La cálida ruta

Por Mariano Quirós

No hace falta un frío polar, con un mero fresquete alcanza. Hay que estarse prevenido. Si es posible, llevar un par de guantes, un gorrito de lana, quizás una bufanda. El fenómeno de Raynoud es traicionero, de pronto los dedos, de por sí fríos, se entumecen, el tacto se revela, las yemas adquieren una tonalidad mórbida y, si acaso pretendemos manipular una birome, el cepillo de dientes o un encendedor, habrá que hacerlo desde la memoria del cuerpo y no ya desde la acción concreta. Como quien camina a ojos cerrados, al tanteo.

El reumatólogo que me diagnosticó expuso su ignorancia con un argumento geográfico y climatológico: que era natural que el Raynoud se manifestara ahora que vivo en Buenos Aires y no antes, en Resistencia, donde hace calor todo el año. También me recetó una pastilla que, según sus indicaciones, debería tomar desde ese momento y hasta el día de mi muerte, en tanto y en cuanto los avances médicos no impusieran otra cosa.

La consulta duró siete minutos, quizá un poco menos, y no fue tanto eso como el gesto de suficiencia de este buen hombre, muy dado de sí, lo que me empujó a no hacer caso. El homeópata que vi después opinó que hice bien, que la pastilla en cuestión no haría más que empujarme hacia una dependencia innecesaria y a un cúmulo de efectos colaterales de los que me enteraría en cosa de unos años y que supondrían, a su vez, nuevas fórmulas de laboratorio. También me sometió a un cuestionario que, como buen prejuicioso, adjudiqué a los principios de su orientación curativa. Las preguntas giraban alrededor de los miedos, los míos.

Yo tenía que contestar, como en un pingpong, sí, no, o más o menos. Hasta ese momento yo decía a voz en cuello y a quien quisiera oírlo que sólo le temía a la electricidad y al tránsito caótico de Resistencia, pero en esa sesión homeopática descubrí que le tengo miedo a todo: a la soledad, a la compañía, a los extraños, a los parientes, a los hijos, a no tener hijos, al dolor, al dolor de los demás, a la vejez, a la inmadurez, a mis antiguos compañeros de colegio, al neoliberalismo, a las vacunas y a los anti-vacunas… intuyo que el cuestionario aquel apunta más a impresionar a quien está siendo cuestionado que a informar al cuestionador.

El asunto se reduce a un elemental miedo a la muerte (la última pregunta del cuestionario). Quien más quien menos, expone ese miedo a veces más y a veces menos abiertamente. Al homeópata, lo mío le habrá sonado grosero.

De todos modos, lo que más me molesta es no sentir las yemas de los dedos cuando tecleo. Siento que escribe otro y, para colmo, otro que escribe mal, peor de lo que yo puedo hacerlo habitualmente. Las letras, las palabras emergen sobre el monitor como un brote fantasmal y yo recibo con pena la elocuencia de mi escasa estatura. El fenómeno de Raynoud también funciona como un golpe a la vanidad. 

Sin ánimo de comparar, ni al escriba ni a la enfermedad, en su última época, cuando ya no podía mover el cuerpo pero mantenía la lucidez a pleno, Ricardo Piglia escribía a través de un dispositivo que manejaba con los ojos. Decía, como siempre, algo lindo y ocurrente sobre el tema: que habría que seguir la evolución o involución de la literatura a través del desarrollo de los dispositivos de escritura a lo largo de la historia: del martillazo brutal a la pluma fuente, de la ruda Olivetti a la levedad de una Mac. 

Yo era mucho mejor cuando mis dedos eran parte del fluir de la conciencia, una conciencia que nunca fluyó del todo, pero que mis dedos anular, índice y mayor sabían recibir. A veces intento ser optimista y me vuelco a ideas como aquella de Fabián Casas y su voz extraña: no hay que buscar la voz propia —dice Casas— porque eso es algo que tenemos de sobra, es apenas la voz del punto de partida, la voz original, la voz que nos acompaña desde el principio de los tiempos, la voz que nos dice lo que queremos escuchar y, mucho peor, lo que los otros quieren escuchar de nosotros. La voz extraña, en cambio, es la que habla en contra, es el aullido, es la poesía que se libera de nuestras pretensiones. Ojalá mis dedos, que ya no son míos, tomaran ese camino. 

Dicen que la enfermedad está en uno desde siempre y que uno, llegado el momento, simplemente la convoca. El argumento tiene su lógica pero también tiene su magia, un componente de misticismo contra el que cuesta no revelarse. De la misma manera y con el mismo énfasis con que me revelé contra el reumatólogo.

De momento puedo lidiar con el bajón en mi eficacia narrativa, pero el Raynoud también me obliga a equilibrar mis accesos de frío —menos de veinte grados ya me condicionan— con el deseo y comodidad de quienes viven junto a mí. La intensidad de la estufa, la cantidad de capas de mantas y frazadas, las puertas y ventanas, si abiertas o cerradas, y la nariz roja de un borracho.

Veo películas, leo cuentos y novelas que suceden en la nieve y se me estremece el pellejo. ¿Podré apreciar alguna vez una aurora boreal? Supongo que no, y elijo pensar que mucho más por cuestiones de dinero que por cuestiones físicas. Me queda la esperanza de mis dedos, independientes, libres, escribiendo horrible hacia la cálida ruta del infierno.

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