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La serie que reimagina los míticos personajes creados por Oesterheld y Solano López es un éxito, un bálsamo y una confirmación: el argentino es un gran superador de anécdotas y un enorme perfeccionador de formatos (aún con escasos recursos).

Cuenta Matías Mosterirín, cabeza de la producción de El Eternauta, que allá en el año 2007 cuando nevó en la ciudad de Buenos Aires su primer impulso fue el de salir a filmar para algún día usar esa grabación como parte de una posible adaptación cinematográfica de la serie de historietas de Héctor Germán Oesterheld.

Hay algo para decir de los visionarios que incluso en una situación total y completamente extraordinaria como una nevada en la Capital Federal, eligen ver no solo aquello por lo que verdaderamente es sino también por su potencial. Sobre ese estandarte se funda la ciencia ficción.

Matías no pudo filmar la nevada, pero sí pudo hacer la serie de El Eternauta. La hizo casi 18 años después de aquel fenómeno climatológico, 70 años después de la primera edición que pensó Héctor Germán Oesterheld.

Cuando el personaje nació no existían ni internet ni el Wi-Fi. Los teléfonos y las televisiones eran un lujo. Nadie andaba con una cajita en el bolsillo para usar 24/7 como ahora, cuando tenemos ese aparatito que nos conecta con el mundo, responde preguntas, nos mantiene todo el tiempo aislados de una forma triste y entusiasmados, emocionados, entretenidos.

Oesterheld pensó en el peor mundo posible para los argentinos de la década del 50, y el tiempo y el avance tecnológico no hicieron más que elevar ese material y transformar la amenaza de la nieve tóxica en un recordatorio de lo que verdaderamente importa en la vida. Es decir: en el mundo nuevo de El Eternauta, en este que Netflix reimagina en base a la cosa espectacular que en su momento escribió Oesterheld, no tiene peso Marcos Galperín. Y sí lo tiene un ex-combatiente de Malvinas, una enfermera o un profesor de una escuela técnica.

No puedo expresar lo maravilloso que me resulta esto.

Este Juan Salvo, traído a la vida por Ricardo Darín para los millennials y los centennials, precisa aún más del relato del héroe colectivo: nosotros, protagonistas indiscutidos de esta historia, como pueblo y como individuos, no tenemos ni el 10% de las herramientas que tenía la Argentina de aquella década del 50 para hacerle frente a una crisis. No sabemos cómo solucionar algo si no buscamos un tutorial.

Mucho se ha remarcado el carácter “colectivo” de este héroe. Se ha repetido hasta el hartazgo la frase “Nadie se salva solo”. Es algo que subyace a la obra de Oesterheld. Es apabullante la cantidad de gente, sin embargo, que fue a buscar esa frase específica en la serie, como si funcionara como una suerte de eslogan. Esto ocurre porque a muchas generaciones DC Comics, Marvel y el resto de las películas de superhéroes taquilleras nos han cagado la cabeza: no podemos leer entre líneas.

Frente a los semidioses como Superman, Thor, el Capitán América, un héroe como Juan Salvo nos puede llegar a resultar aburrido, incluso hasta poco verosímil. No puede un tipo común y corriente torcer los destinos de un país, de la humanidad, de una ciudad. Y sin embargo puede. Puede porque no lo hace solo.

El Eternauta va bastante a contrapelo de muchas de las cosas que estamos consumiendo hoy por hoy. Este héroe casi anti-hegemónico (por arriba de los 55 años, sin músculos, sin superpoderes) protagoniza una serie que no intenta agradarle a todo el mundo, que no se explica a sí misma, que deja baches en su argumento que sirven para después charlotear con nuestros compañeros de trabajo.

No es una secuela o una precuela de nada, ni se presenta como “la versión argentina” de tal o cual cosa. No es siquiera una reproducción párrafo por párrafo de lo que escribiera Oesterheld y dibujara Solano López. Es una reinterpretación que además nos toca todas las casillas más cercanas: el localismo, esta suerte de sentimiento patriótico que de a poco aflora en algunos momentos breves de nuestra cotidianeidad, la necesidad de creer en algo aún en las peores de las circunstancias, el humor que aparece como comentario al pie en los momentos más pesados de la trama, la amistad como ese último bastión del más puro amor humano, las contradicciones humanas en su máxima expresión.

En la mítica trilogía de Batman de Cristopher Nolan (esa que dicen disfrutar todos los snobs que se sienten por encima de los superhéroes y que, además, también disfrutamos los fans de Batman) hay una frase espectacular del comisionado Gordon: Batman es el héroe que Gotham se merece, pero no el que necesita. Para parafrasear a Gordon diría que el Eternauta es el héroe que precisamente necesitamos en este momento.

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Hay una sincronía entre esto y la muerte de Bergoglio: durante más de una semana nos pasamos haciendo y deshaciendo un Francisco a nuestra forma, tratando de hacer de él el referente que merecemos y el que necesitamos, haciéndole decir de a ratos cosas que él no dijo, para poder irnos a dormir tranquilos, con la conciencia calma, con la fe intacta. El Eternauta también entra un poco dentro de esa discusión, de esa suerte de latir popular con el que una se encuentra en cada conversación que tiene con la gente más o menos politizada. Tal y como la nieve blanca, esta desazón no va a durar para siempre.

Y sin embargo, no deja de ser una serie de Netflix. No deja de entrar en los hogares en donde quizás otros debates o discusiones no entran, no deja de venderse como un producto que es lo que finalmente es, pero un producto audiovisual argentino. En un momento en el que la industrial nacional está siendo atacada a diestra y siniestra por la nevada tóxica del desfinanciamiento, esta producción (que costó en total lo mismo que cuesta hacer un capítulo de Game of Thrones) es un bálsamo.

Nos reconforta ver en el medio de la caminata solitaria de Darín que, aún en una ciudad en ruinas, todavía se sostienen los carteles de los conocidos productos de limpieza, los ferrocarriles argentinos, alguna bandera de un club de fútbol que reconocemos, por el que incluso tenemos aprecio. Hubo ahí un ojo nuestro. Somos, también, esas cosas maravillosas que producimos y que encantan al mundo entero. Cualquiera que nos quiera convencer de lo contrario lleva siglos de desventaja.

Quizás por eso gran parte del arco libertario no la entiende. Como no la hubieran entendido cuando Oesterheld la pensó y la escribió. Como no entienden ni Star Wars, ni El Señor de los Anillos ni Watchmen: en su vida apenas hay espacio para los héroes, porque no hay lugar para los actos altruistas y desinteresados. Disfrutan de armarse imágenes con inteligencia artificial en la que parecen próceres o superhéroes, cuando no son ninguna de las dos cosas. Además, su referente en el mundo de la historieta es Nik. No tengo ni que adivinar que pensaría un tipo como Oesterheld de Nik.

Después está la otra discusión: la discusión en torno a la obligatoriedad de consumición. Pareciera que de pronto hay una suerte de cultura disciplinaria en torno a qué hacemos en nuestro tiempo libre. No podés no ver El Eternauta, no puede no gustarte, no podés no sentirte interpelado por lo que propone. Les traigo una noticia: sí pueden. No van a morir si se “quedan afuera”. No pasa nada si la mirás y te parece horrenda, o no es lo tuyo, o no te interpela. Le pasó a la gente que leyó el cómic en la década del 50, pasó también en el 70 y con las incontables reediciones. Es el motivo por el cual al día de hoy muchos se sorprenden e incluso te dicen “no me spoilees” como si esta no fuera una historia que existe hace más de 70 años.

Hay algo ahí también acerca del miedo a ser spoileado, como si la capacidad de sorpresa fuera la única forma que tenemos de conectar con los consumos a los que nos sometemos. Ya no nos conmovemos, ya no nos dejamos atravesar, ya ni siquiera nos dejamos enamorar, entretener, enfurecer. Solamente queremos sorprendernos, buscar esa suerte de chispa de lo inesperado y nada más. Quizás aquí está el secreto de por qué entonces esto es un éxito: es un producto local cuando florecen los localismos, es un producto de ciencia ficción cuando hasta aquí nos estábamos contando historias foráneas, es un producto que trae cierta sensación de esperanza, de confort, es un abrazo en medio de la nieve tóxica. Es también algo que no podés perderte porque todo el mundo lo está mirando.

Cuando Oesterheld creó El Eternauta tampoco existía del todo todavía (al menos no en la cultura mainstream, y menos en la primigenia ciencia ficción) una conciencia en torno al poder y la potencia que también tenemos las mujeres, el rol que podemos ocupar en esos relatos. Ahora mientras miraba la serie pensaba un poco en eso: si bien todos tenemos que tener cerca a algún vecino como Favalli que acumule boludeces que solamente podrían llegar a servirnos frente a una situación apocalíptica, también tendríamos que tener a alguien que sepa, por ejemplo, cómo hacer para estirar la comida de una alacena, cómo fabricar un guiso de la nada, como sostener un dispensario con lo poco que tenés a tu disposición. Esas heroínas invisibilizadas son las que también nos van a mantener con vida, en el caso de que algún día nos llegue la no tan metafórica nieve blanca tóxica. Ellas también son este Eternauta.

Las mujeres de la trama aportan siempre la cordura en los momentos en donde los varones quieren resolver todo a los tiros, no usan maquillaje ni tienen las pestañas recién hechas, tienen puesto calzado cómodo como para una situación de Armagedón. En el personaje de Elena, de Carla Peterson, se sintetiza una heroína silenciosa: esa mujer que vive su propio apocalipsis, no por la hija perdida, sino porque se ve atrapada en una pesadilla. El fin del mundo la encuentra cansada, en una reunión de consorcio, obligada y forzada de nuevo a convivir con su ex. No todos los periplos del héroe empiezan por el mismo lugar. Si el punto de partida también forma parte del arco heroico, la pobre Elena, la pobre Carla Peterson, la que intuimos es una de las tantas trabajadoras de la salud pluriempleadas, se lleva para mí gran parte de los aplausos.

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