El plano de la ciudad cuenta con siete calles de este a oeste y unas quince de sur a norte. Pasados los calores infernales Lina, la exploradora, y alguien a quien solo menciona como “mi acompañante” salen a caballo a recorrer las playas del Salado con el plan de costear las orillas del río que por entonces también se conoce con el nombre de Juramento.
Flamencos, patos, cisnes, cristales de sal que brillan como nieve, llanura inmensa, ombúes gigantes y arbustos cargados de flores son recortados por su mirada para después pintar un paisaje con palabras. Hay cactus de troncos anudados que le recuerdan algunos árboles de Europa y una especie de fresnos que no conoce cuya forma y fragancia la impresionan, no los conoce porque seguramente no son fresnos sino paraísos o, acaso, jacarandás.
La atmósfera bucólica en la que serenamente empezamos a acomodarnos explota con un tiro de carabina. De la cima de uno de los ombúes gigantes cae herido una especie de buitre de grito salvaje y tosco. Lo vemos caer justo a los pies del caballo de Lina, imaginamos su fusil humeante. El pajarraco todavía no muere y desde el suelo la mira “con ojos de odio y desafío”. Santa Fe
Ahí nomás meten galope directo a un monte virgen, a poco de adentrarse ven en el horizonte una cortina de humo que parece avanzar en dirección a ellos. Es un incendio o una quemazón de campos. Un verdadero espectáculo que va cobrando cada vez mayor magnitud. El problema empieza cuando escuchan un crepitar de hojas a sus espaldas. Un cambio de viento provocó un nuevo foco de fuego que les impide la retirada. La única opción es avanzar lo más rápido posible. Los caballos dan relinchos de terror, se encabritan, no obedecen. Las ramas crujen y chisporrotean cada vez más cerca. A fuerza de gritos y latigazos finalmente los animales responden y casi de milagro logran salir ilesos del infierno tan temido que sigue ennegreciendo el cielo que van dejando atrás.
Llegan hasta la costa de la Laguna Grande (¿la Setúbal?). Otra vez el paisaje es belleza y armonía, playas de arena dorada bañadas por olas majestuosas, brisa fresca y una calma que no puede durar. Los caballos vuelven a asustarse, Lina busca en el horizonte la causa del peligro, nada aparece ante su vista hasta que mira el suelo y ve huellas muy nítidas de patas y garras de un jaguar o tigre americano. La distancia entre las pisadas da cuenta del generoso tamaño de la fiera. Para desgracia de los equinos, Lina decide seguir los temibles rastros. Santa Fe
La pesquisa se interrumpe ante repentina aparición de un nativo parado junto a su caballo, la lanza clavada en la arena, ajusta un lazo al pescuezo del animal, ve pasar a Lina y su acompañante con ojos huraños, parece fingir indiferencia, parece disfrutar de la situación. Por fin la exploradora siente verdadero miedo y se pregunta cómo apareció así de la nada, como si hubiera surgido de la tierra. Propone a su acompañante escapar, pero éste responde que es inútil porque, aunque no tenga planes de atacarlos, los alcanzaría solo por divertirse y asustarlos. Siguen a paso lento como si nada pasara hasta que escuchan con pleno alivio un galope que se aleja. Santa Fe
Al atardecer, en las afueras de la ciudad, pasan por las rancherías de “indios sometidos o mansos” como los llaman aquí. Brillan fogones donde cocinan maíz o carne, muchachos semidesnudos se revuelcan en la tierra, bebés se balancean en cunas de cuero de potro. Mujeres caminan al río a buscar agua en jarrones de barro y le recuerdan escenas pastorales de la biblia.
Al fin llega a su casa con azotea. Desde ahí contempla los resplandores de la quemazón en las tinieblas de la noche. Agradece a Dios y se acuesta a dormir.
Quizás sueñe con los ojos furiosos del buitre que mató, con el bosque vuelto fuego o con el tigre que se transformó en indio.