Una reflexión sobre la violencia en un clásico del teatro argentino. Sobre la puesta de Exequiel Maya de “La malasangre”, de Griselda Gambaro, en LOA (25 de mayo 1867).

Fue en 1989 cuando se publicó la primera crítica que escribía para un diario. “La malasangre” la había dirigido la recordada Elsa Ghío y Marcela Cataldo fue su protagonista. Era excelente y vaya entonces el justo homenaje para ese momento histórico para el teatro santafesino y para quien esto escribe. Había colocado como título “Los sonidos del silencio” y cabe entonces la cita. La propuesta estrenada ahora en LOA, dirigida por Exequiel Maya, conserva toda la inteligencia de Griselda Gambaro y demuestra porqué es un clásico del teatro no sólo en la Argentina, sino en todo el mundo. El director capta la esencia de la autora y la respeta cabalmente con su puesta en escena.

Los duros años vividos por nuestro país alimentaron, y lo seguirán haciendo, pautas esenciales del teatro argentino. No podía ser de otra manera puesto que se trata de objetivos fundamentales del hecho escénico. La Gambaro es una referencia indiscutida del alto nivel de la dramaturgia autóctona por el alto nivel de creación dramática alcanzado. “La malasangre” es una pieza incuestionable, totalmente brillante en su estructura y en su lenguaje. En su totalidad los ganadores, perdedores y violadores son tres categorías argentinas muy definidas.

Dolores es la protagonista de una historia que también intenta reivindicar a quienes supieron decir que no en las oprobiosas circunstancias de determinado proceso histórico –el rosismo– pero, de un modo sustancial, es asimismo una profunda reflexión sobre la violencia, que nace desde el seno de una sociedad integrada precisamente por seres violentos. Dolores y Rafael también son quienes transgreden códigos y formas de vida  humillantes y estériles.

Se establecen claramente en la versión de Maya dos lecturas. La primera apela a los sentimientos de los seres humanos y la segunda convoca a la realidad. En ambos casos se muestra a una mujer –y a todo un entorno que la marca y condiciona– que no quiere ser dominada por las circunstancias sociales, por las convenciones. Su postura obcecada es su marca. Lo suyo es un desafío que por momentos se aproxima al acto gratuito pero que va, obviamente, mucho más allá de la violencia heredada. La misma y aparente insensatez de la conducta de ella de algún modo la purifica. Lo que al comienzo no es más que una suerte de encogimiento de hombros –mientras pasan los carros llenos de cadáveres– llega a ser una clamorosa afirmación de libertad.

En “La malasangre” la realidad, los deseos sin olvidar las imágenes donde también caben los sueños, forman parte de una totalidad difícil de explicar. Tampoco hay porqué hacerlo. Lo cierto es que la construcción de esta obra elabora muchas paradojas y llega al espectador con un sentido claro, terriblemente preciso. Porque Dolores se convierte en símbolo, en portavoz de una esperanza,

La dirección de Exequiel Maya explora las intenciones de Gambaro, a través de un trabajo minucioso en el que además de la autenticidad de sus criaturas que habitan ese universo enrarecido surge con claridad el amor por la obra. Hay momentos de lograda intensidad que rescatan la esencia de la propuesta. El director consigue introducir al público en la historia, sacudirlo y emocionarlo. Se destacan en el elenco Claudio Paz y Adriana Rodríguez, dando brillantez a sus roles. Están muy bien acompañados por Ana Paula Borré,  Exequiel Maya y Luciana Lescano y es buena la interpretación de Alexis Lasso. Es bueno el planteo escenográfico del mismo Maya; es bueno el diseño lumínico y de sonido de Maximiliano Mazzei, Alejandro Maidana y Jaqulina Abrigo y el diseño y realización de vestuario de Mery Abrigo. La asistencia de producción es de Jaquelina Abrigo. Todos reunidos para traer a nuestros días un texto ya clásico en la historia del teatro. Bienvenido sea, teniendo en cuenta que su mérito mayor radica en los climas preñados de peligrosidad latente, una cuerda que la autora maneja como pocos.

 

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