Descubrirse, salir del clóset, empezar a militar. Una ley que cumple diez años y que marcó un antes y un después en el reconocimiento de los derechos del colectivo LGTBIQ+.

Si en los censos de población que cada 10 años tenemos en el país se preguntara sobre la orientación sexual y/o la identidad de género, quizás hoy podríamos tener datos certeros para fundamentar que 2010 fue el año donde más personas salieron del clóset. Tengo algunas pruebas y no tengo dudas.

Quienes somos lesbianas, gays, maricas, bisexuales o cualquier otra orientación o identidad por fuera de la heteronorma, sabemos que no se sale sólo una vez del clóset. Primero salimos con nosotres mismes, poniéndole un nombre a eso que sentimos; después se lo contamos a algunos amigos y amigas cercanas; después a la familia: hermanas, primos, padres y madres casi siempre al final. Luego está la salida social, que en estos tiempos puede ser un posteo virtual, pero que también implica que cuando llegás a trabajo nuevo no te de miedo decir de entrada que tenés novia y no novio; que cuando vas a una consulta médica tampoco temas decirlo, y ni hablar de sentir la libertad y seguridad como para tener una muestra de cariño en algún espacio público con tu “pareja”, esa palabra que estratégicamente se usa para ocultar el género de la persona con la que estamos.

Aunque salir del clóset es ese acto individual que implica sentarse frente esa persona o personas a quienes les queremos “contar algo”, los días del Matrimonio Igualitario, esos meses que duró el debate público para que la ley sea finalmente sancionada, ofició como una gran llave maestra que abrió miles y miles de clóset. De esto si no hay dudas: hasta ese momento no habíamos tenido en Argentina un proceso tan determinante y decisivo para el reconocimiento de nuestras existencias diversas; fue un antes y un después de esa madrugada helada del 15 de julio de 2010.

Libre soy

“Yo iba a una escuela católica y nos obligaban a ir a las marchas en contra del matrimonio igualitario, si no íbamos nos ponían falta. No fui a ninguna, me molestaba mucho todo eso. Ahí empecé a hacerme un montón de preguntas: por qué me molestaba tanto, por qué yo quería que mis compañeres tomaran conciencia de lo que nos estaban obligando a hacer. En ese momento estaba yendo a terapia y me ayudó un montón para poder responderme sobre eso”. La experiencia de Josefina Zweifel, militante LGBT+ de la ciudad, se repite por miles entre les adolescentes de ese momento. “Tenía 17 años, estaba en quinto de la secundaria y empezando a salir del clóset. La sanción del matrimonio igualitario significó par mi como un quiebre respecto de eso, de esa salida”.

Leandro Wolkovicz también tenía 17 años y estaba terminando la secundaria. “Yo ya militaba en un grupo que impulsaba el matrimonio igualitario dentro del Partido Socialista, entonces como que esa doble militancia de lo partidario y la diversidad a mi me permitía transitarlo sin salir abiertamente del armario”, cuenta Leandro, que hoy forma parte de la Mesa del Orgullo. “Lo pienso ahora y creo que para la gente era bastante obvio, pero para mi era importante tener el momento de sentarme con mi familia y decirles que era gay, que me gustaban los chicos; entonces transite esa época como en un armario de cristal. Y por esa misma razón fue que no viaje a Buenos Aires con mis compañeros y compañeras; yo lo vi desde mi casa y con una alegría muy grande pero todavía desde cierto armario”.

Foto: Victoria Rosetti Garro.

Los días de la ley

El proceso previo a ese 15 de julio en que el Senado convirtió en ley la modificación al Código Civil, dejando asentado que “el matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos, con independencia de que los contrayentes sean del mismo o de diferente sexo”, fueron meses de acalorados debates televisivos, con marchas a favor y en contra, y el tema instalado en cada mesa familiar. Algo bastante parecido a lo que sucedió en 2018 con la legalización del aborto. También en ese momento, cómo pasó hace dos años, circulaban proyectos que buscaban plebiscitar la reforma y la respuesta de las organizaciones fue la misma: “los derechos humanos no se plebiscitan”.

Los colores, por esos días, también marcaban y diferenciaban: de un lado el arcoiris, del otro “los naranjas”. El naranja, en 2010, no era el pañuelo de la separación de la Iglesia del Estado como es hoy, era, por el contrario, el color con el que cual se identificaban quienes se oponían a la ley con la consigna “Queremos mamá y papá”. Se trataba, cómo no, de sectores ligados a la Iglesia Católica. Esa misma que en Argentina comandaba por entonces el cardenal Jorge Bergoglio, quien en una carta a la congregación de la Carmelitas advirtió que "no se trata de una simple cuestión política sino de la pretensión de destruir el plan de Dios, una 'movida' del Padre de la Mentira". El final de la carta marcaba el tono bélico con el cual la Iglesia estaba afrontando este avance de derechos: "Recordémosle lo que Dios mismo dijo a su pueblo en un momento de mucha angustia: 'esta guerra no es vuestra sino de Dios'. Que ellos nos socorran, defiendan y acompañen en esta guerra de Dios".

Del otro lado, en las audiencias donde exponían diversos referentes, Pepe Cibrián Campoy dejaría marcada a fuego su intervención con la lectura e interpretación de una obra teatral sobre la vida de Federico García Lorca donde pronunció la palabra “marica” unas 45 veces.

Los días después

Las leyes suelen llegar a dar un marco legal a situaciones que ya ocurren, es decir, es la sociedad las que las construye, las empuja y, con la voluntad política necesaria, las sanciona. Pero aquello que consagran, sobre todo en estos temas que tocan las raíces de nuestra sociedad machista y heteropatriarcal, los cambios no son de una vez y para siempre.

“Creo que cualquier ley que afirme un derecho humano implica un cambio cultural, de una manera u otra”, afirma Josefina. “Con el matrimonio igualitario creo que pasaba lo mismo que pasa hoy con el aborto, todo el mundo lo sabe, pero se puso sobre la mesa el otorgamiento de derechos a esas personas. A mi me gusta pensar siempre que la generación de mis sobrinos ya son niñes que nacen con esos derechos adquiridos, nacen en un país donde, por más que tu familia sea totalmente antiderechos o haya personas odiantes del colectivo LGBT, es legal esa forma de unión. Por fuera de tu familia hay personas que se casan, que adoptan, se inseminan, utilizan la ley de identidad de género; que eso exista o no, no da lo mismo”.

Siguiendo esa línea, Leandro comenta: “Creo que sin dudas se dio un cambio cultural, la gente empezó a sentirse más legitimada a ocupar sus espacios desde la visibilidad. Creo que hoy en día para muchas personas la salida del armario es casi algo natural, pero en ese momento había que remarla un montón -y todavía sucede en muchos lugares-, pero fue la primera vez que el Estado tomó una posición delante de la homosexulaidad, reconociéndonos como ciudadanos y ciudadanas en igualdad de condiciones, y fue una señal que más adelante fue permeando en el Estado de otras formas. Creo que fue un antes y un después”.

Foto: Mauricio Centurión

El orgullo como respuesta

A diez años de la sanción de la ley que consagró los mismos derechos con los mismos nombres para todas las parejas que quisieran unirse, y a ocho años de la ley de Identidad de Género, que marcó un piso de derechos para el siempre vulnerado colectivo trans/trava, ¿por qué todavía es necesario visibilizar nuestro orgullo?

“Hay lugares donde todavía es difícil salir del armario”, afirma Leandro. “Creo que hay una deuda muy grande de ver qué pasa con los pibes y pibas que están en entornos rurales o fuera de las grandes concentraciones urbanas. Me parece que todavía tenemos capital político y social para acumular como militantes, para luchar para que se transformen las condiciones de vida de las personas trans y de los pibes y pibas gays y lesbianas que todavía están en entornos muy hostiles para sus identidades”.

“Creo que la visibilidad, aún hoy, es un costo muy caro para nosotres, pero es importante por esto que repetimos siempre: lo que no se nombra no existe y nada de nosotres sin nosotres”, explica Josefina. “Cuántas personas trans conocemos atendiendo un kiosco, trabajando en el Estado, siendo gobernadoras; cuántas lesbianas y maricas visibles hay dentro de las Cámaras o de lugares de poder o decisión; creo que la visibilidad tiene que ver con esto, decir acá estamos y que eso no nos cueste el odio o la muerte en el caso del colectivo trans, ni sufrir ser echadas del laburo, no conseguir laburo, no tener una atención integral en salud. Creo que la visibilidad marca la existencia, lo que no se nombra no existe y por eso acá estamos, hasta que realmente no vivamos en una sociedad igualitaria nuestra visibilidad va a seguir siendo un acto político”.

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