Federico Di Pasquale, músico, licenciado y escritor nacido y criado en el barrio El Pozo, presentará por primera vez su libro Fetichismo de la Sustancia en una conferencia pública que propone una filosofía de las adicciones que concluye en recuperación. El encuentro será este viernes 12 de diciembre a las 19.

En el corazón del barrio El Pozo, a unos kilómetros del centro de Santa Fe, las calles se repiten entre torres (mal llamadas “monoblocks”), el olor a humo de distintas clases, desde porro hasta bolss de basura, y los rumores constantes también de procedencias varias, como del tronar de los colectivos contra el asfaltao o del viento que llega del río. Ahí, donde la droga y el alcohol forman parte del paisaje cotidiano, creció y vive Federico Di Pasquale, músico, licenciado en Filosofía, 48 años, escritor, adicto en recuperación.

En ese mismo barrio —un FONAVI inaugurado en los años ochenta para alojar a familias trabajadoras y que hoy convive con la desigualdad, la precarización y el consumo problemático— Di Pasquale escribió Fetichismo de la Sustancia: Ontología, deseo y adicción en la era del consumo, un libro que une que libera una corriente del pensamiento anclada en una experiencia vital. Todo eso se condensa en lo que Fede llama "filosofía de las adicciones".

Yo también nací en El Pozo, en 1991. Con Fede nos conocimos en las veredas, mucho antes de hablar de Marx o Byung-Chul Han hablábamos de ir a tomar algo en La Llave, a guitarrear alguna de los Beatles o "El pibe de los astilleros". A lo mejor por eso esta -nueva- entrevista no se parezca del todo a una entrevista: es más bien un diálogo entre dos vecinos que crecieron entre el cemento y los baldíos, y que, de distintos modos, seguimos buscando sentido.

—Fede, ¿cómo se te ocurrió unir la filosofía y la adicción en un mismo campo?

—Fue algo que vino después de la sobrevivencia. Durante años viví la adicción desde adentro: la compulsión, la pérdida, la alienación. Cuando logré sostener la abstinencia, volví a leer filosofía, y entendí que los grandes pensadores estaban hablando de lo que yo había vivido, aunque sin mencionarlo. Marx con el fetichismo de la mercancía, Benjamin con la experiencia del shock, Han con la fatiga del rendimiento. Lo que hice fue unir esas lenguas. No escribí sobre los adictos; escribí desde la adicción, para pensarla como un fenómeno del ser y de la sociedad.

—El título del libro, Fetichismo de la Sustancia, tiene a la vez carga filosófica y anclaje a la realidad.

—Sí, y esa mezcla es intencional. En Marx, el fetiche es la inversión entre sujeto y objeto: el producto adquiere poder, el trabajador lo pierde. En la adicción pasa lo mismo: la sustancia se vuelve sujeto, y el adicto, objeto. Todo el poder, el deseo y la energía vital que deberían habitar en el sujeto son entregados al objeto. Es una inversión ontológica, una distorsión del ser. Por eso digo que la adicción es el espejo extremo del capitalismo: muestra en carne viva lo que el sistema hace simbólicamente con todos nosotros.

—¿Y cómo se vive eso en el cuerpo y en la cabeza de una persona?

—Como una disolución. El tiempo se rompe, el deseo se fragmenta. Vivís atrapado en un circuito de promesa y vacío. La sustancia parece darte todo y te deja sin nada. Es una dialéctica brutal. En el fondo, la adicción es una búsqueda desesperada de sentido, de trascendencia. Solo que esa búsqueda está mal dirigida. Uno entrega el alma al objeto equivocado.

—Tu experiencia personal es un poco la que organiza el desarrollo del libro. ¿Fue difícil escribir desde ahí?

—Sí, porque no quería hacer un testimonio más. No me interesaba ni me interesa el relato de “caí y me levanté”. Quería transformar la experiencia en pensamiento. Durante décadas, la adicción marcó mi vida: las noches de consumo, las internaciones, las rupturas, la culpa. Pero cuando logré cierta estabilidad, entendí que ese recorrido tenía un valor epistemológico, no solo biográfico. Pude pensar la adicción como una forma de conocimiento, una manera —dolorosa, sí— de ver cómo funciona el mundo cuando el deseo se desvía.

—En el libro hablás de la recuperación como “laboratorio de soberanía”. ¿Qué significa eso?

—Significa que cada día sin consumir es un ensayo filosófico. La recuperación no es un estado, es una práctica. Cada gesto consciente —cocinar, caminar, escribir, no rendirse al impulso— es una forma de reinvestir el poder en uno mismo. No se trata de control, sino de libertad. La soberanía no es dominarse, es habitarse. Y ese aprendizaje se da en comunidad. Nadie se recupera solo.

—La comunidad aparece como eje de todo tu planteo, es el punto en el que asoma también una postura política.

—Es que la alienación se sostiene en la soledad. La recuperación se sostiene en el vínculo. Los grupos de apoyo y las comunidades terapéuticas son espacios de pensamiento colectivo, aunque no se lo llamen así. Cada palabra compartida, cada historia, cada testimonio tiene potencia filosófica. Cuando alguien dice “yo también pasé por eso”, se abre la posibilidad de reconocerse, de volver a ser sujeto. La comunidad es una forma de resistencia ontológica.

—Hay una crítica muy fuerte al capitalismo del consumo…

—Sí, porque la adicción no es un problema individual: es el síntoma más extremo de un sistema que fabrica deseos falsos y promesas de plenitud. Byung-Chul Han habla del sujeto del rendimiento, agotado por la necesidad de mostrar y producir. Ese sujeto está enfermo, y la adicción es su metáfora. Vivimos rodeados de objetos que prometen felicidad inmediata. La sustancia —química o simbólica— es la versión más pura de ese mecanismo. Nos volvemos adictos al consumo, al éxito, a la imagen. En ese sentido, todos somos adictos a algo.

—¿Qué te gustaría que genere el libro?

—Antes que nada, conversación. Y después, conciencia. Quiero fundar un campo nuevo: la filosofía de las adicciones. No como disciplina cerrada, sino como espacio de diálogo entre teoría, clínica y experiencia. Me gustaría que el libro llegue a los grupos, a las universidades, a los barrios. Que muestre que la adicción no es un pecado ni una falla moral, sino una experiencia de alienación que puede ser comprendida y revertida. Que la recuperación no sea vista como milagro, sino como práctica ética y cotidiana.

—¿Cómo se traduce eso en tu vida diaria, acá en el barrio?

—Camino mucho por El Pozo. Lo hago desde chico: llegué en 1989, cuando tenía once años. Acá crecí, estudié, me perdí y me recuperé. Hoy, cuando paso por los mismos pasillos donde antes me destruía, siento que camino en otro plano. El barrio sigue igual y hasta te diría que cada vez peor—las drogas, la pobreza, el abandono estatal—, pero yo ya no soy el mismo. Cada paso es realmente un acto de soberanía. La vida no se transforma por milagro: se transforma en la práctica, en cada salida de esos lugares y situaciones nocivas.

—¿Cómo influye el entorno en la filosofía que estás construyendo?

—El Pozo es mi materia prima. Este barrio te enseña a mirar lo humano sin disfraces. Acá no hay metáforas: hay vidas concretas. Cuando escribo sobre alienación, pienso en los pibes que veo en las esquinas, en los vecinos que venden para sobrevivir, en los que no pueden salir y desfilan de acá para allá, buscando y llevando todo lo que puedan empeñar para comprar un papel, sea algo que sacan con carpa de la alacena de la familia o alguna chuchería que se encuentren en la calle. La filosofía no puede flotar sobre la realidad; tiene que hundirse en ella. Desde ese barro se piensa mejor, más todavía si hacemos zoom sobre esta "filosofía de las adicciones" que vengo amasando.

—Hablás mucho del deseo. ¿Por qué?

—Porque el deseo es la energía fundamental del ser. Freud decía que el deseo nunca se apaga, solo se desplaza. La adicción es el desplazamiento más extremo: el deseo se confunde con el objeto. Recuperarse es aprender a desear distinto. No matar el deseo, sino volver a dirigirlo hacia la vida, hacia la creación, hacia el amor. En ese sentido, la recuperación es también una reeducación del deseo.

—¿Qué lugar ocupa la esperanza en todo esto?

—La esperanza es práctica, no promesa. No es esperar que las cosas cambien, sino cambiar uno mismo. Yo la practico cada día: al levantarme, al escribir, al acompañar a otros. La esperanza se construye en lo cotidiano. Es el acto de seguir pensando, amando, caminando, incluso cuando el mundo parece caerse.

—¿Cómo imaginás el futuro de la “filosofía de las adicciones”?

—Como un campo abierto, que combine pensamiento crítico, experiencia y acción. Me gustaría que sirva para que los adictos puedan pensarse a sí mismos sin culpa, que los terapeutas encuentren nuevas herramientas, que las familias comprendan mejor, y que las universidades reconozcan que hay saber en la calle. Quiero que la filosofía vuelva a los lugares donde la vida duele.

—¿Cuáles son los próximos pasos?

—El libro será publicado por Librería Editorial Cívica, una editorial santafesina con la que comparto el amor por el pensamiento crítico y la palabra honesta. Y el jueves 12 de diciembre, a las 19 hs, voy a dar una conferencia en el ciclo “La Filosofía en Diálogo”, organizado por la Asociación de Jubilados y Pensionados de la UNL, en Irigoyen Freyre 3121. El ciclo arranca el 7 de noviembre y cuenta con seis encuentros de distintos disertantes. Estaré en el penúltimo. Va a ser la primera vez que el libro se presente públicamente.

“Quiero que ese encuentro sea una celebración de la palabra y de la vida limpia —dice Fede—. Que la gente se vaya pensando que la recuperación no es un milagro, sino una práctica diaria de filosofía y esperanza.”

Sobre el autor

Federico Di Pasquale (Santa Fe, 1977) es licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional del Litoral, docente y escritor. Creador del proyecto Filosofía de las Adicciones, combina pensamiento marxista, crítica contemporánea y experiencia vivida para fundar un campo propio: la filosofía de las adicciones. Vive en el barrio El Pozo junto a su esposa y sus perras rescatadas.

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