Dos décadas después de la primera edición, Telefé pone en pantalla nuevamente al reality que nos hizo entender que nada en la tele es real.

“Yo salí siempre con chetas, pero ahora salgo con mi novia que es re normal y no tengo ni un drama con eso”. Son las tres de la tarde de un sábado y la casa de Gran Hermano me recibe desde la gélida pantalla de televisor con esa frase que irradia, entre otras cosas, una leve luz de humanidad.

Sí, estoy mirando Gran Hermano. No, no lo miro todo el día ni me molesto en mirar los resúmenes del canal que lo pone al aire, y que elige recortarnos con criterio dudoso lo que ellos consideran que son los momentos más jugosos. Miro Gran Hermano y no voy a decir que lo miro ni como experimento sociológico, ni como placer culposo, ni siquiera como para tener material para esta columna. Lo miro porque me gusta. Me hace vibrar la misma fibra íntima que se detiene a leer conversaciones ajenas de WhatsApp cuando la perspectiva visual lo permite, o que se deleita chusmeando de balcón a balcón la ropa que mi vecina cuelga en su tender. 

Miro Gran Hermano porque, a mi criterio, no hay nada en este mundo más interesante que las personas. No hay juego ni narrativa que pueda competir con la charla cotidiana, la minucia de lo que surge de esa conversación que sostenemos pura y exclusivamente para no aburrirnos, el diálogo que se da entre dos personas que intercambian palabras más por intercambiar dióxido de carbono que por intercambiar ideas. No todo tiene que producir, elaborar, edificar, generar nuevas matrices de pensamiento. De vez en cuando nos podemos permitir un pasaje de conversaciones con olor a patas. No vamos a morir en el intento.

Mi columna anuario probablemente va a girar en torno a por qué cada vez nos sentimos más habilitados a ser sommeliers de vidas ajenas, en constante búsqueda de justificaciones. A veces a la gente las cosas les gustan porque sí. A veces las miran para indignarse, para angustiarse, para anestesiarse. Y ya.

Dicho esto, esta edición de Gran Hermano cuenta con el casting más nefasto de sus 21 años de historia. Eso es innegable, y a estas alturas es directamente una confesión de parte de quienes los seleccionaron. Metieron en la casa a personas que son el arquetipo del comentarista de Infobae o, peor, del tuitero promedio. Hay buenos muy buenos, malos muy malos, hegemónicos muy hegemónicos, y una cantidad excesiva de cordobeses en proporción a lo que realmente significa poblacionalmente esa provincia para el país. Además de los perfiles psicológicos que aquí trazo sin tener ni el más mínimo detalle de lo que se precisa a la hora de elaborar ese tipo de reportes, debo decir que presiento que quizás la producción no pensó muy bien a quién metía en la casa. Se que sonará contradictorio, casi como si estuviera discutiendo conmigo misma, pero estas primeras jornadas de competencia han dejado en evidencia que probablemente entre los concursantes hay tres o cuatro que son más vivos que la propia producción.

Era de esperarse, si se entiende que han pasado 21 años del primer Gran Hermano y que muchos de ellos apenas sabían caminar cuando se puso al aire ese primer programa en el que Soledad Silveyra le tuvo que explicar a los ganadores que el ataque a las Torres Gemelas y la crisis de diciembre de 2001 habían pasado mientras ellos tomaban sol en una casa en Martínez. Los nuevos participantes crecieron en un mundo en donde el confesionario tiene forma de historia de Instagram y la fama instantánea viene teñida con el tinte amable de un filtro de TikTok que te deja la cara como si te hubieras pasado una cremita de placenta de ballena todas las noches. 

En su primera semana en la casa, los participantes metieron chapes, parejas, equipos, conspiraciones, una falsa denuncia de corrupción y dudosas estrategias de juego. Su ansiedad es evidente. Algunos incluso ya están sufriendo los embates de la abstinencia de los esteroides y las redes sociales. Es que lo difícil de una experiencia de encierro es, precisamente, no contar con la mirada de esa otredad que en el día a día nos envalentona y nos valida con fueguitos de Instagram y megustas en Twitter. Hasta que no salgan de ahí, no van a saber qué piensa “la gente” de ellos. Esa es la dinámica que, siento, no todos van a poder aguantar. En una suerte de carrera de fondo, revisada hasta el hartazgo por una producción que meticulosamente los pincha y los premia por un punto más de rating, el principal enemigo de muchos ahí es la ansiedad. Les quedan cuatro meses por delante y ya se gastaron todos los cartuchos. Son ese pibe que se gastaba toda la guita para la comida del viaje de egresados en la primera YPF en la que parabas a mear.

Hay algo que se puede decir, además, de nuestra televisión: ya no es el epicentro de los hogares. Ha dejado de ser la ventana por la cual mirábamos afuera, incluso el espejo en el que buscábamos reflejarnos. Es más bien el vidrio blindado de un anaquel de museo, de una jaula de circo. Con apenas acercarnos vamos a ver escenas grotescas, más o menos realistas, que no pretenden ser ni contenido ni formato alguno. A veces, la gente dentro de esa caja plástica cocina. A veces canta. A veces se derriten frente a nuestros ojos, como en el caso del interminable descenso al letargo eterno de Tinelli o de Pergolini. Lo que no podemos decir es que esa gente en la tele “no existe”. No podemos decir que esos discursos de odio, de miedo, violentos, no existan. Que nos moleste verlos de frente no quiere decir que no habiten agazapados en las catacumbas de internet.

(Esta expresión no es mía. Es un término que le robé a Mariana Enríquez, y que ustedes se merecían conocer).

Mis reparos y broncas para con Gran Hermano son, en definitiva, para con el canal. Me genera dolor que un espacio como Telefé, que había hecho de Masterchef y La Voz Argentina un canto a la diversidad y a la aceptación de todas las expresiones de género y las preferencias sexuales, ahora ponga en pantalla un programa en donde la gente se declara abiertamente homofóbica o dice que la gente bisexual “le da asco”. Esa gente es joven. Probablemente votan a diputados que después te niegan los 30.000 desaparecidos o que quieren terminar con todas las leyes laborales. Lo doloroso no es que estén en la tele. Lo doloroso es que están en la calle. Quien crea que a esos pibes los inventó un guionista de Endemol necesita salir de la burbuja personal.

Entonces, a Belén le gusta chusmear de qué hablan 18 extraños que son forzados a convivir. Pero Belén no quiere darle a Telefe y compañía ni un menos mil por ciento de rating. No quiere validar ni con su “me gusta” ni con sus visitas ninguno de los perfiles digitales del canal. Entonces hace lo que ha hecho con el fútbol secuestrado por Clarín y compañía: lo mira pirata. Por Twitch. Con otra gente que además lo comenta mientras lo mira, alimentando más su algoritmo que sobrevive a base de charlas intrascendentes.

La casa de Gran Hermano ahora se compone de: un taxista con rastas racista, un tiktoker físicoculturista racista y homofóbico, una cordobesa que tiene pinta de alimentarse sólo con recetas sacadas de Instagram, una peluquera de perros lesbiana, una poliamorosa que no sabe explicar muy bien qué es el poliamor, una exdiputada, un señor de 60 años que dice que Alberto Fernández una vez lo coimeó (y al que la mismísima Gabriela Cerruti salió a desmentir), un cartonero y un analista político que no pasó por ninguna instancia formativa ni académica pero que igual se autopercibe como una voz de referencia. Del resto no me acuerdo, son realmente una especie de copia de participantes de las ediciones anteriores. De hecho de a ratos siento que los sacan y los ponen de acuerdo a cómo viene el día.

La decoración de la casa parece pensada por el mismísimo fantasma de Versace pero después de clavarse dos tubos de vino Talacasto. Es una casa pensada y planeada para propiciar el brote psicótico con delirio místico. Tal y como está la cosa, todo parece indicar que el primer brote va a llegar antes de que Santiago Del Moro pueda siquiera cobrar el primer sueldo por su excitadísima conducción.

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