El ajuste de Javier Milei todavía se soporta porque hay una promesa de mejora futura. Eso nunca pasó y nunca va a pasar. El gobierno está sumiendo al país en una crisis cuya única salida es más deuda con el FMI, mientras se deteriora toda la infraestructura nacional. Cuál puede ser el punto de quiebre para la clase media.

“Hay que pasar el invierno”, dijo en 1959 el ingeniero Álvaro Alsogaray, adalid temprano del fascismo de mercado en nuestro país. Estaba presentando por TV su plan de estabilización, un ajuste íntegramente pagado por los trabajadores. Desde ese entonces, otras metáforas han vuelto para darle cristiano sentido a un sufrimiento de masas que nunca sirvió para nada. “El segundo semestre” y “la luz al final del túnel” fueron sus últimas versiones. Hoy se repite el más pueril “hay que esperar, ya va a pasar” o el más mesiánico “por más oscura que sea la noche, siempre sale el sol por la mañana”.

Con esa esperanza gris se sostiene por estos días un gobierno que padecen hasta los más convencidos votantes de Javier Milei. Sin botas, fusilamientos o desapariciones, el cuarto ciclo de vaciamiento y destrucción de la riqueza y el desarrollo del país en 50 años tiene una velocidad sólo comparable a la imprimida por la última dictadura.

Esto es peor que Menem y que Macri. Y tras este valle de lágrimas lo que nos espera no es el reino celestial de la abundancia y la gloria, sino una intemperie más cruda que sólo conocen los que sí vivieron el 89 y el 2001.

No se sostiene

El gobierno eligió soltar el dólar con una devaluación histórica, para luego anclarlo, congelando los salarios activos y pasivos y el gasto público (redujo casi a cero la seguridad social, las transferencias a provincias, los subsidios a los servicios públicos y la obra en infraestructura) para deprimir la demanda. Entiende Milei que la forma de detener la inflación es evitar que la gente tenga con qué comprar. El concepto equivale a sacarse la dentadura completa con una tenaza oxidada porque así nos evitamos males mayores como el sarro, las caries y ese pelecho de salamín que se quedó encastrado entre las muelas.

El resultado fue un fogonazo inflacionario feroz, un aumento sideral en la cantidad minorista de vendedores de dólares –la clase media realmente se desprendió de sus ahorritos–, un país con los alimentos a precios europeos y los salarios en dólares por el piso.

En un marco de recesión imparable, un combo de dogmatismo fiscal e inminente sequía de dólares permiten prever que la pudrición se irá acelerando. El destino final es incierto.

Empezando por los dólares, lo mejor que puede esperar el gobierno para sostenerse es lo peor que le puede pasar a la Argentina a futuro: que el FMI otra vez le ceda a Luis Caputo más verdes, como si la empernada de 2018 no hubiese sido suficiente. No hablamos de una renegociación y un diferimiento de los pagos, que es lo que logró Martín Guzmán en 2022, sino más deuda, pura y dura, con más condicionamientos. En el largo plazo –diciembre está a mil años de marzo– una (probable) victoria de Donald Trump facilitaría este camino.

Por el lado de las importaciones, la parálisis de la obra pública tendrá como resultado una crisis en la provisión de gas. Con el Gasoducto Néstor Kirchner terminado y todo, la interrupción de las obras en el Gasoducto Norte va a dejar a siete provincias sin fluido para este invierno, como lo denunció el gobernador de Salta, Gustavo Sáenz. Puede ser un exabrupto, pero ¿a qué costo y cómo llegará el gas a esas provincias, que recibían el combustible desde los agotados yacimientos de Bolivia?

Por el lado de las exportaciones, la ola de calor de enero redujo sensiblemente lo que iba a ser una “cosecha récord”, fuera de que se espera que vuelva la sequía en la próxima primavera. Los ruralistas conocen perfectamente esta realidad y saben que, además, pueden presionar para una nueva devaluación a fines de marzo o principio de abril, que redundará en una nueva suba de precios.

Siguiendo por el gasto público, la dureza fiscal del gobierno profundiza la recesión y detona hasta a las municipalidades en el cumplimiento de sus tareas básicas: con dinero de la Nación se pagaba hasta el bacheo y el alumbrado público. Con obra pública cero, lenta y paulatinamente la infraestructura nacional se está deteriorando, a la vista de todos.

En apenas tres meses, Milei se está empezando a comer la cola. La caída en la recaudación pública –es decir, de la solvencia de la población para pagar sus impuestos– va a tener cifras históricas en febrero, marzo y abril. Sin obra pública, sin fondos fiduciarios para las provincias, con las jubilaciones por el piso y con el torniquete puesto sobre los salarios, no hay un mango en ningún lado. Cuando los números se revelen, se verá que el poder adquisitivo de los salarios habrá caído en estos tres meses casi lo mismo que en los últimos ocho años.

En el orden de los pagos de cualquier empresa, el último escalón es el de los impuestos. Un libertario debería saber eso. También debería ser más flexible con sus dogmas. Las propias medidas para reducir el déficit fiscal van a agravar el déficit fiscal. ¿Hasta cuándo va a ajustar para el mismo lado? ¿Cuál es el límite?

Cuándo se levantarán los muertos en este cementerio

Nada garantiza que la inflación vaya a bajar siquiera a los niveles del gobierno de Fernández o Macri. Habrá una nueva devaluación pronto y otras más por la sequía, los aumentos de tarifas también se repetirán (todavía ni siquiera impactó la primera suba), lo mismo sucederá con los combustibles… Todos los precios que mueven a la economía van a subir y van a seguir subiendo, empujados por los costos.

Y nada dice que haya voluntad gubernamental para que suban los salarios. Eso queda en manos del mercado, que nunca jamás se ocupó de impulsar cosa semejante. Quizá logre el gobierno, en algún punto distante, frenar la suba de precios. Para ese entonces, la desocupación va estar entonces en dos cifras, bien altas, en 15% o más.

Esto ya pasó, ya sabemos que pasa ahora y ya sabemos que pasará.

A trazo grueso, el consumo interno explica el 70% de nuestra economía. Todos los desocupados (lo que ya cayeron en estos tres meses y los que vendrán) son todos los caídos de las empresas pequeñas y medianas que irán a quiebras en masa, dejando todos esos mercados vacantes quedarán en manos de empresas más grandes y concentradas, bastión de defensa del modelo de Milei.

Pero a diferencia del proceso que intentó el macrismo, Milei llega al poder con un combo de altísima pobreza (cerca del 40%) y muy baja desocupación (cerca del 6%). Aun si los salarios se recuperaran en el futuro –jajaja– a lo sumo volverán, después de muchos años, ni siquiera para 2027, al punto de partida de diciembre de 2023… pero con una desocupación triplicada. La pobreza crecerá de forma vertical incluso con una mejora del poder adquisitivo de las pocas personas que queden con un empleo registrado de calidad.

Con la derogación de la ley de alquileres gracias al mega DNU, el mercado inmobiliario reaccionó con voracidad suicida. Las caídas de contratos se suceden. Inquilinos y comerciantes están siendo comidos por los valores mensuales que queman para tener un techo.

La crisis habitacional afecta particularmente a los más jóvenes y, por elevación, a padres de avanzada edad. El nene no se puede ir de casa, la nena no puede estudiar en una gran ciudad. Pero el problema es mucho más grande. Estamos a las puertas de una crisis habitacional masiva. El 70% de los hogares que tienen ingresos por 416.000 pesos o menos: no puede alquilar y vivir al mismo tiempo.

Como sucedió con el corralito en 2001, el punto de quiebre quizá esté en esta medida, porque afecta directo al corazón de la clase media. Aunque, claro está, una necesidad que no se articula como demanda, no existe. O queda directamente determinada al mandato despótico y mudo de la libre oferta y demanda. Oferta y demanda, bro, pasame esa tenaza.

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