La UCR y el PJ parecen no tomar nota de que el histórico sistema de partidos cambió: hoy hay un tercero,  el PRO, con una muy novedosa organización de tecnócratas intransigentes.

Partido. La palabra implica toma de posición, ocupación de un lugar. Implica también que hay un conflicto, varios, un motor rugiente de discusiones y contradicciones que moviliza, le da una dinámica a la vida social. Partido: un conjunto de personas que quieren dominar o, al menos, meter cuchara en el Estado; que quieren perdurar como conjunto –dejar un legado– y que quieren hacer perdurar sus modos de relacionarse –su organización–; que se expresan a sí mismos, pero no solamente a sí mismos –tienen un núcleo duro de ideas, de intereses o, apenas, de procedimientos y formas de acción, y bordes que, cuando porosos, les permiten crecer, construir poder, ganar.

Los partidos se integran con otras organizaciones –sindicatos, movimientos territoriales, religiosos, sociales, cámaras empresarias, hasta clubes– y forman movimientos de indefinido horizonte y viscosa voracidad. O bien se mantienen cerradísimos en sus convicciones y se parten como una célula que sobrevive en su perpetua diáspora. O arman una cáscara para ocultar una red de tecnócratas perennes, totalmente indiferentes –y resistentes– a las variaciones de la voluntad popular. O bien sobreviven como una red flexible y extendida que presta sus servicios a alianzas diversas, como el Partido de Movimiento Democrático Brasileño, que ahora está decidiendo si abandona a Dilma Rousseff o no.

La coexistencia de los partidos se sustenta en un marco general de acuerdos, dentro del cual los partidos compiten y, también, cooperan. Esta bella e institucionalista expresión oculta los ríos de sangre que brotan de las crisis que jalonaron los grandes cambios de reglas en esos acuerdos: revoluciones, dictaduras, debacles económicas reconfiguran los sistemas de partidos, las reglas de competencia y cooperación en la política de Estado.

Tras la última batalla (2001-2003), una vez recogidos y velados los muertos, el sistema cambió de cuajo. Apareció el Frente para la Victoria, se descabezó el radicalismo y nació el PRO. El partido que nadie admitió. Y que no paró desde 2007.

Mirá que son de verdad

La irrupción de la Unión Cívica Radical dejó pedaleando en el vacío a los elitescos partidos de la clase agropecuaria. La respuesta oligárquica a los radicales –movimientistas, nacionales y populares– tuvo una sola herramienta: la bayoneta. Luego, montados en la misma bayoneta y en la proscripción irían los radicales mismos, para darle respuesta al Justicialismo –movimientista, nacional y popular– hasta 1983.

[quote_box_left]La coexistencia de los partidos se sustenta en un marco general de acuerdos, dentro del cual los partidos compiten y, también, cooperan. Esta bella e institucionalista expresión oculta los ríos de sangre que brotan de las crisis que jalonaron los grandes cambios de reglas en esos acuerdos[/quote_box_left]La nueva democracia fue el último producto de la máquina de producir cadáveres que fue la dictadura. El peronismo leyó muy mal el nuevo tablero antes y después de la derrota frente a Alfonsín, el garante de la paz, la justicia y la debilidad explosiva de la política económica. Al anquilosamiento de Luder le siguió el frenesí renovador de Cafiero. El primero estaba demasiado hundido en el pasado, el segundo estaba demasiado pegado al presente y al adversario.

El gobierno de la Convertibilidad supuso una transformación inédita en los dos partidos tradicionales: ambos estuvieron bajo el mando directo de la gerencia de la dictadura, pero con el voto popular. La hiperinflación cortó de cuajo cualquier anhelo de dejar las reglas trazadas por Martínez de Hoz.

La gerencia se renovó, hizo un partido propio y gobierna. La esperanzada UCR parece no admitirlo del todo y el PJ está demasiado groggy como para procesarlo.

Che, pero, en serio

Hasta diciembre de 2015 vivíamos en un sistema predecible de relativa alternancia (el estallido de 2001, recordemos, descabezó al radicalismo). Había dos grandes partidos nacionales, que se replicaban en los ejecutivos distritales, con diferentes variantes. Feudalismo es el muy inapropiado nombre que porteñolandia le da a la política de varias provincias. A falta de mejor denominación para esas continuidades –cada una con diferentes defectos– cabe un matiz: esos liderazgos fueron propios de los dos partidos. Pero el partido que ahora gobierna es tan nuevo que no tiene estructura real en ninguna provincia del país –ni siquiera en Buenos Aires, que también maneja– ni tampoco candidatos propios, excepto las figuras de ocasión que pueda absorber de la pantalla.

Hasta diciembre de 2015 los gobiernos post 1983 fueron llevados adelante por partidos nutridos por políticos. Tipos que arrancaban repartiendo volantes en su barrio o en la universidad. La única gerentocracia total, la única ordalía de CEOs como la que hoy se ve a cargo del Estado –desde cinco altos funcionarios de la banca Morgan en lugares estratégicos en Economía hasta la autoridad de educ.ar que proviene de ¡despegar.com!– pudo producirse cuando la bayoneta –y no el voto– era la herramienta.

Hasta diciembre de 2015 los partidos de gobierno necesitaban militantes. Gabriela Michetti llamó “público” a los asistentes al acto de festejo por el triunfo en la segunda vuelta. Público, espectadores, protagonistas, escena, teatro. Aplausos.

Estos militantes generaban adherentes y simpatizantes, que colmaban efervescentes estadios, plazas y avenidas. Alfonsín las tuvo, Menem las tuvo, De la Rúa las tuvo, CFK produjo la última masa el 9 de diciembre. Al día siguiente, Macri asumió con apenas un tercio de la Plaza de Mayo de adherentes, el 1° de marzo serían aún menos quienes lo acompañarían para la apertura de sesiones. Ni siquiera los registró la televisión.

[quote_box_left]La gerencia se renovó, hizo un partido propio y gobierna. La esperanzada UCR parece no admitirlo del todo y el PJ está demasiado groggy como para procesarlo.[/quote_box_left]Durante la democracia reciente, la UCR y el PJ demostraron que sus principios son absolutamente reversibles. Como partidos de masas, resguardaban algunos rasgos diferenciales y elaboraban propuestas que apuntaban desde su posición hacia el centro del espectro ideológico que les fuera contemporáneo. De ese modo, aumentaron sus caudales de votos. Alfonsín prometió alimentos, salud y educación; De la Rúa continuar la Convertibilidad. Menem bolaceó. El PRO es un partido fundamentalista de derecha: no negocia nada, no cede, no se corre ni medio centímetro de su posición original. No le importa apelar a una masa o a un sujeto, sino que se teleridige –con la efectividad del marketing resultante del manejo digital de los datos personales– a una multitud de los individuos.

Más fácil: un tercer partido se hizo del poder del Estado. Las irrupciones de la UCR y el PJ modificaron de raíz los sistemas de partidos en lo que se insetaron. Otra vez hay un tercero, dueño de la pelota (y por TV). Pero nadie lo admite.

¡Lo tenés delante!

En ocho años el PRO terminó de darle forma a las reglas del juego trazadas después del 2001. Es todo lo opuesto a los partidos políticos prexistentes; apela al rechazo a estos partidos e, incluso, al de la toda la política, tal como la conocíamos.

Lo hilarante es que quienes buscan ser la alternativa al PRO quieran renovarse copiando su estilo y fungiendo de claque.

[quote_box_right]La única gerentocracia total, la única ordalía de CEOs como la que hoy se ve a cargo del Estado –desde cinco altos funcionarios de la banca Morgan en lugares estratégicos en Economía hasta la autoridad de educ.ar que proviene de ¡despegar.com!– pudo producirse cuando la bayoneta –y no el voto– era la herramienta.[/quote_box_right]Cada globo del PRO arrastra una parte de una dura roca de ideas inamovibles. De la suma de sus propuestas emerge un neoconservadurismo zen que hunde sus raíces en la tradición sacrificial de la abnegación y el ahínco en la cultura del trabajo. Pagarás tus cuentas, tú eres culpable, de ti depende, dice el gurú. Un nuevo tipo de partido está en la posición dominante: gerencial, tecnocrático, intransigente y festivo, a la vez.

Creer que se puede contrarrestar o sustituir la fuerza del PRO con sus mismas herramientas o con el seguidismo significa conjeturar que el 49% que rechazó a Macri es un sujeto disuelto en el aire, repetir la fallida experiencia de la renovación peronista o imaginar que el sujeto macrista va a preferir una copia al original.

Tras la debacle de 2001, aun después del baile de las presidencias saltarinas, una fantasía ancestral y americana surcaba en los medios de comunicación y la clase política: la de una colonia regenteada por economistas del FMI, la de un gobierno de emergencia dirigido “por los que saben”. Sucedió, con nuevo personal. Ni el radicalismo con su seguidismo baboso ni el acomodaticio peronismo mimético de Massa, Urtubey o Bossio dan cuenta cabal de cómo el PRO cerró la crisis del sistema de partidos abierta en 2001, ni admiten que ahora el tajo divide en dos partes nuevas.

La discusión entre republicanismo o populismo planteada como eje de la última elección no ordena los hechos por venir. El debate ahora es, otra vez, cómo se reparte el ingreso entre el capital desembozado y los trabajadores ajustados; hasta qué punto se va a permitir el enriquecimiento de los ricos y el abandono de los pobres.

Por primera vez en la historia democrática reciente lo más concentrado del capital venció con sus hombres propios. Ahí tenemos una aspiradora de dirigentes, limitada por su propia pertenencia. El sistema político parece apuntar a una fragmentación de los viejos partidos del siglo XX, a manos de uno nuevo del siglo XIX, si es que nadie toma para sí y con rabia la conducción de la potente vacante que quedó abierta: la de los trabajadores.

Publicada en Pausa #168

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