A partir de una experiencia de edición sobre testimonios de los inundados, el escritor Francisco Bitar produjo un poemario en el que se puede palpar el derrumbe en la palabra que significó la irrupción del Salado. Aquí, reflexiona sobre ese lenguaje en ruinas.

Para el desprevenido, Roma no sería más que una ciudad rota. Capiteles sueltos, pilotes desparramados a los que todavía baña el río, columnas tiradas por ahí no hablarían del imperio perdido sino apenas de un municipio remolón, lento en la recolección de residuos. No es muy diferente esta visión que la del visitante informado, aquel para el cual las ruinas se asimilarían a una mera formación de la naturaleza (la historia, cuando queda tan lejos, parece anterior al ser humano, como una biología). Este visitante se aburre, lo mismo que el ilustrado, que sólo viene a comprobar lo que ya sabe.

Hay todavía una tercera (o cuarta) perspectiva, la del, digamos, escéptico. Esta clase de visitante se asombra del esfuerzo, no de los antiguos, sino de los romanos actuales, tan diligentes como sus antepasados, por superponer una ciudad entera a la otra, hecha pedazos. Esa decoración en abismo, destinada a enmarcar la historia, se hace para ofrecer una idea más consistente de lo que era la ciudad en tiempos de expansión, al poner el blanco de una sobre el negro de la otra. Hay cierta ligereza, hasta cierta alegría en los romanos de ahora, que se agradece, porque, si las ambiciones imperiales no hubieran cesado, la ciudad no se ofrecería como ruina. Y eso pondría a todos a trabajar.

La lengua fue el otro modo en que Roma se partió, de la que nosotros, como santafesinos, recibimos un pedazo. Un pedazo que se volvió a romper con la inundación de 2003. Hubo un intento importante por recuperarla, el libro titulado Contar la inundación (2005), de Adriana Falchini y Mary Hechim, con prólogo de Juan Pascual, que hizo un esfuerzo por reunir otra vez aquellos lenguajes dispersos, dislocados, al traerlos de vuelta a una lengua, la del relato. En la experiencia compartida del trauma, una serie de víctimas fabricaba un testimonio pero a la vez compartía su dolor, volviéndolo uno. La lengua, como hecho otra vez social, traía consuelo.

Los poemas de Mi nombre es Julio Emanuel Pasculli (2015), que escribí mientras leía en un Word el libro mencionado, vuelven a la fase dislocada de los lenguajes de la inundación a través de búsquedas por el documento que resolvían en repeticiones, tropiezos, balbuceos, etc: el retorno al lenguaje arrasado de la catástrofe. El libro dispone una zona donde instalar las ruinas, que son ruinas hechas de palabras desperdigadas acá y allá, incapaces de articularse en una unidad mayor. Piezas no coordinadas, se diría, desde que toda coordinación está dada desde afuera, y en aquellos tiempos oscuros no había referencia alguna. Eran además los tiempos de la escritura no-creativa, que ya había inventado Leónidas Lamborghini cincuenta años antes.

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