De selfies compulsivas y sommeliers de vacunas

Gente que se mete polvos proteicos de dudosa procedencia en el cuerpo se opone a las vacunas porque “no saben cómo las hicieron”. ¿Indignante o delirante?

A veces me parece que no estoy entendiendo bien algo, y elijo dejarlo de lado por unos minutos antes de volver a mirarlo con la esperanza de que ese breve lapso de distancia me otorgue, mágicamente, los dones de la sabiduría y la inteligencia necesarios para interpretar lo que se presenta frente a mis ojos. Esto me ocurre con ciertas obras de arte, con algunas piezas de compleja ingeniería, y con fenómenos insoportablemente absurdos como la familia Montaner y los antivacunas.

En esta oportunidad me dirijo a ustedes con el agrado de informarles que en esta tierra de contradicciones tenemos gente que, en pandemia, con picos de casos y muertes a troche y moche, y frente al operativo de vacunación gratuito más grande de nuestra historia elige no vacunarse. Esto me preocupa, me enoja, me deprime. Los Montaner también, pero les dedicaré otra nota. Sobre la gente que elige no vacunarse, a veces me despierto en la madrugada, completamente transpirada, y con un sólo pensamiento recurrente: ¿qué mundo le estamos dejando a Britney Spears? ¿Para esto luchamos tanto por su liberación? No quiero que la reina se encuentre con un planeta devastado e invadido por caniches con chalequito cuando pueda retomar su vida como ciudadana libre que disfruta de la plenitud de sus derechos. Ella nos regaló el pop y a cambio nosotres le daremos un mundo destruido por la contaminación, las fake news y los antivacunas. Si yo fuera ella, me rapo la cabeza de nuevo.

Hace meses, cuando sanitizábamos las verduras al volver de la feria con la esperanza de que el Covid no nos entrara entre los pliegues de un morrón criado a agrotóxico y papota para plantas, añorábamos el momento en que la pandemia pudiera tener al menos un final posible, aunque no fuera pronto. Deseábamos sentir en nuestra cara y en nuestro pecho el fresco aire de la libertad que emana de esas heladeras de yogures de su hipermercado de preferencia, un domingo por la tarde cuando cierran las tarjetas de crédito, y todes corremos a aprovechar las ofertas. ¿Cuándo llegará, nos preguntábamos, el mundo sin barbijos y sin alcohol en gel? ¿Sin protocolos, sin salidas programadas, sin tener que reservar la mesa de un bar con el aforo restringido en un 70%? Y allí siempre, entre las verduras recién lavadas y las manos resecas de tanto alcohol en gel y lavandinas, florecía un pensamiento, una esperanza, el último hilo de luz en el que dejábamos que brote la incipiente planta de la ilusión. En algún lado, mientras nosotres seguíamos enfrascados en nuestras rutinas mundanas, alguna chica ojerosa y cansada se arrimaba por vez diez mil a un microscopio para constatar finalmente y al borde del llanto que sus experimentos habían dado resultado: allí yacía, en una pipeta en Moscú o en Minneapolis o incluso en La Habana, la primera vacuna eficiente contra el covicho. En ese momento de ilusión, embriagados por la exhalación por vez mil en el día de ciertos vapores de lavandina, no nos importaba de donde viniera la vacuna, ni quién la fabricara, ni cuántas dosis tuviera, siquiera si iba a tener algún tipo de contraindicación. Quizás peco de atrevida al trasladarle al mundo entero mis propias experiencias personalísimas, pero para eso está el periodismo: homogeneizar, bajo la luz de la libertad de expresión, el variopinto de sensaciones universales que los seres humanos sentimos y no decodificamos del todo. Menos mal que nos tienen a mano.

Más resulta que ahora, cuando la vacunación nos llega, ciertos especímenes sociales eligen no colocársela. Advierto de antemano un par de cosas: la primera es que digo “nos llega” porque me refiero a mi franja etaria, la sub-35, y digo “eligen” porque no me refiero a aquellos que no se vacunan por problemas y deficiencias estructurales. ¿Siente ese ruido? Es el sonido de mi paraguas abriéndose frente al posible chaparrón de críticas por izquierda y por derecha de los eternos Daríos, Sandras y Lucianos de la vida. A ellos, mis respetos. ¡Nunca cambien!

Retomando lo dicho, parece que a la generación que nació con un celular en la mano y una aplicación para todo le cuesta anotarse en una página web y pedir un turno para vacunarse. Y ahora, leyendo esta situación, los diferentes ministerios de salud tienen que salir a buscarlos, casi a convencerlos, para que se dirijan a su centro vacunatorio más cercano a darse el líquido. Yo los iría a buscar, pero los traería de la oreja, como otrora hacían nuestras madres si por jugar en la vereda nos distraíamos y nos olvidábamos de ir a almorzar. ¿Se supone que la mismísima Carla Vizotti tiene que ir a pararse en la puerta de cada gimnasio y de cada cervecería artesanal a pedirte a vos, que no hacés otra cosa que rascarte las gónadas casi con el compromiso de un atleta olímpico, que te vacunes? ¿En medio de una pandemia mundial? ¿Cuando la vacuna es el bien más escaso del mundo y se están tirando de las mechas para conseguir una en el 99% de los países? ¿Tenés algo mejor que hacer que vacunarte? ¿Qué onda? ¿Están dando Friends otra vez, salió un libro nuevo de Harry Potter, se te muere el tamagotchi?

Perdón que les tutee pero yo no doy más. Realmente. Entre les boludez de que “colgaron” en anotarse y les que ahora son sommeliers de vacunas y “no se quieren poner cualquiera” me siento francamente con ganas de viajar al espacio exterior con Elon Musk para nunca volver. ¿Cómo te podés “colgar” en vacunarte? ¡¿Hacés ocho horas de cola para entrar al Lollapalooza a escuchar música saturada y tomar birra pero te da pereza va-cu-nar-te en medio de una PANDEMIA MUNDIAL SIN PRECEDENTES?! ¿Tienen que ofrecerte UNA PINTA DE BIRRA a cambio de UNA VACUNA? Lo mal que negocias, hermano. Una es un bien escaso carísimo. La otra es literalmente un producto de libre circulación con cierto sobreprecio, dependiendo del barrio.

Pero el especímen más estrafalario es el que, una vez anotado, no quiere ponerse tal o cual vacuna porque NO LE GUSTA LA MARCA. Esto es tan de niño criado bajo el signo de Nesquik en lugar del viejo y querido Quillá. Tan, pero tan de Coca Cola versus Pepsi. No quieren la Sputnik porque con esa no te dejan entrar a Europa, no quieren la Sinopharm porque no es tan efectiva, no quieren la AstraZéneca porque, atención, te “noquea”. Un día de fiebre y un dolorcito de cuerpo y ya “te noquea”. Me siento Ruggeri diciendo esto, pero, ¿para eso hacen crossfit ustedes? ¿Para que dos días de sentirte medio mal ya sea un argumento válido contra una vacuna? Gente que se mete polvos proteicos de dudosa procedencia en el cuerpo y hace cualquier dieta que algún coreano le recomienda en TikTok oponiéndose a las vacunas porque son “un negocio” o porque “no saben cómo las hicieron”. Gente que usa spray para limpiarse el aura y elige a su pareja basándose en cómo estaba el cielo el día en el que nacieron duda de la eficiencia de una vacuna pensada, testeada, aprobada y puesta en circulación por los más altos organismos del mundo. Es, realmente, de no creer. Es como acercarle a un moribundo una cantimplora con agua en el medio del desierto y que el susodicho te pregunte si es de la canilla o mineral.

Yo me vacuné. Y me saqué una selfie, porque si no te sacás la selfie nadie sabe que te vacunaste, y por ende no estás del todo vacunado. Yo me vacuné y quería la Sputnik porque es la que nació de ese amor frustrado y trunco entre Cristina y Putin. Es, además, la que me iba acercar más a la madre Rusia, que no es la nación europea sino Natalia Oreiro. Yo me vacuné y de ahora en más, cada vez que conozca a alguien, no le preguntaré ni de qué signo es ni a quién votó en 2015. Voy a mirarle de frente, casi metiéndole miedo, e indagaré hasta saber si es un ciudadano de bien, con sus vacunas al día, o un consumidor de fake news que ve conspiraciones en todos lados al punto tal de rechazar, en medio de un mundo en llamas, el único matafuegos capaz de alargarle un poco más su vida.

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