El abuso policial de cada día

Foto: Mauricio Centurión.

Hartazgo en los barrios humildes ante el verdugueo cotidiano de las fuerzas de seguridad.

Una de las funciones centrales de la policía es prevenir el delito, según lo dice la ley orgánica de la Policía de Santa fe. Pero esta tarea resulta una empresa que hasta la policía reconoce como imposible: siempre hacen falta más móviles, más agentes y mejor equipamiento. Por más presupuesto que se destine a esos fines, nunca parece ser suficiente.

Una herramienta que le permite a los policías “prevenir el delito” es el artículo 10 bis de ley orgánica, o averiguación de identidad. Según datos de Ministerio de Seguridad se aplican alrededor de cuatro veces por hora: 31.622 detenciones por esta causa hubo en 2012, por ejemplo. Solo el 3,44% de estas detenciones resultaron “productivas” para la labor policial; esa cantidad irrisoria de personas eran las que tenían pedido de captura.

Sobre la inutilidad de las razzias

Además de inútil, suele ser una pesadilla. Que te detengan por 10 bis significa gritos de “arriba las manos”, apoyarse en el capó policial, el capó caliente, las botas que te patean los pies hasta que te abren las piernas y te pasan el arma entre las piernas, manos firmes, fuertes y despectivas que te tocan todo el cuerpo, te aprietan los genitales, “con esa pinta, en bulevar, debés andar en algo raro”, la mochila abierta, volteada, aunque la calle está mojada. Si te creen que “no andás en ninguna” y tenés suerte, te dejan seguir, pero muchas veces la policía necesita “hacer planilla”, debe demostrar frente a sus superiores que está trabajando, entonces la detención significa vueltas en patrullero, sin poder avisar que estás demorado, sin saber si vas a llegar. Significa seis horas en la comisaría, las esposas frías en las muñecas, los dedos pintados, la celdas húmedas.

El verdugueo cotidiano

Llegamos a escuchar historias de violencia policial cuando los hechos son en extremo brutales. A veces el morbo mediático, muchas otras veces los gritos de justicia logran ubicar casos paradigmáticos en la volátil cartelera mediática; varios de ellos incluyen el desgarro profundo de una muerte en manos policiales: Ezequiel Luján, Jonatan Herrera, Maximiliano Zamudio y Jonatan Ojeda, por mecionar algunos casos de familias santafesinas que se han organizado para reclamar y visibilizar estos casos de “gatillo fácil”. Los perdigones en el rostro de jóvenes, las picanas eléctricas en los cuerpos desnudos, los submarinos secos, las represiones en manifestaciones: cada tanto estos episodios se dan a conocer, aunque luego desconozcamos si algún uniformado es condenado por los mismos o no (estadísticamente, no lo serán). Pero los casos de violencia policial reconocidos como tales no suelen incluir aquellos maltratos cotidianos, aquellas torturas habituales de las detenciones arbitrarias, el tedio de que todos los días de tu vida, cuando estás camino a trabajar o a tomarte una cerveza te sometan a una rutina vejatoria humillante. Un rito en el que la gente te mira, los vecinos te señalan, te sentís menos que los otros, te fastidia ser siempre vos el señalado, nunca el pibe de chomba.

En un contexto de endurecimiento de las políticas en materia de seguridad y de aumento de la severidad penal (el nuevo código procesal penal que se está tratando en las cámaras de la provincia, la reforma de la ley de penas privativas de la libertad y la amenaza de la baja de la edad de punibilidad, dos ejemplos de a nivel nacional) parecería que no hay lugar de visibilizar las violencias más capilares.

“Yo iba caminando así, de la nada siento un puertazo atrás mío, casi me caí. Después me hicieron sacar las medias, todo. Me pegaron en los pies y patadas en los tobillos”, ahí donde no se ve, cuenta un joven de Alto Verde. “Los de la camioneta negra se bajan directo a pegarte. Esos apenas te ven se agarran a cocazos”, dice otro del mismo barrio, refiriéndose a la nueva Policía de Acción Táctica de la Provincia.

“Te hacen apoyar contra el capó del auto que saben que está re caliente, te quema toda la panza, las manos, y si no te apoyas te pegan. Si les contestas también te pegan. Te pegan todo el tiempo, bah”, cuenta otro chico de Pompeya.

Distrito Costa o Distrito Norte de la ciudad, a pesar de provenir de barrios distintos estos pibes cuentan experiencias similares. Sus relatos, más o menos uniformes pero nunca menos movilizantes, fueron recabados en talleres realizados en marco de un Proyecto de Extensión de la UNL: “Desnaturalizando la violencia policial. Jóvenes y Derechos Fundamentales en la ciudad de Santa Fe”.  Además de la violencia que sufren cotidianamente en manos de la policía al intentar circular por la ciudad, los une otro denominador común: ninguno de estos chicos estaba vinculado con el mundo del delito, todos estaban cursando la escuela secundaria o acababan de terminarla y estaban asistiendo a las Escuelas de Trabajo de la Municipalidad. Es una aclaración innecesaria (memo: la policía no debería violentar a nadie, tampoco a personas que han cometido delitos) si no querríamos poner el acento en lo siguiente: resulta evidente que más que detener a personas que han cometido delitos, la policía hace otras cosas. La policía es un dispositivo de mantenimiento del orden y un joven, con la apariencia de haber salido de un barrio estigmatizado como “peligroso”, rompe con la idea de “orden” de la policía y de la clase social que vive en los barrios más acomodamos del centro de la ciudad. De allí los movimientos de “reterritorialización”: la policía reenvía a los jóvenes de los márgenes de vuelta a los márgenes, no les permite acceder a ciertos lugares de la ciudad donde está negado su disfrute.

“Tipos azules matan a pibes de colores”, fue el lema del 8 de Mayo, Día Nacional contra la violencia institucional. Los tipos azules también alteran las rutinas de los jóvenes de los barrios de los costados de Santa Fe, habría que repetir una y otra vez. Y ellos describen cómo esas rutinas los cansa, les dan bronca y les hacen sentir vergüenza e impotencia, cada día.

“Vos los hablas bien y ellos te hablan re mal, te re verduguean”. “Ponele, ellos te preguntan qué estás haciendo y si le respondes te dicen ‘cállate’, o ‘a ver si te la aguantas’. Si vos estás nervioso te dicen ‘¿qué vas a hacer, me vas a pegar? Mirá que me saco el uniforme y la placa y peleamos’”. “Ellos te buscan la reacción”.  “Y te dan ganas de romperle todo. Y cuando te agarran los huevos… Te agarran de abajo y te hacen así… No sé por qué, de malditos no más. Y te la tenés que aguantar, se te caen las lágrimas” narraban chicos de la Escuela Omar Alberto Rupp, de Alto Verde.

Es imposible predecir cómo esas sensaciones cotidianas de frustación repercuten en los jóvenes. Podemos ensayar algunas respuestas, imaginar escenarios. Queda en quien lee, la próxima vez que pida “más policía”, calcular el impacto que la labor policial posee en las trayectorias vitales de los jóvenes de nuestra ciudad que poseen menos oportunidades, en aquellos que la tienen que pelear aún más en contextos de ajuste y crisis económica.

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