El documental “Chavela” reconstruye los pasos de las pasiones, las penas y la compleja personalidad de una mujer tan artista como única. De Costa Rica a México, de los amores a los dolores, del olvido a la consagración.

En una vidriera del centro de la ciudad puede verse un barbijo con la estampa del rostro de Frida Kahlo. Resulta extraño y, la vez, lógico: la pintora mexicana se ha convertido en un ícono contrahegemónico, del mismo modo que un objeto asumido por la industria cultural. La sonrisa de Marilyn Monroe, en otro sentido, corre la misma suerte. Una es la mujer que hace de su vida una obra de arte, con sus dolores físicos y emocionales y sus abrumadoras pasiones. La otra es la cara de la belleza hollywoodense que sufre depresiones, toma píldoras y nunca deja de ser frágil y bonita. Ambas trascienden su época a fuerza de relecturas y simbologías. Bajo el registro documental, pareciera que llega el turno de reconocer a Chavela Vargas, aunque su figura no se inscriba en estas latitudes como una obra de consumo.

“Es más interesante para dónde vas a esta edad”. Lo dice Isabel Vargas Lizano. Corre 1991 y ella, anda libre con sus 70 años. Con la mirada hacia delante, repasa la historia de su vida. Es así como Chavela, el filme dirigido por Catherine Gund y Daresha Kyi (2017), comienza a desarrollar una narrativa minuciosa, acertada y eficaz para la construcción de una personalidad singular, dotada de matices y varias perspectivas. Gracias a Netflix es posible, entonces, conocer el derrotero de aquella mujer nacida el 17 de abril de 1919 en Costa Rica. Entre testimonios de personas allegadas, fotografías, imágenes de archivo y la potencia de una voz insuperable, el relato se consolida como una biografía que merecía hacerse lugar en un momento histórico atravesado por los cuestionamientos a las estructuras sociales, que bien saben exponer los feminismos y las diversidades sexuales. Y todo ello mal pudiera escindirse del valor artístico de una mujer que canta con los sentimientos a flor de piel. “Quién supiera reír como llora Chavela... Las amarguras no son amargas, cuando las canta Chavela Vargas”, dice con pertinencia y admiración Joaquín Sabina en “El bulevar de los sueños rotos”.

Niña triste, tal cual ella misma lo afirma, crecida en una familia que la margina por ser “rara”; es decir, mal vista por no responder a los cánones de la feminidad; negada por temor al qué dirán, siente la carencia del amor de su madre y de su padre por siempre. En la década de 1930, México, con todo su folclore, la recibe y comienza a ser Chavela. “México me agarró y me dijo: ‘te voy a hacer mujer, te voy a criar en tierra de hombres, te voy a enseñar a cantar’”, cuenta ella mientras en las pantallas de cine se lucen mujeres con llamativos vestidos, maquillaje y joyas. Una joven que no se reconoce en esos parámetros de lo bello, forja una carrera en cantinas, tabernas y pequeñas salas.

Así llega a su vida un hombre que goza del apogeo artístico. Es el cantante y compositor José Alfredo Jiménez, quien hace de las rancheras mexicanas piezas que hablan de dolor, abandono y desamor. “Ojalá que te vaya bonito, ojalá que se acaben tus penas”, canta Chavela. Nadie mejor que ella para vivir las canciones de José Alfredo. Con él comparte noches que llegan a ver la mañana dos días después, mientras se abren las botellas de tequila y las borracheras no se agotan. El alcoholismo se enlaza con la soledad. Y la soledad con la libertad a pesar de los pesares. Chavela, con un coraje decidido, se enfrenta a la misoginia, el odio por el lesbianismo y la hipocresía imperantes en la sociedad mexicana. Sin decirlo hasta muy avanzada su adultez, ella vive su homosexualidad a pleno y conquista a cuanta mujer quiere. Pero, ¿por qué no lo dice? Porque la palabra lesbiana –como marimacho– es un insulto, una ofensa que ella no está dispuesta a asumir.

Y entre tantos amores, justamente el de Frida Kahlo no fue cualquiera. Verla “fue un deslumbramiento… sus cejas eran una golondrina en pleno vuelo”, recuerda Chavela al evocar el profundo sentimiento que la unió a la mujer de flores en la cabeza, collares, anillos y pinceles. En ese punto, las fotografías y las imágenes en color dan cuenta de una época que arde entre arte y desmesuras, tal vez un propósito muy bien logrado por parte de las directoras del filme. “Adoro la calle en que nos vimos, la noche cuando nos conocimos… Me muero por tenerte junto a mí”, canta Chavela con potencia, suelta en el amor.

La década siguiente la encuentra en Acapulco, siendo parte de las fiestas que protagonizan estrellas como Elizabeth Taylor y también siendo amante de Ava Gardner. Así lo narra la propia Chavela y lo ratifican las voces reunidas por el documental que abonan el carácter impetuoso que define a la mujer que elude los límites.

En 1973, fallece José Alfredo. Chavela llora, sentada, entre tragos. “Tomate esta botella conmigo y en el último trago nos vamos”, canta Chavela con sufrimiento. A partir de ese momento, el alcohol le impide llevar adelante un concierto sin emborracharse y caerse. Es por eso que deja de cantar y, sin dinero, vetada y en el olvido, Chavela pasa los ’80 en Tepoztlán, donde conoce a una muchacha de ojos azules que la encandilan. Otro amor ardiente, otro gran amor.

Entre la creencia en los dioses mexicanos, experiencias chamánicas y el alcohol difícil de abandonar, las mujeres que acompañan esa etapa hablan de ternura, magia, diversión, odio y violencia. Otras marcas de una personalidad que no es otra cosa que un torbellino. Aquí, las realizadoras pisan firme al momento de no describir una fantasía ni un idealismo, sino una persona compleja.

Es en el bar El Hábito, de la ciudad de México, donde Chavela sube nuevamente a un escenario, en 1991. Es entonces cuando la mujer que daban por muerta vuelve a lucir el poncho y junto al sonido de una guitarra canta “Ponme la mano aquí, Macorina”. La emoción trae las lágrimas. “Si ya no vuelves nunca… Yo siento tus amarras, como garfios, como garras… Desde que te fuiste yo no he tenido luz de luna”, canta Chavela con los brazos abiertos.

Por obra de unos españoles, Chavela llega a Madrid en 1992. Allí, la esperan Pedro Almodóvar, Miguel Bosé, Martirio y otras tantas personalidades que la cobijan, abriéndole paso a un mundo de éxito y reconocimiento. “La voz de Chavela me ha hecho llorar muchas veces y en esa voz, he encontrado una de mis mejores interlocutoras”, afirma el director de “Kika” (1993) y “La flor de mi secreto” (1995). Ambas películas llevan la voz de ella en sus bandas de sonido, como una amalgama perfecta entre el canto y el cine.

En su adultez mayor, Chavela se entrega a la felicidad y a su renacer, sin dejar de volcar sus emociones cada vez que pisa un escenario, ya sea en Madrid, en París o en el DF. Precisamente, en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana, se cumple el sueño que debió esperar 40 años: cantar en ese teatro con las gradas y las plateas atiborradas. Es así como la consagración total y absoluta llega cuando Chavela ya sabe que la vida solo le dejará un breve tiempo. Es un final repleto de público y aplausos que no cesan. “Este amor apasionado, anda todo alborotado por volver. Voy camino a la locura, aunque todo me tortura, yo sé querer”, canta Chavela.

El 7 de agosto de 2012, muere en el DF, donde elige morir. Y el mito florece. “Mi canto es dedicado a todas las mujeres del mundo. Me llamo Chavela Vargas. No se les olvide”, dice con firmeza la señora que vino al mundo para ser una de esas tantas que rompen muros. Aunque su rostro no esté estampado en ningún objeto cotidiano, la industria ya le otorga un justo lugar.

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