Relato de Santiago Ramayo, 13 años en abril del 2003, residente entonces del barrio Parque Juan de Garay. 

Mi nombre es Santiago Ramayo, tengo 31 años, vivo en Santa Fe capital. Desde hace ocho años trabajo en una agencia de publicidad, en marketing. Ahora, muy recientemente, estoy haciendo docencia en la UNL, en la cátedra de Planeamiento y Control de la Facultad de Ciencias Económicas, a donde antes estudié. Además, soy secretario de una Asociación Civil llamada Proyecto Revuelta. Todavía sigo militándola ahí adentro, sobre todo en el Bachillerato Popular, la escuela de gestión social. 

En el 2003 tenía 13 años. Justo estaba comenzando la secundaria en la Almirante Guillermo Brown, venía de hacer la primaria en otra escuela que es la Avellaneda, las dos son escuelas públicas obviamente. Vivía con mis viejos y mis hermanos a una cuadra del Parque Juan de Garay, en una zona donde hay grises entre dos barrios, de calle Vera para este lado se dice que es barrio Juan de Garay y para el otro lado se dice que es barrio Roma. Ahora ya me mudé, mis viejos siguen viviendo ahí y les hijes estamos todos divididos en otras partes de la ciudad.

A esa edad, la otra institución de la que participaba era el club Rivadavia Juniors. Me quedaba a cinco o seis cuadras de casa, tenía que atravesar el parque y dos cuadras después estaba el club. Jugaba al básquet ahí, desde chiquito, desde los 7 años más o menos y seguí jugando hasta los 13, cuando se da un quiebre con la inundación. 

Si hay un momento muy bisagra para mi vida es ese día, el 29 de abril de 2003, un día muy raro, muy clave para mí y para muchos que la pasamos. Como era abril, hacía poco había comenzado las clases y recién estaba conociendo mi nueva escuela. Yo tenía muchas ganas de conocerla, tenía muchas expectativas como estudiante, porque mi escuela anterior estaba muy cerca de mi casa, siempre fue muy humilde, muy tranquila. Así que fui con todas las expectativas a esta institución más céntrica, con muchas ansias de seguir creciendo y aprendiendo mucho, y pum, abril me arranca con una inundación que me separa un poco de la escuela y de mis incipientes amistades.

Recuerdo ese día entero desde muy temprano. El día anterior ya se escuchaba algo acerca de que estaba creciendo el agua. Esa mañana me acuerdo de escuchar la radio mientras desayunaba con mi mamá y mis hermanas. Siempre desayunábamos juntos y después cada uno iba para su lado. Mi vieja me llevaba a la escuela porque íbamos para el mismo lado, ella era docente ahí. No me acuerdo el día de la semana, pero claramente había escuela. Esa mañana entra mi mamá a una clase de música pidiendo por mí, diciendo “lo vengo a buscar a Santiago”. Muy raro todo, yo dije “¿qué pasó acá?”, pero estaba también un poco contento porque me iba y no entendía. Levanté las cosas, mi vieja me dijo “mirá ¿te acordás de ayer? Está creciendo el agua así que vamos para casa, papá está yendo para allá también…”. Me acuerdo que llegamos cerca del mediodía. 

Lo primero que me di cuenta cuando fuimos al barrio era que ya había movimiento. Ya había gente que estaba saliendo a la puerta, todos mirando, preguntando “che, ¿qué onda?”. Justo nuestra casa está en calle Junín al 4000, en una esquina teníamos al Parque Garay y en la otra un terraplén por donde pasaba el tren. Del otro lado, había un barrio muy humilde y muy cercano al Salado. Así que nosotros tomamos esa subida donde pasaba el tren como punto de referencia, dijimos “si pasa esto, nos vamos a inundar”. 

Dante y Santiago Ramayo el 29 de abril de 2003, sin imaginar el caudal de agua que dos horas más tarde taparía por completo su casa. Foto: familia Ramayo-Garau.

Así que cuando llegué había mucho movimiento. Recuerdo ver gente subiendo en algunos balconcitos. Ahí ya me empecé a alarmar un poco, no sé si a alarmar exactamente, pero a tener un poco más de noción de lo que estaba sucediendo o de lo que estaba por suceder. Nuestra primera idea o reacción fue tapar las alcantarillas, juntar arena para tapar ese tipo de aberturas. Claro, eso era porque ya estaba filtrando agua. En los baños o en el lavadero ya había crecido un poco, me acuerdo que pusimos un zócalo sobre la rejilla con mi mamá. Empezamos a hacer eso, pasó media hora, y recién ahí llegó mi viejo con el auto, que en ese momento era remisero. Cuando llegó nos pidió que empecemos a levantar las cosas. Así que la segunda reacción, tras tapar las alcantarillas, fue subir los televisores y ese tipo de objetos a la mesa, a los muebles más altos. 

Mis viejos escuchaban la radio y aunque yo era chico estaba todo abierto, no me estaban escondiendo nada. Yo creo que ellos también internamente estaban pensando con realismo y me contextualizaban. De manera que en un momento mi vieja dijo “empecemos a cargar un par de cosas a ver si las podemos llevar a lo de la abuela, así no se mojan”. Arrancamos con lo más importante que era un televisor gigante, de esos que venían antes, totalmente pesado, sumado a la computadora de escritorio, un par de cosas más de la escuela y un poco de ropa. Me acuerdo que subimos las cosas al auto. En una de las idas y vueltas de mi viejo, salí a la calle a ver, porque también estaban mis amigos saliendo de sus casas. Vi por lo menos dos camiones de mudanza levantando todo. Y ahí ya me cayó un poco más la ficha.

Había mucha gente mirando cómo estaba la situación del otro lado desde el terraplén. Hasta mi vieja en un momento fue y miró. Yo no lo hice, obviamente, porque era muy chiquito. Cuando mi mamá volvió dijo “che, juntemos un par de cosas más que me parece que va a pasar”. La gente estaba entonces más exaltada. Algunos ya saliendo del barrio, yéndose. Algunos diciéndole a otro vecino “che, mirá si realmente se viene el agua yo me voy a subir a tu techo” o “yo me voy a subir a tu balcón”. El ambiente estaba un poco más tenso. 

En eso, cayó mi hermano que ya se había mudado de casa, cortó su laburo y se vino con el auto. Seguíamos subiendo cosas arriba de los muebles, juntamos algunas cosas más, pero nunca nada muy importante, porque no sabíamos realmente qué era lo que iba a suceder. Con mi hermano partimos hacia lo de mi abuela y yo ahí ya me quedé en la casa de ella junto con mis hermanas, esperando. Me parece que me fui bastante rápido, a eso de las dos o tres de la tarde, y después ya no volví. Cuando nosotros nos fuimos estoy casi seguro de que había por lo menos agua en la calle, por lo menos un poco sobre el asfalto. Y eso fue de un momento para el otro. 

En la casa quedó mi vieja, porque mi viejo estaba yendo y viniendo con el auto. La casa de mi abuela queda en calle Huergo, a unas cincuenta cuadras, así que tampoco podía hacer mil viajes. Todo lo otro que sé es porque me lo contó mi mamá, que fue la última en irse de casa, siempre la luchona, se quedó hasta lo último. Según ella cuenta, nosotros nos inundamos de un instante para el otro, cuando el agua pasó de ese terraplén de la vía, dos o tres horas después, ya le llegaba el agua a la cintura. Como a las cinco o seis de la tarde, máximo eso, ella se va. Cierra la casa ya con un metro de agua adentro. Se encuentra con un vecino que ya estaba arriba del techo, porque había bastante agua, que le pide un buzo o algo de abrigo. No sé cómo fue, pero mi vieja le tiró un bolso. Y fijate lo rápido que creció, por lo menos en nuestra zona, que mi vieja apenas pudo atravesar el patio de nuestra casa que tiene unos veinte metros. Cuando llegó al frente se subió a una cabina de gas y de ahí al tapial, a donde esperó a mi papá que la terminó buscando en una canoa. Fue en un instante. Hizo toda esa caminata con el agua ya a la altura del pecho. Llegó hasta ahí y no siguió más porque encima no sabe nadar. A todo eso, mi viejo estaba desesperado porque ya no podía entrar con el auto, desesperado esperando que alguien pase con una canoa y lo ayude, cosa que al final logró. 

Cuando mis viejos llegaron a la casa de mi abuela, pocas horas más tarde que yo, fue el momento más duro de todos. Cuando nos dijeron “perdimos todo, está todo inundado”. Me acuerdo de estar sentado en lo de la abuela pensando “che, ¿cuándo van a volver mamá y papá?” y poco después de tenerla a mi vieja diciéndome de entrada, sin vueltas, “mirá, se inundó todo y nosotros no sacamos nada”. Esa noche mi viejo volvió a ir, se quedó ese día y los siguientes, con otros vecinos, turnándose de un techo a otro para cuidar las casas. 

Dante Ramayo, papá de Santiago, parado sobre el tapial de su casa todavía inundada días después del 29 de abril de 2003. Foto: familia Ramayo-Garau.

Nosotros venimos de una familia que arrancó muy humilde, en el momento de la inundación estábamos bien, se podría decir, justo habíamos hecho una refacción en la casa. Obviamente, mi viejo había arrancado con la remisería porque en el 2000 estaba todo mal y pasó del banco al remis, fue un momento bastante difícil. Pero antes de eso les estaba yendo bien, la verdad es que nunca fuimos de tirar manteca al techo tampoco, no éramos ricos ni mucho menos, pero justo ellos habían hecho el esfuerzo de remodelar algunas partes de la casa y había quedado re piola, re linda, y pum, chau, ahí inundación, entonces fue un tema. Tres años después de arreglar la casa nos inundamos. 

Yo creo que a mis viejos les habrá dolido un montón. Ellos siempre pensaron que iba a ser solamente un poco de agua. Un poco son veinte centímetros adentro de tu casa, nada más, algo que además jamás nos había pasado. Para que el agua ingresara tenía que subir a la vereda, después cubrir los veinte metros del patio y recién después estaba la casa. Pero esa vez la cantidad de agua fue tanta que llegó hasta el techo. Siguió creciendo ferozmente hasta estancarse más o menos a la medianoche. Creo que no llegó a tapar el techo, pero llegó a los dos metros. Nosotros estábamos por Junín, a dos cuadras de la cancha de unión que también se inundó. El Parque Garay entero se inundó llegando casi hasta la Avenida Freyre y mi casa estaba del otro lado del parque. Estamos hablando de cinco cuadras, o sea, no había chance de zafar. 

Por suerte, teníamos a mi abuela que vivía sola, en Huergo, llegando a Aristóbulo casi. Fue cuestión de instalarnos ahí para arrancar de cero, repartirnos las habitaciones e ir viendo qué sucedía. Por suerte, tenía una casa grande en ese momento y nos pudimos mínimamente acomodar. Mis tíos eran de Pellegrini, de un campo, y lo primero que nos dijeron era “che, vengan para acá”. Pero qué nos íbamos a mudar a un pueblo. Había que buscar la forma de acomodarnos como para continuar la vida un poco, la responsabilidad de ese día, había que seguirla.

Recuerdo un montón de ese período que pasamos viviendo en la casa de mi abuela. Me acuerdo de la gente ayudándonos un montón. Recuerdo que la Almirante estaba ayudando a las personas inundadas, así que tampoco tuvimos clases durante varias semanas. Obviamente corté con el básquet, el club también se había inundado. 

Recuerdo reunirme en ese período con mis cuatro mejores amigos del barrio con los que había estudiado en la primaria, que vivían a dos o tres cuadras de mi casa, que también estaban inundados. Jugábamos, hablábamos un poco. La verdad es que a los 13, 14, ya estás un poco ducho también con algunas cosas, o por lo menos ya empezás a darte cuenta. Cuando te pasa algo así es una cachetada de la realidad que bajás, bajás, pero totalmente, por obligación bajás, es así. Nosotros nunca fuimos caretas ni nada, re tranqui siempre, entonces como que siempre la vivimos y la supimos masticar a la nuestra. Así que me acuerdo de estar siempre visitándonos, hablando de quién se inundó y quién no, a quién le llegó, cuándo, hasta cuánto. 

Después de un tiempo, fue cuestión de empezar a hacer la vida de alguna forma cotidiana, organizarnos de nuevo. Mi viejo tuvo que salir a laburar igual. Mi vieja, cuando las cosas en la Almirante se ordenaron un poco, también tuvo que volver a laburar. Yo ya empecé a tener clases. De todas maneras, en ese momento hasta agradecés que tus viejos hayan tenido laburo, porque habías pasado obligatoriamente a no tener nada y la única forma de ir reordenándote un poco era que tu viejo tenga trabajo. No había otra. 

Me acuerdo que se decía que alguien nos iba a ayudar desde el Estado, se estaba rumoreando sobre algún subsidio, qué sé yo. Al final no sé si mis viejos lo terminaron de agarrar o no, era muy poco, casi como que te digo que eran diez mil pesos ahora, una cosa así. Ellos sí lo agarraron, en verdad, porque recuerdo que les alcanzó apenas para pagar que vaya alguien a limpiar mi casa. Si no fue eso, es que recibieron una ayuda de algún familiar. Lo que me acuerdo es que fueron dos o tres tipos a limpiar, a pasarle con hidrolavadora a las paredes, a sacar la tierra y cosas así. 

A todo esto, creo que el agua recién empezó a bajar después de los dos meses, no me acuerdo mucho, la verdad que no tengo ese dato fehaciente. Pero fuimos unos de los primeros que volvimos al barrio. No estaba bueno vivir tanto tiempo en lo de mi abuela, queríamos volver de alguna forma simplemente porque era nuestra casa.

Antes de ir, de guachos, flasheábamos con pelotudeces acerca de lo que íbamos a encontrar. Ya se escuchaba que había tiros, que esto, que lo otro, sabíamos que un vecino escuchó a alguien y tiró un tiro al aire, se decía que habían encontrado uno no sé dónde y entonces vos flasheás “en mi patio van a encontrar a alguien tirado”. Cosas de pendejo, que decís porque no entendés, pero lo imaginás. Por suerte en mi patio no pasó nada, tampoco hemos escuchado que hayan entrado a robar en nuestra zona, pero hubo ese tipo de situaciones. En lugares mucho más carenciados, donde hay muchas más necesidades, fue terrible, mucho más exagerado. 

Tengo las peores imágenes de volver a mi casa, imágenes que ya veía en la tele, que describían en la radio. Yo quería ver en persona cómo había quedado mi casa, mi vieja no tanto y mi abuela directamente no quería saber nada. Mi abuela decía “cuando ustedes estén ahí, estén durmiendo y puedan vivir, recién ahí voy a ir a ver”. Por lo tanto, la primera vez volvió a casa mi viejo con mi hermano y creo que con mi tío, cuando el agua ya estaba a un metro y algo, ni siquiera había bajado del todo. Abrieron la puerta que no era más recta sino que estaba curva por efecto del agua. Ahí ordenaron un par de cosas, no sé qué hicieron. A los tres o cuatro días fui yo también. Mi viejo me preguntó si quería ir y le dije que sí, estaba al pedo y realmente quería saber cómo había quedado, quería ver, quería ayudar.

Para describirte el estado, es como si agarro este mate que tengo en la mano, lo sumerjo, lo pongo en el barro, lo dejo un día y lo saco. No hay otra descripción. Es barro por todos lados. El pasto totalmente quemado, como cuando vaciás una pelopincho, que están todos los bordes destrozados y se arman pozos. Dentro de la casa habíamos apilado todos los muebles, después entró el agua que mientras estuvo se movía, lógico, subía, bajaba. Así que cuando entramos estaba todo tirado y revuelto. Quilombo, suciedad, mugre, agua estancada. Bueno, así, horrible. Y el olor, el olor… El olor no te lo olvidás nunca más, el olor a podrido del agua, del barro y todo eso. Justo es una característica mía, tengo mucho olfato, no sé por qué, así que esas cosas encima me las acuerdo en detalle. Ahora hace mucho que no me pasa, pero en algún momento me tocó oler algo podrido y decir “esto es inundación”, al toque. 

Otro dato es que para entrar a la casa había que llegar al barrio. Yo siempre flasheo con el tema de las guerras en otros lados, toda la gente tirando escombros afuera, en las veredas. Esto era más o menos parecido, la gente sacando todo podrido como estaba a la calle, los muebles, las vestimentas. Hay cosas que obviamente jamás las ibas a recuperar y si las podías llegar a recuperar la verdad es que lo pensabas dos veces, si tenías ganas de recuperarlo o no, si ibas a asumir ese laburo. Al final, terminamos descartando y tirando mucho. 

Cuando empezó a bajar el agua fue limpieza, limpieza, limpieza, todos los días. Mis viejos iban, sacaban ropa, manoteaban cosas, las llevaban a lo de mi abuela, y nosotros, los chicos, las lavábamos, las colgábamos. No nos escondían nada, llevaban bolsas con ropas y se ponían a lavar delante nuestro. Recuerdo estar en la terraza de mi abuela secando fotos, que tenían un olor tremendo, a ver si se podía salvar algo. Eso también era un dolor, separar cuál es la que zafó y cuál la que no, que son recuerdos que ya está, nunca más los recuperás. Y el olor, obviamente llegás al punto que ya no… Obviamente, guantes, desinfectante, todas las cosas.

Tuvimos la fortuna de poder rescatar una casa, lo que para mí es un montón, considerando que otras familias quizás no pudieron hacerlo. Hemos tenido que volver a pintar, las puertas internas las cambiamos todas porque eran de madera más finita, esas sabés cómo quedaron, explotadas estaban. 

Las marcas de la inundación se notaron en la casa por un tiempo, durante varios años. No me acuerdo la explicación técnica, pero en un momento es como que el agua se estancó en un nivel, o sea, bajó hasta que se estancó en un punto y se quedó ahí mucho tiempo. Por las napas me parece que era, porque las napas estaban altas, no sé, había una explicación, yo medio ñoño lo escuchaba, me lo aprendía y después lo replicaba. Es como que el agua llega al tope, después va bajando, va bajando, va bajando y queda en un momento clavada, durante una semana al menos. Entonces se veía la marca de la altura del agua estancada en la pared. Inclusive en los años posteriores a la inundación, cuando entraba a mi casa veía la línea en todo, desde el patio hasta el portón. Hoy en día estoy casi seguro de que no se ve, en parte porque mis viejos pintaron, en parte porque el patio está lleno de plantas que tapan el muro, pero al principio se re veía. 

¿Qué nos quedó? Muebles de algarrobo que mis viejos habían comprado dos o tres años atrás, que eran de calidad, que por suerte los habíamos comprado porque sino teníamos que comprar todos de nuevo. Las sillas de aquel momento son las mismas que tienen mis viejos ahora. Trapito, trapito, las metíamos en el sol y así, no una vez sino una semana entera, de a poco se les empezó a ir el olor. La mesa grande es de la inundación, la puerta grande es de la inundación, el portón es de la inundación. Los otros muebles, como las camas, eran de madera de pino, o sea, se rompieron todas, se hincharon y se empezaron a desarmar. 

Después, objetos, recuperamos poco y nada, los que nos llevamos antes. Como a mí siempre me gustó la electrónica y todo lo digital, era el nenito que siempre estaba en la computadora, lo primero que manoteé fue la CPU, pero apenas eso, ni la pantalla cargué. La tele no sé quién la manoteó y mi vieja creo que agarró el microondas, no mucho más. Creo que una tele zafó a pesar del agua, alguien la abrió, la limpió toda y zafó por un par de meses. 

Cosas que yo haya perdido y que me hayan parecido un garrón… bueno, perdí todo. Uno ni se acuerda, posta, te juro. No recuerdo porque era muy guacho, a esa edad no tenía muchas cosas, a lo sumo una bici, que creo que estaba, la limpiamos, pero no mucho más. Sí perdí las zapatillas con las que jugaba al básquet, entonces, viste, “nooo, me olvidé la zapatillas esas que usaba para los partidos, que me habían regalado hace poquito”. A ver, esta es mi experiencia, no sé cómo lo habrán pasado mis hermanos que son todos más grandes, yo soy el más chico de mi familia. Mi vieja que es docente tenía muebles llenos de libros que se perdieron. 

Nunca fuimos de ostentar nada y nunca tuvimos muchas cosas. Yo nunca fui de lo material, digo nunca porque lo pienso ahora en retrospectiva. Capaz lo tengo de la inundación y no de antes, puede ser por eso. Por ejemplo, hoy tengo este mate y si mañana lo pierdo voy a decir “qué lindo mate que tenía”, pero nada más. El desarraigo capaz que lo tengo de ahí. Y antes, no sé, me cuesta verlo, porque ya está, yo a mi vida la tuve transitada por ese momento que me marcó. 

¿A qué volví después? Bueno, al básquet intenté volver, pero me fui al otro bando, a República del Oeste que es totalmente el versus de Rivadavia Juniors a donde jugaba antes, es el contra, un club que también está cerca de mi barrio. Probé un mes y ya no me gustó, porque era otra gente. Viste, el básquet es muy elitista, era la High Society. O por lo menos yo lo mamaba de esa forma. Como que ahí anulé totalmente. Creo que en algún momento mi viejo me preguntó “che, ¿te pinta volver? ¿querés?” y yo como “nah, por ahora no, ya fue”. Nunca más volví en mi vida.

A la escuela tuve que volver por obligación. Tenía ganas, pero te quiero decir que había que ir, había que ponerle la cara, no había otra. Volver a la escuela fue un garrón. Lo puedo decir ahora de más grande, antes me daba mucha vergüenza. Yo venía de otra escuela pública con muchos más problemas que la Almirante, si bien guardo cosas muy hermosas de la primaria era un contexto muy conflictivo que en muchos puntos no era mi realidad en sí. La Avellaneda era una escuela bastante heavy, el primer revólver que vi en mi vida lo vi ahí, tenía compañeros que de la nada le pegaban piñas a las pibas, los pibes andaban en la droga. Yo nunca anduve en ninguna, toda mi vida fui muy tranquilo, muy sensible también. Me ponía mal porque veía a mis amigos que estaban en cualquiera, en las casas los re fajaban a los locos y a mí no me pasaba eso. Entonces fui con mucha expectativa a la secundaria, quería cambiar de aire, quería ver algo un poco nuevo y tener otro aprendizaje. 

Después de la inundación sentí mucha vergüenza. Realmente tenía muchas ganas de volver a la escuela, de reencontrarme con mis amigos, pero volví con unas zapatillas que no eran mías, con ropa y útiles donados, más de la mitad de cosas que tenía no me las habían comprado mis viejos, entonces, volví con otra onda. Miraba todo con otra onda. Y no solamente eso, sino que como mi vieja era docente ahí tenía mucho respaldo de sus colegas, que a mí me querían mucho por ser su hijo, no por otra cosa, porque recién arrancaba, de alguna manera eso también me afectó. 

Me acuerdo de la primera clase en la que pasó algo muy parecido al día de la inundación, esto de mi vieja entrando y diciendo “lo buscó a Santiago”, me vuelven a sacar de la clase. Me acuerdo que éramos dos o tres caminando en los pasillos de la Almirante, en una escuela que, yo no tengo idea pero, ¿cuántos alumnos habrán sido? ¿mil? ¿cuatrocientos? Bueno, solamente tres personas fuimos a este lugar. Nos sacaron de la clase a unos pocos alumnos, fuimos a dirección, incluso no estaba presente mi vieja, y ahí la directora nos dijo “che, juntamos esto entre los docentes y es para ustedes” y nos dieron útiles. Me acuerdo que me dieron una carpeta transparente amarilla, yo la odiaba, no me gustaba para nada, pero era lo que había, no tenía otras cosas. Me acuerdo que la usé un tiempo. Sé que fue con buena intención, como un buen gesto, pero tampoco me lo voy a olvidar, era como “vení vos que te inundaste, vení para acá que te voy a dar esto”. Fue duro porque éramos poquitos. Lo que me di cuenta en ese momento era que dentro de las mil personas que había en la escuela éramos tres pobres, éramos tres que tuvimos otra. Qué sé yo, tal vez esté desacreditando un poco lo que le pasó a otras personas, capaz nadie sabía nada, capaz apenas me lo dieron a mí, ni siquiera me acuerdo de las otras dos personas que estaban ahí. Pero bueno, fue bastante choto.

En la escuela hubo gente que volvió más tarde, o sea, alumnos que retomaron dos o tres semanas después. Había gente que te enterabas que se había inundado pero que no lo quería decir. No estoy juzgándolos, sino como que después te enterabas y era como “ah, él también, mirá…”. Me acuerdo de gente que no quería decirlo, siendo que habrá tenido, no sé, soy muy malo con las medidas, unos cincuenta centímetros de agua en la casa. Imaginate yo que había tenido dos metros. 

No sé si hablé mucho del tema con los amigos que recién me había hecho en la secundaria, los conocía hacía un mes solamente y había pegado re buena onda, pero no recuerdo haber tenido conversaciones en la escuela sobre esto. Tampoco recuerdo el docente parando un poco la pelota, como diciendo “che, ¿vieron lo que pasó el mes pasado? charlemos de esto”, no lo vi tanto a eso o capaz no lo recuerdo. Tampoco sé si lo quería. Por ahí sí recuerdo determinados actos. Hubo un 29, quizás el primer 29, que toda la escuela estaba en el patio, la directora habló, habían invitado al intendente y todo eso. Yo ahí ya empecé a pirar, ya de entrada no quería saber nada. 

En ese momento, mi vieja ya estaba militándola, ahí arrancó la militancia de mi vieja y yo me prendí y aprendí un montón. La militancia de mi vieja me marcó para toda la vida también. 

Intervención de la Marcha de las Antorchas en la peatonal. En la foto se ve a Margarita Garau, mamá de Santiago, repartiendo volantes junto a otras personas con carteles, en reclamo de justicia. En un cartel se ve a Reutemann vestido de preso. Foto: familia Ramayo-Garau.

Desde antes de la inundación, mis viejos escuchaban todas las mañanas LT10 o LT9, siempre fueron de informarse, mi vieja sobre todo. Me acuerdo de que ya estábamos levantando un poquito la oreja dos o tres días antes del 29. En un momento, no sé si fui yo o quién, pero alguien en la familia dijo “che, ¿y si el agua se viene para acá?” y “nah, no pasa nada, qué va a venir hasta acá, hasta nosotros, que tenemos primero cincuenta centímetros para que llegue al cordón y después otros cincuenta para que llegue a la puerta de casa y después otros tantos…”. Claramente no hubo notificación de nada. Nosotros escuchamos eso de “barrio Yapeyú, barrio qué sé yo, no van a tener problema”, o sea, Reutemann diciendo descaradamente “no van a tener problema” dos horas antes de que el barrio se inundara. Mirá lo que era la rapidez y la velocidad, no es que te pasaba a la semana, a las dos horas teníamos el barrio inundado. O sea, muy loco, porque nadie tenía una información fidedigna. 

Lo que supimos después con el diario era que no había ningún estudio bien realizado, ni nadie que venga llevando, poniendo, diciendo “che, vamos a sacar a la gente de acá, porque por lo menos, no sé, avisémosle un poco”. La voz que escuchábamos era la de los periodistas que hacían su investigación o que estaban ahí pinchando para ver qué iba a suceder. No era una voz oficial del gobierno. El gobierno no te decía “che, mirá, va a haber una inundación“, como cuando te avisan que cortan la calle o que va a haber un corte de luz en cierto horario. No era eso. Eran los periodistas yendo a preguntarle a los gobernantes “che, mirá, están diciendo que hay un terraplén ahí que no va a aguantar nada y que el agua sigue creciendo…” y ellos respondiendo “sí, no sé, nosotros tenemos los estudios hechos y va a estar todo bien y blablabla”. Indignante.

Otra cosa para comentar de ese día es que fue horrible, porque llovió feo y hacía frío. Estábamos en abril pero ya estaba fresco. Me acordé de la lluvia porque encima no es que al otro día salió un sol, sino que a los tres o cuatro días seguía lloviendo. Mi viejo o mi hermano iban a mi casa en una canoa para ver qué onda y no paraba de llover. Vos decís loco, no puede ser, no sale un día el sol como para que seque. Imaginate nosotros pensando “que seque, que el sol seque”. Es como ahora, cuando pasan los incendios de los humedales y vos decís, loco, que llueva, a ver si se apaga porque claramente no lo va a apagar nadie y a nadie le importa. Bueno, tal cual, nadie se responsabilizaba, asumía, actuaba.

El gobierno, nada, una chotada, una cagada de risa porque realmente no le dieron bola, no es que no lo sabían, y cuando vos a algo no le das la importancia no podés tomar ningún recaudo, o sea, no podés tomar ninguna medida. Si vos hubieras previsto o hubieras escuchado lo que te estaban diciendo determinados estudios, habrías planteado “che, loco, mirá, me parece que el mes que viene va a haber una inundación, bueno, planifiquemos un poco para que la gente haga esto y esto”. No, cualquiera, ese día fue un caos. Los militares por todos lados, carpas por todos lados con familias. Yo pude irme a lo de mi abuela, pero hay gente que se fue a dormir a una plaza con una carpa que le armaron y comió durante diez o quince días sopa. Todas medidas coyunturales, improvisadas. 

Lo del subsidio posta que no me acuerdo si mis viejos lo terminaron de aceptar o no, porque no fue al otro día, el subsidio fue recién a los dos meses. Cuando empezó eso mis viejos ya estaban como fogoneando un poco, ya habían ido a ver qué onda a la Casa de Gobierno, ya se habían empezado a juntar. Como que ahí nació la Marcha de las Antorchas. 

Lo más contundente, precisamente, fue la militancia de mis viejos. Mi viejo un poco menos, creo que más que nada porque tenía que laburar, porque no le daban más los tiempos, pero lo hizo a su forma y también la militó, no digo que no, pero un poco menos que mi vieja. Mi vieja se cargó la Marcha. No es porque sea mi vieja, es porque lo ví. Ella, Gabriela García, el Flaco, me acuerdo de los cabecillas, de los primeros, todos los martes reunidos. O sea, todos los martes o todos los jueves, ahora no sé, pero me parece que fue un martes ¿no? Los jueves son las rondas de las Abuelas de Plaza Mayo, puede ser. Imaginate si se juntaban, las abuelas y los inundados, unos con las velas, las otras con los retratos de los muertos, tremendo. 

Una experiencia similar, de esa envergadura, en mi vida no hay. Mis viejos saliendo todos los martes a militar, gente viniendo todos los fines de semana a pintar y armar cruces a mi casa. Ir a poner cruces, a hablar, a decir, a nombrar los muertos. Yo escuché cuando el hijo de una compañera que era una de las cabecillas de la Marcha contó que el hijo se suicidó, o sea, lo escuché. Te quiero decir que nos enteramos de un día para el otro que el hijo estaba mal, estaba mal, estaba mal, pasó un mes y ya. De esas, un montón. Vivencias muy singulares atravesadas por el dolor, que se vuelve a pasar al recordar, al volver a pasar por ese tema. Lo volvés a pasar indudablemente en muchas cosas. Es lo que te digo, lo que te conté hoy, esto del olor, que te puede pasar ahora si agarrás una hoja ahí que te quedó medio podrida, no sé, qué se yo y ¡tac!, ya el olfato te activa la memoria. 

Al margen de la Marcha, no sé si lo hablamos mucho en mi familia. Tampoco sé si fue tan explícito eso de vamos a seguir para adelante, era como que la marea te llevaba. Mis viejos se levantaban a laburar. Mi vieja iba a la escuela. Tratábamos de hacer un poco de vida normal, entre comillas, dentro de todo. Y como, qué sé yo, viste, te pasó. Te pasó y hay que seguir. No hay otra. 

Mi casa no volvió a inundarse. Como esa vez, no, no hay chance. Creo que en el 2007, cuando hubo otra gran inundación, llegó el agua hasta el cordón, veinte centímetros, ni siquiera alcanzó la vereda. Por lo menos en mi barrio, hasta el terraplén, no había gente inundada. Creo que justo en la esquinita había un poco más de agua, pero si le llegó a entrar a alguien habrá sido hasta la puerta o apenas un poquito más adentro. Por lluvia a lo sumo se inundó la calle, el asfalto, no más que eso, alguna vez que se tapó el desagüe. 

Me preguntabas si yo me volví a inundar y sí, estoy cayendo ahora, yo me volví a inundar, con Revuelta yo me volví a inundar. Lo recontra padecía mal. Es otra vez conocer gente, familias que querés, que se inundan y que se inundaron, que ese día se tienen que ir de la casa. Es volver a replicar las cosas que te pasaron a vos, que les pasa a otras familias. Diferencias hay un montón, sin duda, la mayor tal vez sea que se inunda un barrio y medio o dos, mientras que la otra vez era todo, la cuarta parte de la ciudad o media ciudad. Y ahora como es un barrio, menos que menos te vas a poder creer que va a venir alguien a ayudarte. La Vuelta del Paraguayo tiene un montón de temas que son otros también, hay que entenderlos, no son los mismos que los míos, ni a palos, porque además es visible que hay gobernantes decididos y conscientes de que no quieren hacer nada ahí, de que no van a hacerlo, que saben que no van a tomar ninguna medida para impedir una inundación con acción humana porque no te reconoce y cuando alguien no te reconoce te niega. Como decía Videla, son desaparecidos, no están... O sea, no te quieren reconocer. Eso es un viaje. Yo he estado sacando gente, mejor dicho, he acompañado gente a ir a vivir a los módulos de mierda que hacía Corral cuando era intendente en la 168, a vivir así, por un mes, un lugar totalmente precario. Ahí te re inundás mal. Además nos inundamos con el Bachi. Metés una pata y a partir del momento en que hiciste relaciones afectivas con la gente del barrio y encima construiste un Bachi, te inundás vos. Este año particularmente, como no hay crecida no estamos pasando eso. A nosotros nos parece raro que no haya inundación, porque el barrio se inunda cada dos años, tiene un ciclo, el agua tiene un ciclo, sobre todo porque se sabe por dónde va. 

La inundación del 2003 para mí fue un quiebre, esto que decía hoy temprano, una cachetada de la realidad, de una realidad que yo no conocía, primero porque tenía trece años, era muy guacho. Capaz que en ese momento me quería hacer el grande pero era muy guacho, estaba viviendo algo que no lo tenía que vivir y tenía que empezar a aprender roles que no tendría que haber ocupado, como cuidar a gente.

Una vez estaba en un acto con uno de mis mejores amigos, no me acuerdo en qué situación era, un acto de la memoria, y alguien estruendosamente se larga a llorar pero mal. A mí siempre me quedó claro que para decir todo lo que se dijo en ese acto y para responder así, realmente tiene que pasarte algo en la vida. No estamos hablando de que me chorearon, me cagó el del kiosquito, no, no. Yo puedo poner las manos en el fuego, el ochenta o noventa por ciento de la gente que la está militando pero con corazón, es porque en su vida en algún momento le pasó algo heavy, que pueden ser un montón de cosas. Cuando te pasa algo de un día para otro, vos empezás a vivir en otra clave, es lo que hablamos siempre con Revuelta, la vivís en clave militancia, ves tu vida de otra forma. Podés intentarlo, pero no va a haber forma de ver la vida de otra manera, no hay forma, en tus relaciones, en todo. 

Por eso, para mí fue un quiebre y por esa razón yo empecé a militar después, primero con mi vieja en la Marcha y después con Revuelta, donde encontré el espacio en que toda esa angustia es compartida. Y con esto hablo de que es compartida con gente que también te dice “ah mirá, a vos también te pasó esto, qué cagada lo tuyo”, pero mi cagada y tu cagada y la cagada de él y la que nos está pasando todo el tiempo, somos muchos, loco, así que vamos a hacer algo, no da quedarse. 

Sentí una ruptura en este sentido y después me quedaron esas otras cosas como lo que ejemplificaba con lo del mate. Hoy como que me digo “si pasé una inundación, ¿cómo no voy a pasar esto?”. Por lo material no me preocupo. Vivo las cosas con otra sensibilidad, empatía total, filtra por los poros. Si tengo que describir la experiencia en un sentimiento creo que siempre termina siendo lo mismo. Lo dividiría ahí entre dos palabras, la angustia y la empatía, creo que eso es clave, esto de mirar las cosas con otra mirada. Uno dice, ya está, lo que te pasó a vos soy yo, vieja. No sé, me puse muy profundo. 

Uno después va creciendo, por la vida misma, es como tocar la guitarra. Cuando me preguntan ¿estás tocando la guitarra?, siempre respondo “menos de lo que quisiera”. Bueno, cuando pasan estas cosas la milito, pero hago menos de lo que quisiera. O sea, uno quiere dedicarle la vida, pero también tiene otra vida y tiene que dedicar espacio para las luces.

Entrevistas y edición: Larisa Cumin y Emilia Spahn.

Más de Niñas y niños de la inundación

 

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí