El intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner es un escándalo y una convocatoria a movilizar, pero también a pensar cómo estamos construyendo la vida en comunidad en nuestro país.

Para quienes no vivimos la Triple A, las dictaduras y los levantamientos carapintadas la democracia es un río sin costas a la vista. Es la estabilidad de las instituciones, cierto grado de seguridad de que no te van a matar o a torturar por tener reuniones o por ir a una marcha, es el Congreso de la Nación con las puertas siempre abiertas. Esta democracia, lo sabemos, no es un río de aguas diáfanas: la desaparición de pibes y de pibas, el accionar de las fuerzas policiales desde 1983 a la fecha, los asesinatos de José Luis Cabezas y de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán lo enturbian. Pero hay democracia, o un ideal de lo que entendemos por democracia, marchando.

Mi generación, nacida en los 90, no vivió en un país sin Poder Legislativo, naturalizó la existencia de partidos políticos e ir a votar hasta en las internas abiertas. Crecimos viendo piquetes que reclamaban al Estado, transitamos la adolescencia aprendiendo que las lucecitas verdes del tablero del Congreso son pasitos para la victoria, aprendimos a sentarnos a la mesa para discutir leyes y políticas públicas con quienes toman las decisiones. Muchas y muchos incorporamos a nuestras vidas las lógicas de las orgas (partidarias o no), diluimos nuestra individualidad en proyectos colectivos.

Para mi generación, la democracia es la certeza de que vas a salir de tu casa y afuera va a estar la vereda.

La pistola y las plazas

Una noche de septiembre alguien dice “le gatillaron en la cabeza a Cristina” y el corazón se te paraliza. Pensás que no escuchaste bien, te acercás a una pantalla y ahí lo ves. La mujer del 54% de votos en 2011, la que dijo una y mil veces “por ser mujer”, la de los discursos memorables, la amada y odiada, la eterna orgánica de su partido político, a un tiro de perder la vida. Ves la imagen y el corazón se te desboca. Casi como si supieras que vas a salir de tu casa y en lugar de la vereda va a haber un vacío. Como si de repente vieras la costa que señala los límites del río.

Nuestra democracia es joven y tiene deudas (la distribución de la riqueza, por ejemplo), pero es el plano de significación donde se construye la vida en comunidad. Ese plano son las instituciones electas por el voto popular, la investidura de quien gobierna y también los límites propios del proyecto político que asume el poder para administrar lo público. Por eso la foto de la presidenta del Senado con una pistola en la cara es un escándalo y una convocatoria.

Los mensajes entre compañeras de militancia empiezan a circular, pero nadie dice lo que da terror pensar. ¿Qué significa esto? Si le pasa a ella, ¿qué queda para nosotras, para nosotros, que no tenemos cargos ni somos líderes populares, pero ya asumimos un compromiso de vida con lo político? Porque al fin y al cabo se trata de eso: de la vida y de la muerte. El paraguas institucional que nos protege está amenazado de muerte.

Al otro día, las plazas: pibes, pibas, militantes, no militantes, viejos, viejas, eso que se llama el pueblo está en la calle y todos, todas, hablan de lo que le hicieron a Cristina. Lo que le hicieron a Cristina se lee espontáneamente como un ataque al sistema democrático. Aunque Jorge Lanata se empeñe en hablar de ella como una “pobre vieja loca” y alguna vez haya contado la anécdota de que subió por un ascensor y mandó a la ex presidenta de la Nación a subir por las escaleras, hay un pueblo que identifica su propia libertad con la investidura de quienes fueron electos. La plaza del 2 de septiembre de 2022 muestra que la población tiene memoria y defiende su voto y el de la comunidad que compone.

Hablar del odio

Pasan las horas y la foto de la vicepresidenta de la Nación con una pistola en la cara sigue replicándose. Otra vez: ¿qué significa esto? La pregunta del desconcierto inicial lleva a otra: ¿por qué llegamos a esto? Y ahí aparece la figura del odio.

Renglón aparte para los medios de comunicación que ahora repiten maniqueamente “discursos de odio”. Bienvenidos a lo que trans, mujeres y gays venimos denunciando hace tiempo: que un femicidio no es algo que pasa porque un loco se enoja con la mujer, sino que la idea de que alguien es descartable empieza mucho antes: con el chiste, con el ninguneo, con tocarte el culo en la calle y el intelecto en toda reunión posible (entre otras escenas de la vida cotidiana que no menciono acá por cuestiones de espacio).

El mensaje de la violencia como un problema estructural llegó con altavoces al debate público. La violencia se hace con palabras. El odio se hace con palabras. Nuestra cultura del deshecho no escapa a eso.

El odio no es el enfrentamiento entre dos partidos o coaliciones de gobierno; el odio no es la grieta (aunque sirva para alimentarla). El odio es sentir asco porque alguien es lo que es, es la imposibilidad de sentir empatía, es la otredad deshumanizada por completo. Cuando alguien es alienado de sus características de persona, es muy fácil pensar que puede ser eliminado. El odio se hace con palabras, pero empieza antes, con la imposibilidad de la escucha y la pereza para interpretar lo que el otro o la otra quiere decir. Adapto lo que oigo a lo que me conviene y ahí se termina la discusión. Se agarran dos pibas de los pelos a la salida de un boliche y lo filmo porque me da risa. En una sociedad así es fácil que una diputada provincial como Amalia Granata diga lo que dice desde Twitter, que se hagan encuestas en la calle sobre la culpabilidad de CFK en la Causa Vialidad como si fuéramos el país de los fiscales, que se cuelguen horcas sin pensar que la ahorcada puede ser Cristina, pero también tu prima que la quiere por el simple hecho de que le hizo sentir, alguna vez, que ella también podía ser presidenta.

En una sesión del Senado CFK dijo: “Eso pasa cuando en lugar de escuchar al otro estás pensando lo que vas a decir después”. Esa frase, dicha en medio de la cotidianidad de una discusión del Congreso, resume un poco cómo empieza todo eso que ahora etiquetamos como “discurso de odio”.

Y acá es donde desplazamos el miedo, porque salimos a la plaza y pudimos abrazarnos y empezamos a pensar (o me gustaría creer que lo hicimos) que esto significó una alerta para imaginar otras cosas. La democracia y sus símbolos fueron atacados a punta de pistola, pero este legado de 40 años no se defiende poniendo a todas las jugadoras a tapar el arco. Si algo demostró el atentado es que la democracia no es la vereda, ese piso que va a estar ahí siempre (aunque sea un deseo razonable), el río sin costas a la vista, sino que a la democracia hay que hacerla todos los días. Más que defenderla: afirmarla.

La democracia que tenemos es fruto de un pueblo que paró la máquina estatal de matar. Hoy estamos frente a máquinas nuevas, de desinformación, de estigmatización y de fragmentación. Todas y todos tenemos parte en eso. Si no lo vemos y seguimos creyendo que la democracia solo son las instituciones del Estado, que alguien más va a cambiar las cosas mientras nosotros scrolleamos las redes o que las victorias populares son el fruto de gestiones de gobierno y que nuestra responsabilidad termina cuando dejamos el voto en la urna, no estaremos siendo parte de la vida que decimos que queremos tener.

El amor vence

Intenté en estas líneas una reflexión a propósito del intento de femicidio de Cristina Fernández de Kirchner. Escribo femicidio y no magnicidio primero porque no me parece casual que la causa se haya caratulado así. Segundo, porque no puedo dejar de decir que lo que mucha gente odia de Cristina es que se atrevió a usufructuar el lugar que siempre tuvieron los tipos. ¿Quién cuestionó alguna vez que algún político sea soberbio o caprichoso? Cristina es una líder que no tuvo empacho en levantar la voz y que ostenta habilidades de estratega que no tienen sus compañeros ni sus adversarios.

Cuando superé el shock de la noticia, lo primero que pude afirmar es una certeza que sé que comparto con ella: “El amor vence al odio”. El amor vence al odio no es ganar elecciones, es transformar la manera en que nos vinculamos. ¿Esto quiere decir que tenemos que sentir empatía con Granata, en este caso la otredad de quienes pensamos distinto? No. Esto significa que el amor en clave de arma para la guerra (vaya oxímoron) es el de los derechos que fuimos conquistando desde las calles cuando la democracia fue recuperada, desde la primavera alfonsinista hasta nuestros días.

No podemos seguir habitando una sociedad donde la muerte sea espectáculo y donde dé lo mismo que a otra persona, sea quien sea, le vuelen la cabeza. Es imperioso desanestesiarnos del dolor ajeno.

Si algo hizo el intento de asesinato de la vicepresidenta de la Nación fue mostrar que la democracia vive en las calles, con sus banderas argentinas, sus pibas y sus viejos. Pero también que debe ser mejorada, ampliada, reformada. Colmada de amor y de dignidad, de escucha, de sensibilidad. No lo vamos a hacer revolcándonos en el vómito del odio ajeno y sí lo vamos a hacer movilizando todas las veces que haga falta, como el día después del ataque. Reaccionando, pero también accionando desde los lugares que habitamos. El 2 de septiembre, en la plaza, una mujer me dijo “quiero preso a Macri, pero si le hubiera pasado esto, también estaría acá”. Ese gesto es el inicio.

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