javier milei plan económico

Los libertarios se postulan como defensores irrestrictos de la vida, la libertad y la propiedad. Pero si se rasca un poco más y se observa de qué hablan cuando hablan de "vida", aparece una cosa muy, muy tenebrosa.

–Para mí, la comida es una cuestión meramente fisiológica. Es una forma de meterle combustible al cuerpo. Si vos me preguntas por un plato favorito, me da lo mismo. Si vos me dieras una forma de alimentarme vía pastillas sin tener que estar comiendo…

–¿Tipo astronauta?

–Sí, sí, me mando las pastillas. No me genera nada.

–¿No disfrutás de un asado?

–Es más, el tiempo que me demanda un almuerzo me fastidia demasiado. Mucho

No sólo es un placer de sibaritas, es el lugar de comunión de los argentinos. Javier Milei no entiende el asado. Y ése es el indicador principal de que Milei no entiende nada de la vida. Y de que por eso es un tipo peligroso.

 

El mantra y la vida

Pensemos en sus reiteradas referencias sexuales. No en las relativas a las infancias –los “niños encadenados y bañados en vaselina” violados en un jardín de infantes, por ejemplo–, sino en aquellas que tienen que ver con eso que sería su vida amorosa. Recientemente se divulgó una entrevista en la que el candidato mensura cuánto tiempo dura en una performance sexual (45 minutos) y cada cuánto tiene una eyaculación (tres meses). También, en el comienzo de su relación con la actriz Fátima Florez, publicaron la foto de un cubrecama empapado con squirt.

Para Milei la relación sexual es un acto atlético, una performance, una competencia. A nadie asombra esta concepción pornográfica de la vida amorosa, cualquier varón argentino entiende de qué se está hablando. Tiene la poronga re larga Milei. La diputada electa y cosplayer Lilia Lemoine se ha encargado de hacerlo saber en sus redes sociales desde hace tiempo.

Milei es atractivo, fascinante y aterrador como la explosión de una bomba nuclear, por esa coherencia que tiene un extremo en cómo vive en su cuerpo y el otro extremo en el programa político que plantea desde La Libertad Avanza.

Dicen, como mantra: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión y en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad”. ¿Qué está en el corazón de ese dogma moral? ¿Qué es la vida y qué es un proyecto de vida para un tipo que no puede entender qué es comer un asado?

La vida que te espera

La pregunta es crucial, porque en ese punto se articula quién es Milei y qué va a hacer con el país cuando sea presidente. No en una perspectiva psicológica berreta, sino cómo entiende al mundo, al ser humano y a sí mismo.

La frase del dogma libertario atrae por su sencillez y por su proximidad. Sin embargo, cuando se desarrolla ese dogma, aparecen los monstruos de la razón. Porque para Milei, vida no es vida humana. Es algo más desnudo, más arrasado. Más cercano a una cosa.

Allí están las irrefrenables –no pueden no hacerlo– declaraciones sobre la venta de órganos, la venta de personas –esclavitud– e, incluso, la venta de niños. Lo han dicho tanto él como Lemoine, como la supuesta futura canciller, Diana Mondino, o el aristócrata Bertie Benegas Lynch. Los seres vivos, y sus partes, se pueden traficar.

¿Son, esas, vidas humanas? No. Son vidas arrasadas, cuerpos como cosa. Ni siquiera se trata de vidas de animales –en Milei, la única expresión amorosa que tiene visos de sinceridad es con los clones de su perro muerto–, sino de vidas de seres humanos rebanadas al rango de objetos.

Hay algo especial y único en la vida humana: se define íntegramente por sus formas, por todo aquello que va más allá del latido, la respiración y el instinto. No sólo somos una especie de una dependencia total en el nacimiento –la infancia es el núcleo de nuestra constitutiva vida social– sino que somos la especie que habla. Y que cuando habla, crea un mundo, una cultura.

Milei tiene que quitar de la vida todo lo que sea humano para poner en ese lugar otra cosa, otra forma, su forma. En ese modo de imponerse, Milei se constituye como un fascista.

La vida en Milei no tiene forma humana sino, estrictamente, forma de mercancía. Ese el punto de partida de cómo comprende Milei la política, no el punto final. La vida humana o, mejor, la humanidad de la vida –el amor, comer un asado– es ajena a Milei, como político y como persona.

Por eso le resulta concebible e, incluso, deseable, que haya un mercado libre de venta de órganos, bebés o personas. Todo tiene la forma de una propiedad, porque la forma ideal del lazo social es el mercado. No somos seres hablantes, con emociones. Somos entidades intercambiables.

El mercado y el derecho

Milei no ve el lazo social ni la cultura, ve sólo un mercado y la competencia. Porque, en el principio, no ve una vida humana, sino otra cosa. Cuando se enrosca con la noción de derecho individual, Milei dice “hacé lo que quieras con tu vida, siempre y cuando no lo pagues con mis impuestos”. La frase, otra vez, es fácil de digerir, pero desconoce radicalmente la naturaleza de la vida con otros. Por eso, mientras se pone en esa posición, al mismo tiempo él y sus partidarios refieren a los demás como mogólicos o piojos.

No podemos sobrevivir si no es en comunidad. Cualquier concepto que se use sobre lo social no puede obviar ese hecho evidente. No sólo nacemos en el marco de una comunidad, sino que es por esa comunidad que podemos sobrevivir, siquiera aludiendo a la forma más directa y primigenia, llamada mamá.

La comunidad es pura deuda para sus integrantes, y eso es bueno. Eso explica qué empuja al lazo con otros, a algo superior incluso que la solidaridad. A la comunidad le debemos sobrevivir a la infancia, recibir una lengua que dice quiénes somos. Le debemos el amor y la amistad. Es, justamente, todo lo opuesto a un mercado.

La ira de Milei ante la frase “Ante cada necesidad nace un derecho” proviene de su profunda incomprensión respecto de qué es la vida humana, que siempre es en comunidad. La respuesta que ofrece Milei es pueril, ni siquiera es económica, apenas es de administrativo contable.

Lo que esa frase significa, realmente, es que el ser humano no vive, no existe, en el mundo de la necesidad. Necesidades tienen las vidas no humanas. La vida humana tiene otra cosa: demandas. Las demandas son las necesidades nombradas por el lenguaje e inscriptas en la cultura.

Un perro necesita comer, lo que nosotros necesitamos es asado. Una perra exuda su necesidad de aparearse, una piba baila sola arriba del parlante en la discoteca. Un perro escapa siempre del trueno, una violinista crea una obra sobre sus fantasmas. Un perro tiene cucha, nosotros tenemos el Procrear. Cuando no se entiende esa diferencia, crucial, las vidas humanas se rebanan a ser mera vida desnuda.

Llamamos derechos a la satisfacción de esas demandas en nuestras culturas. Son siempre un combate, obvio, y siempre se pagan con la tuuuya y con la mía, claro, dado que vivimos en una comunidad.

Cuando la comunidad queda encinchada a ser mercado, el programa totalitario de sufrimiento se generaliza. Se desconoce la densidad de la vida humana –eso que llamamos historia– y, entonces, se espera que los chicos que van a una escuela rural se queden sin escuela, porque no es rentable. Y punto. No hay después. Ni antes. No hay historia. No hay comunidad que asuma como deuda el futuro de esos chicos. No hay nada.

El sistema de vouchers para la educación o la salud no asume la diferencia entre necesidad (que puede tramitarse en un mercado, siempre que se entienda que la vida es una mera cosa) y demanda (que se tramita en una comunidad de vidas humanas, en términos de derecho). Porque la demanda de esos chicos en la escuela rural sigue ahí. Y si esa demanda no tiene respuesta, explota.

El fascismo

El fascismo se revela, entonces, en toda su dimensión. La realidad tiene que ajustarse a la verdad revelada mesiánica. Milei no trata de comprender qué es lo que pasa, trata de ajustar lo que pasa a lo poco que comprende, desde una psiquis rota. (Dijimos: no hacer psicología berreta. Pero, Javier, qué complicadito tenés el vínculo con el amor, la muerte y la nutrición, amigo…)

Encima, su verdad es una verdad económica de manualcito, así como el racismo nazi era una versión imbécil y suicida de la sociología y la biología. Su mercado es un mercado teórico y perfecto, como si en el mundo real –en la historia– no estuvieran concentrados en un puñadito mínimo de empresas el funcionamiento de cada uno de los sectores.

Qué pasaría si en tu ciudad compra todas las escuelas y los hospitales una misma empresa. ¿De qué libertad habla entonces? ¿Qué escuela, qué hospital vas a poder elegir libremente con tu vouchercito?

Milei no sabe nada de la vida porque, además, no tiene la más mínima idea de cómo hacer que las cosas funcionen ni de cómo funcionan las cosas. Quiere romper relaciones comerciales con China y Brasil, que representan más del 70% de nuestros ingresos de comercio exterior. Entiende que las empresas autorregulan la devastación ambiental que generan. Se ve que no conoce la historia de La Forestal. Estima como más eficiente o barato que los vecinos, por la suya y sueltos, hagan obras de cloaca o asfalto. ¿Cómo andás de tiempo para organizar la compra de una compactadora? ¿Te parece mejor una Caterpillar, una Myn o una Madisa? ¿Te fijaste si entra en el garaje?

No come asado, no entiende que no sos una cosa sino un humano, no entiende bien para qué se postula ni qué tiene que hacer en ese lugar. Milei no entiende nada de la vida.

 

 

 

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