Foto: gentileza Oscar Vallejos

Por Oscar Vallejos
Profesor UNL, dirigente sindical ADUL y Conaduh

Era muy joven, estaba ya en pareja – como se decía – y fui a un casamiento de unas chicas amigas. Hubo colocación de anillos, beso y fiesta. Fue un casamiento sin Estado y sin Iglesia. Una forma pública de compromiso. Debe haber sido el año 1988. No sé qué habrá sido de ese matrimonio; no sé si siguieron sucediendo esos matrimonios. Sí sé que instaló en nosotros esa posibilidad y esa imposibilidad. Nuestra vida nos hacía conversar la organización del amor; si asumiría formas públicas; si sólo sería reconocido en nuestra propia comunidad; si correspondía el reconocimiento del Estado y, también, de las religiones; si había que establecer un programa político en torno del casamiento y, para nosotros era clave, la crianza de hijxs, tener hijxs, adoptar. Nosotros nos pensábamos como familia y había algunas parejas amigas que tenían muchos años de matrimonio y las cuestiones del cuidado y los bienes compartidos eran temas que organizaban esa conversación más o menos sostenida a lo largo de todo ese tiempo.

El año 1994 fuimos al Congreso Internacional de Semiótica en la Universidad de Berkeley y coincidió con la Marcha del Orgullo en San Francisco y fuimos luego a New York al mismo tiempo en que se desarrollaba la marcha allí. Nos albergamos en el mítico YMCA. No lo buscamos, coincidió. En torno de la marcha circulaban consignas políticas sobre la libertad, los derechos civiles y lo que es importante para este relato: había familias marchando. Familias en dos sentidos, las propias familias gay constituidas visibilizándose y pidiendo reconocimiento y las familias de gays y lesbianas y trans sientiéndose orgullosas públicamente. No había que ocultar el tener hijxs gays, lesbianas, trans. Nos volvimos con esa revolución a casa. Había una cultura poderosa y una serie de consignas capaces de organizar una lucha política sobre los derechos civiles.

Los años pasaban, criábamos a mi hija juntos y no pudimos casarnos. Vivimos en matrimonio – una vez pasamos de tener camas de una plaza a tener cama matrimonial – pero ese matrimonio no tuvo nunca un reconocimiento estatal. Nunca nos imaginamos un casamiento por iglesia porque fuimos volviéndonos cada vez más ateos militantes. Conversábamos sí bastante sobre esta cuestión porque muchos amigos eran muy religiosos, creyentes fervorosos y deseaban no sólo un casamiento sino una vida religiosa sin mentiras. Lejos de ser una causa de desafiliación de la Iglesia, la situación los aferraba a una religiosidad que pude comprender mejor a partir de la lectura de Variedades de la experiencia religiosa de James aunque esa experiencia fuera muy otra.

El casamiento era para mí parte de un imaginario ciudadano; un imaginario ciudadano que permitía conjurar el temor o el terror de que nuestra vida cotidiana de matrimonio no reconocido se expusiera sobre todo ante la justicia – ahora pienso cada vez más en la lógica visibilización-invisibilización y en cómo constituyó una subjetividad duradera en mí – y nos quitaran a nuestra hija. Él hablaba de ella, mi hija, como “mi hija” a pesar de que fue la figura del Tío la que había cubierto y abierto la posibilidad de paternar. Y teníamos miedo. Miedo de que nos la quiten, no porque haya problemas con su madre siempre presente en la crianza compartida de mi hija sino porque había problemas con la sociedad; había un problema con que la sociedad no comprendía – la ley lo mostraba – que dos varones podíamos criar (paternar decimos ahora) a una hija. La madre de mi hija estaba totalmente al tanto de la situación; después de saber que vivíamos en pareja y del tembladeral inicial llegamos al punto de acordar que mi hija viviera con nosotros. Ella, mi hija, había nacido estando nosotros en matrimonio. Tampoco fue planificado. Me imaginaba el casamiento como una cuestión ciudadana y como forma de cortar el terror a perder a mi hija; a perderla y lo que eso supondría para ella y para mí, para nosotros. Habíamos visto por esos años la película Qiu Ju, una mujer china de Zhang Yimou, recuerdo, y pensaba mucho en la distancia abismal en la manera en que el Estado resuelve la justicia y el modo en que necesitamos nosotros que lo resolviera.

Pasaron quince años de matrimonio no reconocido por el Estado y nos divorciamos. Toda la situación legal de los quince años compartidos se nos vino encima. Habíamos vivido al margen de la ley y ahora había que arreglar de nuevo entre nosotros como resolveríamos la separación de los bienes, la biblioteca, los muebles, el auto, la casa. Al sufrimiento del divorcio se le sumaba el malestar de no tener en claro qué era justo y qué no. La separación de la biblioteca era el símbolo de una vida compartida hasta lo extremo. Y la casa. Así fue que yo me quedé con la casa y el crédito hipotecario. La escritura estaba a su nombre. Fueron diez largos años en los que mi casa estaba a su nombre. Cuando terminé el crédito vino la escritura a mi nombre: él me donó la casa.

Incomprensible, me decía la escribana. Nadie dona su única casa; no hay ningún vínculo familiar de por medio. Yo no quería fraguar una compra, no era justo ni para él ni para mí. Me donó mi casa. Eso llevó largos años ¿Y mi hija, nuestra hija? Lo más doloroso; no supimos – creo yo – resolverlo. Ella, mi hija, nuestra hija, si tiene la necesidad contará esa historia.

Mi divorcio casi coincidió con la Ley de Unión Civil de Buenos Aires, 2002. Mondarelli recuerda una consigna de esos años que yo no recuerdo pero que me gustaría haberla hecho mía: “En el origen de nuestra lucha está el deseo de todas las libertades”. Yo pienso que hay un momento de inversión de la hegemonía que sucede cuando las minorías somos capaces de pensar a todxs y ahí se logra la potencia política; eso pasó con el Matrimonio Igualitario y con la Ley de Identidad de Género. Y empezó a suceder con la discusión de la Unión Civil. La Iglesia se vio obligada a sacar a lxs estudiantes a la calle. A partir de ahí la cosa fue imparable. Las compañeras travestis y trans nos habían pensado a los gays, a las lesbianas y a lxs hetero también: todxs tenemos el derecho a (y el trabajo de) resolver nuestra identidad de género.

La discusión de la ley de matrimonio igualitario me encontró a los inicios de la relación con mi compañero actual. Viajamos a Buenos Aires para esperar la Ley. Estuvimos frente al Congreso con mi hija; hacía mucho frío y nos unimos a un gran colectivo que tenía la certeza de que la ley salía. Recuerdo que nos besamos varias veces y nos emocionábamos. No hacía tanto que estábamos saliendo pero ahí empezamos a pensar en otra clave. Cuando salió la Ley, a la madrugada estábamos en la casa de mi hija. Yo volví solo al Congreso. Festejé, lloré. Se abría una nueva etapa para nuestras vidas.

Mi compañero y yo fijamos esa fecha como nuestro aniversario. Nos unimos civilmente el Día del Orgullo. Hay discusión acerca de si fue planificado o no; yo digo que sí. Había que hacerlo el 28 de junio. Lo hicimos. Resolvimos rápidamente su afiliación a mi obra social, cobramos subsidio por casamiento de mi gremio – ADUL – y nos falta el festejo. Sabemos que si le pasa algo a uno de los dos, el otro quedará con una protección. ¿Cambió la forma de amor? Yo creo que sí, por principio – toda práctica empieza a ser otra cuando se estataliza – y por la apertura a la experiencia del reconocimiento estatal. Mi matrimonio actual es mucho más público y visible que mi primer matrimonio. Dije que pienso mucho esa lógica invisibilización-visibilización. Yo pensaba que siempre había sido visible, que no me había dejado invisibilizar; sin embargo, nunca pudimos con mis compañeros anteriores caminar de la mano o besarnos en la calle; lo pensábamos como una forma cursi de amor. Y quizá lo sea, lo que sé también es que como minoría nos estaba prohibido hacerlo; era mejor desarrollar una ideología que liquidara el deseo de hacerlo.

Recuerdo una de las primeras veces que tuve la experiencia de extrañar a mi marido; volví a Santa Fe y lo encontré en la calle. Lo abracé, hubiera querido besarlo y no pude hacerlo. El disciplinamiento de nuestros cuerpos se hacía sentir en que no manifestáramos nuestro amor con caricias o con besos o con abrazos frente a otrxs. Mi hija, que vivía con nosotros, no tenía un registro claro de que nuestro amor incluía eso: besarse, acariciarse y mirarse; incluso no tenía un registro claro, según me lo hizo saber, de que éramos un matrimonio. Con mi compañero actual esa experiencia apareció. Hay caricias, hay besos y mi hija y mis padres y mis hermanxs y mis sobrinxs y mi familia y mis amigxs asisten conmigo a esas escenas donde el amor gay se sostiene también con el cuerpo. Falta hacer la fiesta de casamiento. Y hay que hacerla para festejar que en el origen de nuestras luchas está el deseo de todas las libertades. Lohana decía que lo más importante es la historia de nosotrxs que nos contamos a nosotrxs mismxs y esta es la historia que me estoy contando. La conquista del matrimonio igualitario no es una quita de derechos a nadie sino al revés: es la expresión de la potencia de una minoría que puede pensar la ley para todxs.

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