores y continuar con un acuerdo de largo plazo para todos los trabajadores y no únicamente para algunas ramas de la economía.

Una de las condiciones excluyentes es la presencia de un Estado capaz de coordinar estas acciones. En todos los casos exitosos de baja de la inflación en el mundo, fue fundamental la presencia del Estado tratando de organizar la puja distributiva y estableciendo reglas y acuerdos nacionales, para definir un sendero de baja de la inflación en plazos razonables. El apoyo de los trabajadores y de las patronales, es decir, un acuerdo que salte grietas y antinomias empoderando al Estado como árbitro, es la condición necesaria para empezar a bajar la inflación. Una confianza en los demás actores políticos, dejando mezquindades de lado, también. Es difícil prever si esto es posible en un país donde existen ultra millonarios que judicializaron el pago de un aporte extraordinario en plena pandemia mientras más del 40% de la población es pobre.

Sobre la emisión monetaria y la inflación

Se suele argumentar que la emisión de dinero genera inflación. Aunque es un argumento que proviene del siglo XVIII, cuando no existía el dinero en la forma actual, ni había bancos centrales, la idea retomada en la década de 1960 por Milton Friedman sigue siendo usada en las chicanas televisivas. Esta idea supone que, si el Estado emite dinero, por alguna razón los precios de las cosas cambiarán porque ahora la gente tiene más plata en el bolsillo para comprar la misma cantidad de cosas. Pero lo que no tiene en cuenta es que no es la misma cantidad de cosas. En general, ante un aumento de la demanda, los productores producen más. Es decir, prefieren vender más, no aumentar los precios de las cosas infinitamente. En la teoría monetarista (que así se llama) se presupone un mundo en el que toda la economía se encuentra en pleno empleo, no hay espacio para producir de más, no hay personas desocupadas, etc. Algo completamente alejado de la realidad.

La teoría falla al no poder explicar la causalidad: por qué, habiendo más dinero en el bolsillo de la gente, los empresarios van a aumentar los precios en vez de producir más y vender más, agrandar sus fábricas, etc. Por algo todos los ejemplos que usan siempre parten de tener cantidades fijas de cosas diciendo cosas como “hay tres bananas, supongamos que hay más plata”, etc. Pero en la realidad, la producción aumenta ante un aumento de la demanda.

Esta teoría también falla en la verificación histórica: en los últimos años, prácticamente nunca coincidieron períodos de aumento de dinero con alta inflación ni tampoco períodos en donde se quitó dinero de circulación con una baja de la inflación. Un devoto de esta teoría, Federico Sturzenegger, intentó vanamente achicar la cantidad de dinero en la economía durante su gestión como presidente del Banco Central y terminó con la mayor inflación en tres décadas.

(*) Economista. Integrante del Mirador de la Actualidad del Trabajo y la Economía (MATE).

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