Pelucas, transformismo, almohadones, un ciervo, sombrillas chinas y un pequeño diván. Terror y gozo y un grito de libertad en "Vestido de furia", una puesta en escena en Estudio Barnó.

“Todas mis furias se unen para torturarme, buscan su salvación dentro de mí. Todas sus puertas son pedazos de mi cuerpo. Me abren, me azotan, me espían por la mirilla. Me dejan encerrado…” sostienen los hacedores de “Vestido de furia” en el detallado programa de mano. Estos buceadores de lo insólito colocan lo ridículo en el absurdo –que es una categoría superior– para llevarlo al más vistoso logro del arte de representación y del lenguaje paródico. Hay chicas y muchachos travestidos con tal precisión en el maquillaje que, promediando el espectáculo, ya no se sabe de qué sexo es quien… y ya no importa.

Josefina Bértoli y Pablo Tibalt proponen un delirio visual e interpretativo que reconoce sus vertientes en aquellos primeros espectáculos que conocieron la luz en los años ’80. “Vestido de furia”, que acaba de estrenarse en Estudio Barnó (Marcial Candioti 3910), es el título de una obra en la cual el transformismo, tan antiguo como el teatro, es uno de sus elementos fundamentales, aunque no excluyente. Ambos construyen, con este trabajo, la más afinada e inteligente de sus contribuciones a un género tan difícil y para nada convencional.

El Estudio Barnó tiene la magia necesaria para conquistar al espectador. No vamos a contar cómo, pero la transformación que sucede ante nuestra mirada tiene la magia suficiente como para embriagarnos con facilidad. Hay un aspecto que se reitera mientras se suceden  las escenas, una ambigüedad manifiesta en clima y gestos sumada a cierto sentido perverso –que puede ser al mismo tiempo de arrolladora ternura– que obtiene los mejores resultados. El patetismo de una reconocida Bernarda Alba, sus hijas y el emblemático vestido verde (aquí con flores de un rojo furioso) convoca a situaciones reconocibles que no necesitan de fechas ni épocas.

Después de transitar la sátira sin olvidar lo alucinante, todo se transforma para dar lugar a la complicidad de almohadones, un ciervo, sombrillas chinas y un pequeño diván. A lo largo de este hecho escénico se produce la reiteración de un universo de guiños cómplices, de susurros, de cosas secretamente compartidas. El aluvión de imágenes no es gratuito, tiene que ver con cierta paráfrasis de la vida, un espejo proyectado mágicamente en mil facetas diferentes.

Una irrupción impensada de Mariano Franco provoca la admiración de los espectadores, casi hasta dejarlos mudos. La obra suscita en quien la observa (y gusta de ella) una mezcla de terror y de gozo. Porque ése es el plano en el que se mueven los autores y porque la inteligencia de la idea supera a la realización en sí. El todo es la atracción máxima. En el elenco están Sebastián Boscarol, el mismo Franco, Cristofer Gambini, Mariana Mosset y Pablo Tibalt, con máscaras y posibilidades expresivas que reinan a través de la duración del montaje, que ganaría si se le quitasen partes obviables. 

El diseño de vestuario es de Osvaldo Pettinari, una ensoñadora lujosa llena de alusiones pérfidas, y la  lujosa escenografía también lleva su firma, junto a Mariano Franco y Pablo Tibalt. El acondicionamiento de pelucas es de Ignacio Estigarribia; el diseño y realización de maquillajes, perfectos, es de Mariano Franco, la edición de sonido es de Rubén Carughi, el diseño de iluminación es de Tibalt, la operación de luces de Juan Pagano y la fotografía y filmación son de Leonardo Gregoret.

La dirección de “Vestido de furia” (hay en el bar un trago que merece tomarse) es de Claudia Correa y Osvaldo Pettinari, que ofrecen un espectáculo que, más allá de los deslumbramientos, siempre pasajeros, permite el vivificante grito de libertad.

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