“A veces me gusta Malena Pichot, y a veces no”, me dice mi barbero, mientras acomoda los cuatro pelos que Karina Milei me está dejando en la cabeza. Tiene un punto, el sultán de las rasuradoras: las y los referentes, aquellas personas que se erigen como la síntesis de una generación, un momento o una discusión, no tienen por qué caernos bien. Si así sucediera, no estarían cumpliendo bien su papel.

Es decir, Malena Pichot a veces nos gusta y a veces no, pues ese es su rol. No pretende nunca agradar. Molestar, hacer reír, discutir, pensar, acompañar, incluso excluir… puede ser. Pero, ¿agradar? No. Absolutamente no. Para agradar existen otras. Están ahí, en todos lados, vendiendo shampoo e imágenes de familia tradicional. Transformando nuestros deseos en objetos consumibles, y generando frustraciones en mil tonos de beige. Casas beige, suéteres beige, comida beige, autos beige. Todo lo que no podés tener es clarito: los hijos de la gente que agrada, las camisas de la gente que agrada, los ojos de la gente que agrada, sus livings y sus ideas.

Mas no Malena. Nunca Malena. Malena es negro y jean, rock y whisky, una loca de mierda, un flequillo a destiempo, una voz por encima de las otras que grita lo que hay que gritar para que el resto podamos escuchar lo que tenemos que escuchar.

En las últimas semanas, en las que el presidente se ha tomado nuevamente el tiempo para insultar y violentar a diversas mujeres en sus redes sociales, ha emergido nuevamente la figura de Malena. No por ser, en este caso, violentada. Por algún extraño motivo, el presidente todavía no se le anima, ni siquiera en su cobarde raid de insultos en Twitter y en programas de televisión amigos. A Mengolini sí, a Pazos sí, a O'donnell y Manguel sí. A Pichot no.

No, Malena logra ser relevante a contrapelo de lo que pretende el sistema tuitero oficialista: rompe con la centralidad de la “mujer-víctima” que a ellos les gusta construir, porque no construyen enemigas sino damnificadas. Así como hace unas semanas Cristina logró mostrarse presa mas no vencida, Malena nos llena las pantallas por ser autora y protagonista de una serie. Una buena serie, dicen los críticos. Una excelente serie, dicen los fans. Una serie que parece “hecha afuera”, dirán otros, esos que quieren marcar que cuando algo es realmente bueno no puede ser argentino. Entonces Malena, como siempre sucede, vuelve a ser tema de conversación por algo que hizo. No que dijo, que hizo. Porque Malena hace: produce, guiona, actúa. Esto la diferencia con creces de los Gordo Dan de la vida, que sólo tienen para mostrar una canción creada con inteligencia artificial que no rima, un par de fotos de unos actos armados en los que replican una épica que jamás tendrán, y un canal de streaming con los mismos números que un programa de cable de Gómez Rinaldi.

Y eso que amo a Gómez Rinaldi, ustedes me entienden. No es contra él. Nunca es contra él.

Volviendo a Malena, su relevancia de las últimas semanas no sólo tiene que ver con la aclamada “Viudas Negras”, que ya puede verse en alguna que otra plataforma digital. En su recorrida por medios más o menos amigables, en pos de promocionar la serie, nos viene dejando momentos interesantes, recortes de esos que se viralizan en redes sociales porque logran lo que Malena viene logrando hace más de una década: tocar un nervio.

Antes, cuando producía esa magnífica y visionaria obra que fue “Cualca”, nos relataba de la forma más cruda posible el mundo que se nos estaba por venir. Mucho antes, hace más de quince años, se grababa a sí misma para subirse a YouTube mientras monologueaba en voz alta hacia “la gente de internet”, inventando así un registro nacional de aquello que décadas después todos iban a querer copiar: la videoteca de “La Loca de Mierda” es hoy un archivo irremplazable, un documento histórico que refleja los albores de ese mundo que se soñaba intimista y que devino en “creadores de contenido” que no hacen más que copiar y pegar trends de coreanos o yankees que no tienen idea de lo que es un almuerzo familiar con un tío que te defiende a Videla.

Malena caminó para que todos, absolutamente todos los que hoy se filman con un teléfono en cámara selfie puedan creer que están volando.

Malena no nos hizo feministas, nos animó a serlo. Y en Malena no encontramos a una amiga, si no a esa hermana mayor con la que no siempre estamos de acuerdo, pero a quien no podemos parar de escuchar. Malena hace más de una década que tiene los mismos enemigos, aunque cambien de nombre. Los detecta ella, nos marca quiénes son. Y el tiempo, se sabe, le da la razón.

Cuando en plena ola feminista y antimacrista Malena acuñó el término “muerte al macho”, casi como una reinvención del “matar a padre” pero con tintes de millennial crecida en Chacarita, murieron miles de ángeles de la literalidad. Y, sin embargo, es su mayor cruzada. Y su legado más actual: de eso habla cuando ahora se sienta con Iván Schargrodsky y le explica, en un esfuerzo docente que Iván jamás hace, de la manera más simple posible lo que ella denomina ese “puente peneano” que los varones trazan rápidamente, aún con su peor enemigo.

@estoesdatta 🗣️ Male Pichot estuvo en Cenital y habló sobre la “camaderia peneana” entre varones en los espacios de comunicación. #malepichot #feminismo #cenital #pactodecaballeros #sororidad #patriarcado #fyp #parati #humor #ironia ♬ sonido original - DATTA.

Se me ilumina el cerebro cuando la escucho. He repetido el clip hasta el hartazgo: Malena le habla a Iván sin ser condescendiente, pero con la total seguridad de que del otro lado hay miles de Ivanes escuchando, que todavía no entienden que no es lo mismo una transitoria alianza con Lospennato para sacar una ley, que sentarse a jugar a la Play con el Gordo Dan en stream un 8 de marzo. Invito a que todos busquen ese fragmento, esos dos minutos de charla en los que Malena resume, de la forma brillante en la que sólo ella puede, esa camaradería varonil, casi de vestuario, que está tan asimilada que ya no resulta siquiera contradictoria. Estoy segura de que del otro lado ustedes también la escuchan y la entienden. Todas (y algunos varones también) somos víctimas silenciosas de esa camaradería peneana. Algunas hemos tenido que imitar sus gestos, sus charlas, sus códigos, para que nos dejen hablar. Para que se nos escuche entre la carcajada. Para no sentirnos invisibles. Si nuestra sororidad es la conciencia de clase feminista, es empatizar con la otra en un mundo que tiende a excluirnos, los puentes peneanos de Pichot tienden a lo contrario: excluyen, resumen todo a un grupo VIP de informados, de tenedores de la palabra, de portadores de la verdad absoluta.

Por estas cosas es que Malena Pichot tiene la razón: porque no la tiene siempre. Porque en su camino ha defendido siempre la posibilidad de opinar sin complacer, de transgredir sin violentar, de hacer enojar a aquellos que jamás se han sentido tocados, de desacomodar al menos por un rato a los que se encontraban cómodos, de desangelar a los que se creen que se las saben todas.

Malena no se las sabe todas. De a ratos parece que cree que sí, pero no. Y en su devenir de aciertos y contradicciones, de errores y pasajes brillantes, de planteos adelantados a su tiempo y balbuceos erráticos, ha logrado que muchas nos apropiemos del derecho a no agradar. Porque de ratos nos gusta. Y de a ratos, no.

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