Mario Páez y Juana Medina, víctimas y denunciantes de la Causa Laguna Paiva en la que fueron condenados seis ex policías por delitos de lesa humanidad. Foto Gabriela Carvalho

Mario Páez y Juana Medina, sobrevivientes de la dictadura y denunciantes de la Causa Laguna Paiva, evocan los años de cautiverio y su lucha por memoria, verdad y justicia.

Mario Páez tenía 10 años cuando tuvo que abandonar su casa y 14 cuando la patota del Departamento de Informaciones D2 de la Policía de Santa Fe lo secuestró junto a su madre, su padre y su tío. Fue el 15 de febrero de 1980. Mario cuenta que, en ese momento, para inmovilizarlo, le pusieron una cadena que ataba su mano derecha a su pie izquierdo. Dice que tuvo puesta esa cadena durante 41 años.

El pasado 7 de julio, seis ex policías fueron condenados por esos hechos en el juicio de lesa humanidad conocido como causa Chartier o Laguna Paiva.

Mario es el hijo mayor de Arnaldo Catalino Páez, que en los 70 era referente regional del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), trabajador del frigorífico Nelson y fundador de la organización sindical La Lucha. “Fue mi padre, pero también fue un compañero”, dice.

La causa Laguna Paiva evidencia –otra vez– que la brutalidad de la dictadura no tuvo miramientos con niñas, niños y adolescentes. Floreal Avellaneda, la Noche de los Lápices, los nacimientos en cautiverio, la apropiación de hijas e hijos son algunos de los signos de esa forma sistemática de disciplinamiento usado por los mandos en el poder. La serie de secuestros de familias enteras, en este caso, se explica por la persecución a los trabajadores del frigorífico Nelson de Laguna Paiva que se habían organizado –hacia mediados de la década del 70– contra la explotación patronal.

Catalino entró a trabajar en esa fábrica en 1973. La última dictadura comenzó en la madrugada del 24 de marzo de 1976, pero el derramamiento de sangre antecede a esa fecha inaugural. Tiempo antes, la Alianza Anticomunista Argentina ya reptaba desapareciendo y matando a militantes políticos y sociales. En ese contexto temporal Catalino conforma, junto a sus compañeros, la agrupación sindical La Lucha, ligada al PRT.

Foto: Gabriela Carvalho.

Los Páez-Medina

Tres hermanos Medina se casaron con tres hermanos Páez. Las dos familias, trabajadoras rurales, eran oriundas del norte santafesino. Para secuestrar a Catalino Páez, el entramado policial, militar y judicial tendió una red sobre todos ellos.

En las primeras semanas de febrero de 1980 secuestraron a los hermanos de Catalino: María Ceferina “La Negra”, Miguel, Ramona y Marciana Páez y a sus cuñados, Luis y Elba Medina. María Ceferina Páez y Luis Medina eran pareja. Cuando fueron secuestrados, en Esperanza, tenían cuatro hijos -de entre 14 y seis años- que quedaron abandonados. Una de las hijas, que entonces tenía 13 años, fue abusada por los represores. Miguel Páez y Elba Medina eran otro matrimonio, con cuatro hijos de entre 15 y tres años. Todos ellos, incluidos los niños, permanecieron secuestrados cerca de dos meses. La hija mayor de Miguel y Elba, de 15 años, fue torturada al momento del secuestro de sus padres, en un campo del norte provincial. Elba fue vista junto a sus cuatro hijos en la Guardia de Infantería Reforzada de Santa Fe.

Catalino se había casado con Juana (hermana de Elba y Luis) y habían tenido, al momento del secuestro, ocho hijos: Mario, de 14, Mónica, de 12, Ramón, de 10, Carlos, de 9, Jesús, de 6, César, de 5 y Ceferino, de 18 meses. En ese tiempo Juana estaba embarazada de María Páez, la última hija.

La voz de la bailanta

¿Cómo relatar la crueldad desde los subsuelos del tiempo? ¿Cómo contarles a las generaciones nacidas en democracia el sufrimiento acumulado por décadas en las entrañas?

La casa de Catalino Páez quedó abierta y destruida por varios años, hasta que la familia pudo volver a Paiva. Foto: Gabriela Carvalho.

La historia de Mario empieza cuando tuvo que abandonar su casa de improviso, en marzo de 1976, pocos días después del golpe: “Mi padre ve que la cosa se pone cada vez más difícil y se da cuenta de que hay gente en Laguna Paiva que se dedica a perseguir, se da cuenta de que hay compañeros que están desapareciendo”. Al enterarse del asesinato de un compañero suyo en Santa Fe, Catalino deja Laguna Paiva junto a su familia.

A las pocas horas el Ejército copa la vivienda, con la complicidad de policías de la provincia que revistaban en Paiva. “No dejaron ni un tenedor”, dice Mario. Aquella tromba arrasadora de odio no solo se llevó todo lo que hay en cualquier casa: platos, frazadas, puertas, ventanas. También despojaron a la familia de su pasado: ni las fotos familiares ni los libros de Catalino aguantaron la rapiña. La casa de Ingeniero Boassi 2040 en Laguna Paiva, la casa de Catalino Páez y su familia, quedó abierta y abandonada por años. “Así estuvo hasta que volvimos con mi madre”, dice Mario.

Perseguido, Catalino comenzó un recorrido por diferentes provincias: Buenos Aires, Entre Ríos, Corrientes, Santa Fe. Siempre con su familia, siempre trabajando en actividades rurales.

“Pasamos cosas terribles, vivimos en condiciones inhumanas, con miseria, con necesidades. Pero estuvimos siempre juntos”, resalta Mario. Agrega que no pudo estudiar y una larga lista de tareas rurales que ofició entre sus 10 y sus 14 años: alambrador, menchú, tractorista, criador de cerdos, cuidador de cultivos de arroz. “Habitamos muchos lugares y sabíamos que de un día para el otro él decía ‘nos vamos’ y quedaba esa casa con todas las cosas que teníamos hasta ese momento. Nos íbamos con lo puesto. Así vivimos durante cuatro largos años”, relata; acentúa la palabra ‘largos’. Después agrega que ya perdió la cuenta del itinerario de ese exilio interno.

En 1980 Catalino, Juana y sus hijos trabajaban en un horno de ladrillos en Lima, Buenos Aires. En esa época el militante del PRT se pone en contacto con su hermano Miguel. “Hacía unos años que no tenían contacto y le escribe una carta, diciéndole dónde estaba, que estaba con la familia. Siguen en contacto a través de las cartas y un día Miguel nos va a visitar”, dice Mario. Y continúa: “Después viene todo lo que pasó”.

“Todo lo que pasó” empezó con el secuestro de María Ceferina, el 8 de febrero de 1980, en Esperanza. A las horas se llevan a Luis, su esposo, que trabajaba en una estancia cercana. A Miguel, el de las cartas, lo secuestran el 12 de ese mes, en un campo de Esteban Rams, en el departamento 9 de Julio.

El 15 de febrero Catalino Páez amaneció enfermo. A media mañana fue a ver a un médico en Lima. Esa tarde tomaron el horno por asalto entre 20 y 30 hombres armados.

En ese momento Mario Páez, junto a otros pibes de su edad, estaba desconectando la bomba que abastecía de agua a todo el horno, porque se había quemado y había que repararla. “Cuando estábamos en el pozo donde estaba la bomba escuchamos el griterío: algo pasaba arriba. En un momento alguien nos grita que subamos. Subo y veo a un flaco alto que me saca de los pelos”.

“Nos hacen formar una fila y nos preguntan los nombres. Cuando me preguntan el mío, esta persona delgada, de facciones blancas y con un gorrito de Colón en la cabeza me agarra de los pelos y me tira contra el suelo. Al lado de él había una persona de estatura baja con un gorrito de trapo color crema. Era el que le daba órdenes”, recuerda. Con la mano huesuda, el flaco alto agarró la nuca de Mario y lo usó como escudo humano. “Tenía un arma larga. Me preguntaba por mi padre y me decía que no lo mire. Yo le decía que estaba en el médico, en Lima. Y otra vez: ‘dónde está tu padre’. Me decía ‘no me mientas’.”

Mario prosigue el relato minucioso de los hechos, como una foto nítida que subsiste el paso de los años. “Me llevan a la casa, donde otro grupo de gente tenía a mi madre. Le preguntaban por mi padre y le pegaban. Cuando llegamos ahí esta persona que me llevaba del cuello me tira al piso, me pisa la cabeza y me pone el fierro en la nuca. Y le dice a mi mamá: ‘decime dónde está tu marido o te lo hago mierda acá nomás a este’. El otro que venía con él, el del gorro color crema, le decía algo cerca del oído. Después me contó mi madre que con sorna le decía ‘mirá gorda, deciles, no te hagás pegar al cuete’. Ese era Víctor Brusa. Y quien me traía como escudo, quien me había sacado de los pelos, quien me pisaba la cabeza y me apuntó con un arma en el cuello era Riuli: Eduardo Riuli”.

Eduardo Riuli era sumariante de la Policía de Santa Fe y además se dedicaba a la conducción de fiestas en Laguna Paiva, que entonces contaba con unos 11 mil habitantes. Riuli tenía una emisora radial que se llamaba Órbita Publicidad. Todos en el pueblo lo conocían. Por su voz, Mario pudo darse cuenta, en medio de las armas y los empujones, que era su propio vecino el que le estaba poniendo un fierro en la nuca.

“Lo reconocí cuando empezó a hablar. Riuli tiene una voz que no tiene cualquiera. Es una voz potente, trabajada, grave. Tiene esa particularidad: es imposible no reconocerlo. Uno puede no verlo, pero lo escucha hablar y sabe que es Riuli. Después lo reconocí por su estatura, es un hombre flaco, medio encorvado, alto. Es imposible no reconocerlo si ya lo viste antes”, explica.

El sol del 15 de febrero comenzaba a bajar, pero el operativo continuaba en el horno de ladrillos. “Nos tenían de rodillas; a mi madre la tiraron al barro, le preguntaban por el marido”. En medio de ese panorama, se acerca al campo un colectivo. Arriba viene Catalino, que llega a ver la situación por la ventana. “Él sabía que era un perseguido político y lo que le iba a suceder. Y se baja del colectivo: se baja igual. Y ahí le llegan todos y se le tiran encima, lo golpean, lo patean, le pegan culatazos y le ponen una bolsa en la cabeza. Por eso mi padre en ese momento no pudo ver quiénes fueron sus secuestradores”, dice Mario.

Cumplir 15 en un calabozo

A Catalino, Juana y Mario los suben a un camión. Adentro se encuentran a Miguel. “Ahí nos encapuchan, a mi padre le ponen unas esposas y a mi madre una venda. A mí me ponen una cadena entre mi mano derecha y mi pie izquierdo. Alguien iba adentro del camión ‘cuidándonos’ y cantando una canción militar”, recuerda Mario. Dos veces desmayaron al adolescente a los golpes, antes de tirarlo por la puerta de atrás y de subirlo en el piso de la parte trasera de un Falcon junto a su tío.

“En el auto habremos estado unos 15 minutos o más. Hasta que para, toca bocina y alguien dice ‘traemos paquetes’. Y se escucha que abren un portón de chapa. Me bajan, lo bajan a Miguel y lo llevan primero. A mi me hacen dar unas vueltas encapuchado. Me sacan la capucha y la cadena y me llevan a una habitación”. La habitación era un calabozo del D2, ubicado en la esquina de San Martín y Obispo Gelabert. “Ahí me tienen varios días donde no me llevan al baño, no me dan agua. Tuve que hacer mis necesidades ahí adentro; dormía sentado, había una mosquitada tremenda. A los días me sacaron y me lavé con la ropa puesta”, cuenta Mario. “Una vez que me bañan sigo encerrado y empiezan a llegar compañeros. A algunos llegué a verlos”. Uno de los que vio en el D2 es Hugo Silva, quien también había trabajado en el frigorífico. “Lo traen, lo empiezan a torturar y a la noche lo tienen colgado y le empiezan a tirar agua fría. Yo escuchaba los gritos, de él y de otros más”. Mario también vio a Juan Miranda, otro sobreviviente.

“Un día viene Riuli y me dice ‘te voy a tapar eso que tenés en la puerta, no quiero que hables, que grites, que escuches, nada. Porque si no la vas a pasar mal’”. El sumariante puso un cartón en la mirilla por donde a Mario le pasaban la comida. Pero, mal puesto, quedó una pequeña hendija por donde el joven pudo ver. Y vio: “Mi madre estaba sentada en un rincón del lugar donde ellos comían. Estaba con los ojos vendados. Al rato viene Riuli y trae una mesita, una máquina de escribir y una silla. Le dice ‘bueno gorda, decime lo que sabés de tu marido’. ‘No sé nada de mi marido’, ‘cómo no vas a saber, sos la mujer’, ‘no, no sé nada’. Entonces le empieza a pegar patadas en la panza”. Juana estaba embarazada. “Después escribió algo en la máquina y mi madre firmó, pero nunca supo qué decía. Yo me tuve que tragar la bronca y el dolor ahí adentro”, rememora.

Otra vez, Riuli le dijo a Mario: “Vas a tener una sorpresa”. Lo sentó en una habitación y dejó una silla vacía frente a él. “Al rato trajeron a alguien encapuchado que no reconocí. Estaba vendado, flaco, lleno de moretones. Lo trae, lo sienta y me dice ‘ahora vas a ver la sorpresa que te vas a llevar’. Y le sacan la capucha y la venda. Riuli me dice ‘lo conocés’. Sí, le digo, es mi viejo. ‘Bueno, si vos no decís lo que tenés que decirnos, vas a quedar igual que él’.” Mario dice que su padre tenía un físico bien formado, que se asustó cuando lo vio porque estaba piel y hueso, rapado. Los ojos no se le veían porque tenía la cabeza deformada por los golpes. “Riuli me dice ‘¿así que es tu viejo este?’ Sí, le digo, es mi padre. ‘Si vos no me decís lo que sabés te va a pasar lo mismo que a él’. Entonces le dije ‘yo no sé nada, no sé qué quiere saber de mi padre, yo sé que es mi padre y nunca lo vi hacer nada’. Así que lo volvieron a vendar, a encapuchar y se lo llevaron. A mí me devolvieron a la celda donde yo estaba”. Secuestrado, el 27 de febrero Mario cumplió 15 años.

En Lima habían quedado sus hermanitos al cuidado de Mónica, de 12 años. Ella y Ramón, de 10, siguieron trabajando un tiempo en el horno, para poder comer. Unos días después, se los llevó una familia que al tiempo ya no tenía plata para cuidarlos. Terminaron en los servicios sociales y Mónica en una institución de monjas. Allí permanecieron hasta que su madre fue liberada.

Salir del horror

Juana Medina estuvo más de un mes detenida en la Guardia de Infantería Reforzada. Allí vio a su marido, a Elba Medina, a María, Marciana y a Ramona Páez. Elba estaba con sus cuatro hijos. “Cuando venía alguna inspección nos hacían esconder bajo una escalera. Teníamos que hacer silencio, pero andá a hacer callar a un nene de tres años”.

La mujer cuenta que fue Víctor Brusa quien le dijo “andá a buscar tus hijos y después te vas al norte, a Esteban Rams”. También relata que fue Juan Calixto Perizzotti, el represor muerto en 2019, quien la llevó a Lima a buscar a sus hijos. Hasta ese momento, le habían dicho que los chicos estaban bien. Pero en el camino, el genocida le confesó: “te mentí para que te quedes tranquila”. Cuando llegó al horno sus hijos no estaban. Finalmente, por comentarios de la gente, pudo saber qué había sido de ellos y encontrarlos.  “Perizzotti me llevó de vuelta al horno y ahí me dejó con los chicos”, recuerda Juana.

Juana Medina fue secuestrada junto a su hijo Mario y su esposo Catalino Páez en 1980. Foto: Gabriela Carvalho.

Perizzotti murió sin ser juzgado por su rol en estos hechos. Pese al reclamo de la familia y de la querella, tampoco Brusa fue sentado en el banquillo en esta causa.

A Mario lo liberaron a mediados de abril de 1980. “Ahí me sentó Perizzotti y le dijo a mi madre: ‘Fijate lo que vas a hacer con este, porque no va a correr la misma suerte que tu marido. A este te lo hago mierda en cualquier esquina’.” Juana dice que muchas veces se encontró en las calles a Eduardo Riuli, el represor y animador paivense, hoy condenado por delitos de lesa humanidad. “Pero nunca le dije nada. Estaba amenazada, tenía miedo por los chicos”, explica.

Después de estar secuestrado, Catalino Páez fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y recuperó su libertad en agosto de 1984. En esos cuatro años, Juana y sus hijos reorganizaron una casa destruida y salieron adelante. Pero los años volvían el recuerdo cada vez más pesado: sin justicia, las heridas siguen sangrando. Por eso presentaron una denuncia en la Secretaría de Derechos Humanos de la provincia, en 2014. Cata, como le dice Juana, no llegó con vida al juicio. Falleció en 2016.

“La gente me dice que lo hago por rencor, por revanchismo”, cuenta Mario. Y no: dice que lo hace por algo tan simple y tan difícil de conseguir como justicia. Y también porque quiere limpiar el nombre de su padre, a quien recuerda como “un apasionado por la política, un hombre simple, una gran persona”.

Mientras se preparan para el segundo juicio de la causa Laguna Paiva, Mario agradece a los organismos de derechos humanos y a sus abogados Federico Pagliero y Anabel Marconi de la APDH Rosario. “Nosotros la podemos contar, hay compañeros que no tuvieron esa posibilidad. Hay compañeros en el Campo San Pedro que todavía los están buscando. No queremos que esto se repita. La impunidad se tiene que terminar en este país”, dice Mario.

Más de cuarenta años después, aquel pibe de 14 años habla a través de un hombre que ya es padre: “Nosotros no nos merecemos el olvido”.

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