En esta casa somos todos feudalistas

marcela feudale

Mientras el mainstream se llena cada vez más de voces estridentes y prejuicios rancios, algunos (o algunas) resisten.

No sé cuántos de ustedes todavía consumen TV por cable. Quizás la mayoría de nosotros lo hacemos de forma obligada, cuando estamos en una sala de espera, en una estación de servicio o en algún espacio que nos fuerza momentáneamente a la convivencia con gente que no conocemos. Ahí de fondo queda siempre algún programa de TN donde una conductora mujer y un conductor varón se ríen de un video viral robado de YouTube mientras esperan que entre el móvil contándoles cuál es la próxima cosa de la que nos tenemos que indignar. A veces, si tenés suerte, hay un canal de esos que todavía pasan música, algo que parece sacado del siglo pasado, o los infomerciales viejos y queridos que tratan de hacernos creer que con una sola olla podés cocinar todo tipo de alimentos.

Depende la hora también te puede agarrar el viejo y querido programa de las joyerías de calle Corrientes en donde graciosamente una familia va y muestra cómo está por vender literalmente las joyas de la abuela para poder comprarse un auto para que el nieto haga de Uber. Hablo de esas islas que han quedado perdidas en una red de canales de televisión que cambian de nombre como cambian de dueño, probablemente en el medio dejando un montón de gente sin trabajo.

Entre todo eso todavía subsisten y resisten los programas de “Chimentos”, de los que hemos hablado bastante en estas columnas. Yo los considero, y los sigo considerando, un arma de doble filo. Algo que se presenta a sí mismo como entretenimiento, como un consumo pasatista, pero que termina deviniendo en un producto mucho más complejo y peligroso. Los programas de Chimentos desde hace décadas en este país se esgrimen como la tribuna moral de esta nación, el epicentro en donde se dirimen todas las cuestiones éticas, y se define quién es y quién no es buena persona.

Esa tele, al igual que las redes, está llena de prejuicios, de violencia, de discursos cada vez más complejos tratados con una simpleza que los transforma en peligrosos. Ya no hablo siquiera de la tele que queríamos lograr hace 10 años, cuando empezábamos a exigir perspectiva de género, ni hablo de la televisión con la que quizás muchos soñábamos cuando abogábamos por ue la ficción nacional fuera el epicentro de nuestros consumos.

Ya no hablo de la tele que le paga bien a sus trabajadores, que no especula. Hablo simplemente de una televisión que perdió la empatía para con quien está mirando del otro lado, una televisión que no tiene o no muestra conciencia de clase, una tele sin rasgos humanos. El 90% de lo que pasa en la tele se podría reemplazar con una inteligencia artificial. Y digo el 90 porque todavía queda un 10% de gente que de vez en cuando te hace creer que en este mundo no todo se fue al carajo.

En mi infancia, Mauro Viale hacía un circo de un caso judicial y Sofovich destrataba a las mujeres, pero también tenía el matiz de una María Laura Santillán a la tarde charlando con mujeres de barrio acerca de sus problemas, de Franco Bagnato con su “Gente que busca gente” y Luisa Delfino, bien entrada a la noche, respondiendo dudas por teléfono de gente que se sentía sola y aislada. Esa es la gente que hoy casi no existe. Además de haber perdido la capacidad de expresar las cosas con calma, con tranquilidad, pareciera que en la tele ya no se puede hablar en términos de opinión ni siquiera. Todo es una sensación, y esa sensación está basada en prejuicios, y esos prejuicios son cada vez más tremendos. Marcela Feudale

En esa televisión cooptada por las Yanina Latorrres, que entienden que gritar es la única forma de que tu opinión sea escuchada y tomada como la más interesante e importante, todavía subsisten otras expresiones. Hoy vengo a abogar para que todos nosotros, los que estamos afuera de la tele y que cada vez tenemos más dificultades por consumirla, empecemos a pensar en esos que quedaron ahí como una suerte de resistencia, como si acaso fueran un campamento de los rebeldes aliados de la princesa Leia en un planeta perdido en el medio de la galaxia, al que las películas nunca nos muestran, pero al que necesitan muchísimo. Estamos hablando de Marcela Feudale.

No podemos alegar desconocimiento de Marcela Feudale, aunque quizá durante un montón de tiempo, para generaciones enteras, nos costaba asociar ese nombre a un rostro. Marcela Feudale era, y con esto no quiero minimizar su participación, una histórica reidora de programas de televisión. Esas que ya no existen porque no existen programas de humor en la tele.

Es decir, durante un montón de tiempo la televisión precisaba de buenos reidores, que terminaron desempleados en el momento en donde la tele se olvidó que también nos tenía que hacer reír y no sólo llenarnos de golpes bajos que nos hagan enojar, indignar, discutir. A menudo me encuentro mirando los programas en donde Marcela participa, no solo en la televisión sino también ahora en el streaming, esperando que Marcela hable. Esto se debe a que en un contexto en donde todo el mundo parece tenerla muy clara, Marcela aporta a veces una mirada refrescante que viene precisamente de esa empatía olvidada, de ese sentido de la conciencia de clase, del análisis más básico que puede surgirte cuando lo haces a partir de una perspectiva de derechos humanos.

A veces estoy mirando LAM o el programa de Tomás Rebord y me encuentro a mí misma en el medio de un debate que me está superando, que incluso me está poniendo nerviosa y está empezando a sacar lo peor de mí, y mi primera reacción es “por favor, que hable Marcela”. Como si en ella se pudiera encontrar todavía a alguien que defienda, en una televisión que se come a sí misma y en un streaming que está cada vez más preocupado por ser estridente y viral que por aportar ideas, la posibilidad de construir un discurso desde otro lado.

Marcela, vinimos a aprender muchos de nosotros injustamente recién ahora, es además profesora licenciada en historia. Además de tener un alto grado de cultura general tiene una gran capacidad docente, algo que en los canales de streaming la coloca a veces en un lugar privilegiado: el de explicarle a los que creen que se saben todo, cosas que evidentemente no sólo que no saben sino que a veces están hasta por fuera de su capacidad de entendimiento. Y se come Marcela también los ataques en redes sociales de un montón de gente que quiere que la tele sea solamente una guerra descarnada en donde siempre gana la opción más terrible de todas las que se nos presenta.

Quiero decir con esto que si la televisión ha sido capaz de crear a sus propios Darth Vaders, también ha sabido generar en algunos lugares esos pequeños focos de resistencia. Y nosotros, como ex-televidentes, a veces somos muy injustos con quienes quedan en esos espacios: minimizamos la tarea que hacen, no nos ponemos a pensar en la cantidad de cientos de miles de hogares en donde entra LAM o Tomás Rebord, donde no llegamos el resto de los medios, de las discusiones, de los debates.

En esos lugares todavía queda gente como Marcela Feudale que por necesidad, por convicción o por las dos, termina de vez en cuando generando al menos un poco de estática, un ruido, planteando en el medio de la novela de Wanda Nara e Icardi que quizás alguien tendría que pensar en las criaturas, bajándole el tono a una discusión en donde muchos varones se plantean qué habría que hacer con algunas cuestiones del feminismo para decir que, quizás, es algo en lo que nos tendrían que incluir más a las mujeres. Explicándole pacientemente a Yanina Latorre en qué consiste el reclamo de los jubilados.

Hay en esto un descanso. Puedo sentarme a cenar después de un día largo de trabajo, poner alguno de los programas de televisión que me cuentan qué está pasando en el ámbito de la gente famosa, que son los que me dan tema de conversación después para charlar con la gente con la que no tengo nada de qué hablar. Y en el medio de una discusión en donde todos parecen cada vez más enardecidos, aparece de un momento a otro la voz bálsamo de Marcela Feudale, a decir más o menos lo que yo estaba pensando, o quizás apenas algo dentro de mi burbuja de creencias, para poder seguir comiendo mi pollo al horno con la paz mental de que todavía, en uno de los lugares más horribles, algo de lo que fuimos y de lo que somos, resiste.

Un solo comentario

  1. Me pasa q los programas donde está ella, también pasan archivos de los programas que elijo no ver... ( LAM)...
    AHÍ VA LA TECLA MUTE.... en defensa propia... No queda otra...

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