Foto: Gisela Curioni / Periódicas

Por Mary Mangold
Médica sexologa, militante lesbofeminista independiente

Hace 10 años, cuando por fin el Matrimonio Igualitario era ley, yo tenía 42 años y hacía ya un tiempo que estaba fuera del clóset. En ese momento aún no tenía una militancia activa como lesbofeminista, pero si como parte del movimiento feminista y del colectivo LGTB. Después empecé a posicionarme desde este otro lugar.

De esa madrugada del 15 de julio tengo en mi memoria el discurso de Chiche Duhalde. Lo recuerdo y creo que me vuelve a dar la misma rabia. No lo podía terminar de escuchar. Esos discursos generaban el mismo rechazo que los que escuchamos en 2018 contra la legalización del aborto: tienen la misma base moral, religiosa, toda esa mierda.

Se preguntaban “qué más queríamos”, si según ellos y ellas ya no nos discriminaban, podíamos tener la unión civil -casi como un consuelo-, y si, todes, se mostraban muy preocupados por los niños y niñas que podríamos adoptar.

Estas personas privilegiadas, con todos sus derechos, nos decían y le preguntaban a la sociedad “cuál era la urgencia por esta ley”, que antes había que atender a los jubilados, la pobreza, la situación social, y miles de cosas más, miles de cosas antes que nuestros derechos.

En esa madrugada fría seguí por televisión la sesión, atenta al recinto pero también a lo que pasaba afuera, ahí donde las agrupaciones del colectivo resistían, donde estaban algunas de mis amigas. Ahí, en esa noche oscura donde flameaban pequeños arcoiris, pero donde también había mujeres rezando el rosario, pidiéndole a su Dios el milagro de la discriminación, la clandestinidad, el abandono del Estado a miles de parejas, miles de familias que ya existían y seguirían existiendo.

Cuando a las cuatro de la mañana finalmente se sancionó la ley, lloré, lloré un montón. Era un paso más, una ley que también daba fuerza a otra que ya se estaba trabajando y rosqueando: la de identidad de género.

Pero más allá de la importancia de esta ley, siento que en lo social aún estamos atascades. Todavía hay una brecha enorme entre lo que dice la ley y lo que nos pasa nivel social. Aún hoy, especialmente para las lesbianas, es difícil visibilizarse, es costoso. Y si ni siquiera podemos visibilizarnos, decir quiénes somos, a quiénes amamos, a quiénes deseamos, ¿cómo vamos poder salir a luchar por nuestros derechos? Nadie se casa con su compañera si su familia y su entorno no saben que esa “amiga” es en realidad su pareja.

La ley fue un piso. Aún falta para que muchas compañeras puedan salir del clóset con tranquilidad, sin el miedo a ser expulsadas de sus entornos familiares y afectivos. Aún falta para que haya profesionales de la salud que se visibilicen como lesbianas y puedan abordar la salud y la sexualidad integralmente desde ese lugar. Todavía el Estado no nos garantiza que si salimos de ese clóset todo va a estar bien afuera, no hay atención primaria para contener a quienes quedan despojades de todo por ser quienes son.

Todavía estamos a años luz de esa realidad que nos auguraba el espíritu de la ley, nos falta transitar muchísimo en lo cotidiano, en lo diario y por eso es necesario que sigamos luchando desde el lugar del orgullo, de pertenecer, de ser y crecer en libertad.

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