Alejandro Pérez dirigió el documental "La lección del Salado", un trabajo de cuatro horas que es una de las piezas fundamentales del relato sobre la inundación de 2003. Reflexiona sobre cómo la memoria sirve para saber quién es quién en la historia.

Hace un par de años que vivo en el Valle de Calamuchita, acá los ríos son transparentes, corren entre las piedras, bajan produciendo un sonido que calma, el agua produce un estado de encantamiento. Hay algo que me pasa con el agua cada vez que veo un lugar que me resulta lindo para vivir, lo primero que pienso es a qué distancia está el arroyo o el rio, cuando hablo con gente de Santa Fe o del Litoral que vive por acá, siempre la condición para radicarse es tener cerca el agua. “Estás lejos del río” te dicen si les marcas un lugar que te gusta. Otro detalle hermoso es ver las vertientes, ver de dónde sale el agua allá arriba entre las piedras, a veces un hilito que luego se convierte en rio, arroyo, lagos de ensueño.

Me doy cuenta que tengo al Paraná en mi sangre, en mi infancia, al Salado en mi ADN, en las historias de pendejo de mi padre que iba a domarlo con la vagancia de Barranquitas en las siestas de verano. Extraño las grandes extensiones de agua marrón, los remansos, el olor a barro, a pescado, los cangrejos que caminan haciéndose los misteriosos, los sauces acariciando el agua, los cielos de Arroyo Leyes.

Nunca jamás voy a poder perdonarle al poder político, a esa gente que no ama su tierra, sino que la exprime y la somete, habernos enfrentado al río, no haberlo escuchado como sí lo escuchaban los pobladores del oeste de la ciudad que, desde la segunda mitad del 2002, venían anunciando lo que iba a pasar. No les puedo perdonar que haya quedado en nuestra memoria ese dolor emparentado con el río.

Cuando realizamos el documental para CyD La Lección del Salado, Guillermo Dosso, el coordinador periodístico que iba siguiendo el progreso del trabajo, quien fue muy generoso y valioso, nos propuso una frase para el inicio de los dos capítulos en el que hace mención a aquello de que los pueblos que no tienen memoria están condenados a repetir los errores del pasado. Bien, vivimos en un país que nos demuestra todos los putos días que esa frase tan remanida y vaciada es nada más y nada menos que la Santa Biblia. Lo que me alertó en aquel 2003, en el que navegamos entre las chapas de zinc y las terrazas pobladas de calle La Rioja, en el que vimos entrar el agua al Alassia con un gobernador que decía “Esto es un terremoto” mientras la gente acarreaba bolsas de arena mojada tratando de contener con un puñado de Rastis un torrente furioso de neoliberalismo salvaje que entraba a degüello, fue que para noviembre de ese mismo año en Santa Fe, para gran parte de la población, la catástrofe era algo así como un mal sueño, y es en ese inconsciente colectivo donde la no justicia, la impunidad, el chanchullo de estos miserables se mueve como piraguas remando en las silenciosas tardes de sol sobre los techos de Barrio Roma, Villa del Parque, Santa Rosa o Centenario, navegando a sus anchas entre los despojos de decenas de miles de vidas marcadas para siempre.

Hacer documental ha sido la manera que muchos tuvimos con nuestra militancia de hacer algo con la bronca y el dolor por lo que vimos día a día, por la impotencia, poder gritarles con reflexión y herramientas “Hijos de puta” en la cara, no como aquella mujer a Reutemann, ahogada de desesperación en el Hospital de Niños, o como el Panchi con un niño rescatado de Santa Rosa en sus hombros: “Manden canoas, y las autoridades, ¡pónganse a la altura de las circunstancias, hijos de mil putas!”. Fue la manera de mantener vivo el recuerdo del río marrón que nos acaricia, rescatarlo de quienes lo corrompieron y lo convirtieron en tentáculo asesino de su ambición desmedida y criminal (y que no me vengan con lo del ciclo natural de las crecientes). Nunca les podemos perdonar que lo hayan teñido de rojo.

La Carpa Negra ha sido el castillo abandonado que sostuvo la bandera de la memoria en unas pocas manos, el que juntó la mugre, el barro apestoso, los muebles desechos y los depositó frente a Casa de Gobierno (otra vez gritándoles ¡hijos de puta!), limpiando el río para todos nosotros, para hacernos acordar, para siempre, quién es quién en esta historia.

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