Vapuleadas

Por Priscila Daiana Hernández (*)

Vengo vapuleada por los días. Los medios de comunicación no me comunican, me desgarran. Hay una realidad ahí afuera que carcome esta realidad que somos acá adentro. Escucho la radio y dicen que apareció muerta Gisela en Santa Elena. Justo me iba, justo salía. Y salgo con eso en el marote, mientras camino a gimnasia en calza. En calza cruzo la avenida del miedo, la del terror de las miradas, la del acoso verbal, la del abuso visual. La avenida de los autos y las bocinas que piensan que una se pone calza para ir y cruzar esa avenida y recibir todo tipo de manifestaciones repugnantes.

Voy a donde voy con miedo. Pero también vuelvo: vuelvo con miedo a cruzar la avenida del miedo y a doblar la esquina del miedo en la que un hombre susurra las palabras del miedo que hacen que una odie la existencia de las avenidas, los gimnasios, las esquinas oscuras y las calzas.

Llego a casa y leo un portal de noticias: un hombre que dice ser cura ha dicho que lo único que hacemos al ponernos calza es provocar y excitar. Me tomo un vaso de agua para que corra el nudo –del miedo– en la garganta. Me viene una imagen: la mamá de Marita Verón, Susana Trimarco, en el lugar donde un buzo táctico iba a lanzarse a un pozo de desagote donde posiblemente podrían haber tirado el cuerpo de Marita sus secuestradores y comerciantes. El pozo, decían, tenía unos cinco metros de profundidad. Se veía muy negro desde la superficie. Se veía profundamente negro como la noche en un decampado donde fue a parar el cuerpo mutilado de Gisela o donde terminó de soñar su sueño de infancia, su sueño de adolescente y su sueño de vida Micaela Ortega. Era  tan negro como la bolsa en la que encontraron a las turistas argentinas en Ecuador, la cual no era una bolsa cualquiera sino una de consorcio como la que usaron para envolver a Ángeles Rawson antes de arrojarla al container.

Descampado a las afueras de una ciudad, la negra noche que traga los restos de las vidas que nos siguen restando nuestra singularidad. Y nosotras de cara y cuerpo tieso ahí, entre tanta bolsa, entre tanta basura, entre tanta mierda. Somos la metáfora de un desecho del cual pretenden deshacerse algunos, no todos. Somos un celular que no responde, somos un celular apagado. Somos una oferta de laburo encubierta, somos un brazo que todavía sigue inyectado. Somos el último suspiro de la asfixia de cada mujer a la que le ataron un cinto al cuello. Somos cada miembro dislocado puesto como venga en una bolsa.

Y digo que somos porque, potencialmente, somos cada una de las que nos han matado. Porque te ponés una calza para ir al gimnasio, porque lo único que hacés es buscar un trabajo, porque andás por la calle a cualquier hora o porque viajás acompañada pero te tildan de sola. Ya mucho hemos llorado la desidia: el saldo de cada muerte debería ser la justicia. Habrá que resistir y hacer del mientras tanto una hermandad: somos un pozo ciego y mudo que a duras penas, a puro grito desolado, está aprendiendo a ver y a hablar.

(*) La autora conduce el programa “La Versería”, los miércoles de 15 a 16 por Radio en La Mira, FM 87.7 (Santa Fe).

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