Foto: Oscar Pecorari

Estoy en el techo o terraza de la casa de un amigo, tenemos unos diez años. Va a mostrarme algo, tiene una bombita, no muy llena. Esperamos. Se escucha a lo lejos un ruido inconfundible, el 9 avanza por Vélez Sarsfield, todavía no podemos verlo. Estamos a mitad de manzana, vive en una cortada. Vemos la esquina de Centeno. Mi amigo ya revolea, lento, la tela donde puso la bombita. Lo vemos pasar raudo por la esquina y volver a esconderse detrás de las casas, entonces acelera el movimiento y suelta una tira de la tela antes de que asome su trompa azul frente al baldío, la bombita viaja unos 50 metros como sabiendo que va a llegar a tiempo para estrellarse en la ventana cerrada con ruido seco. Aunque a esa edad ya participé de más de un ataque con bombitas a colectivos, me cuesta creer lo que acabo de ver.

En algún momento se pone de moda viajar colgado atrás. Casi todos los coches tienen dos manijas que parecen haberse hecho para eso. Los pies en el guardabarros, estirando los brazos, se siente como un windsurf urbano al alcance de cualquiera. Eso dura solo un tiempo, después es más raro de ver, quizás sacan las manijas o se pierde el entusiasmo. La conciencia no reina, tampoco hay tantos juicios. Viajar colgado de la puerta en horario pico no es gracia ni esnobismo sino necesidad, las caídas no son excepcionales. Si el accidente no es grave y sucede con carpeta grande de dibujos que vuelan en el aire, es algo muy hermoso de ver. La infortunada persona debe decidir en pocos segundos si junta los dibujos dispersos y mugrientos y llega tarde a la escuela o vuelve corriendo a colgarse, en el tiempo que el colectivero paró para ver si seguía con vida. Si el colectivero es bueno (o muy, muy malo) va a esperar que junte los dibujos uno por uno, especialmente si hay viento.

No es frecuente, la fortuna parece cambiar radicalmente y una sensación de libertad y plenitud me recorre el cuerpo cada vez que subo a un colectivo vacío. Me gusta prestar atención al asiento que la gente elige cuando puede hacerlo. Pienso que la mayoría tiene la elección hecha de ante mano, yo me siento atrás, en la ventanilla del lado de la puerta. A veces hay asientos vacíos y gente parada. En ese caso solo resta esperar la distracción o el excesivo optimismo de quien inevitablemente va a sentarse y parase de un golpe, tratando de limpiarse disimuladamente.

Lo primero que empiezo a leer por iniciativa propia son las noticias de fútbol y las policiales.  Leo una que cuenta que un chofer del 9 llevaba a una mujer vestida de blanco sentada en el medio de los asientos de atrás, que le llamaba la atención y no dejaba de mirarla, hasta que ella se bajó en el cementerio y el hombre espantado vio cómo la pálida joven atravesaba las rejas de la entrada. Al pobre colectivero lo habían internado, después algunos de sus compañeros salieron en su defensa, contando que les había pasado lo mismo.

Poca gente recuerda esta historia y en esos recuerdos, la línea no es la 9 sino la L u otras. Se sabe que a la dama de blanco le gusta repetirse.

Guía inútil de colectivos viejos

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