Por Lucila De Ponti (*)

“Estamos en verano y hace calor, casi como aquella mañana del 16 de noviembre de 1986 cuando, en cierto modo, empezó a escribirse este libro, cuando la chica muerta se cruzó en mi camino. Ahora tengo cuarenta años y, a diferencia de ella y de las miles de mujeres asesinadas en nuestro país desde entonces, sigo viva. Solo una cuestión de suerte”. Selva Almada, Chicas Muertas (2014).

Estamos todavía en verano, también hace calor y me pregunto, cuantas son esas miles de mujeres asesinadas en Argentina desde que Selva Almada se cruzó con la historia de Andrea Danne, la chica muerta (asesinada) en Entre Ríos que la empujó a reconstruir la historia de tres femicidios impunes que componen la trama del libro que ahora termino de leer. Lo cierto es que no podemos responder esa pregunta con exactitud, que no existe un registro oficial de femicidios desde entonces, cuando ni siquiera existía esta figura como agravante en los casos de homicidio. Tampoco existe hoy un registro unificado de estadísticas oficiales sobre estos delitos. Sabemos sí, en virtud del trabajo comprometido de organizaciones de mujeres, y solo para algunos años en base a la recopilación de datos referidos a causas judiciales realizada por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que en Argentina se cometen casi tantos femicidios como días tiene el año.

Miles y miles de mujeres, lesbianas, trans, cuyas historias se sitúan en toda la geografía nacional, en todas las generaciones y clases sociales, unidas por un mismo hilo, la violencia expresada en el cuerpo de las mujeres. Sobre un escenario común de desigualdades que se vuelven profundas e intolerables, donde la precariedad de la vida es lo común, donde las nociones de seguridad y libertad se vuelven elusivas. La feminización de la pobreza, una brecha salarial que asciende por encima del 20% en el trabajo formal a cuál accedemos en una medida pronunciadamente menor que los varones, y por supuesto asumir más del 70% de las tareas de cuidado y el trabajo no remunerado en los hogares, son tan solo algunos de los condicionantes económicos que dan forma a un verdadero sistema de desigualdades. Desigualdades materiales que se suman a las simbólicas para delinear el contexto sobre el cual se desarrolla el problema más urgente, el de la violencia letal ejercida sobre los cuerpos de las mujeres.

Hace algunos días Alberto Fernández, nuestro presidente, nos invitó a construir un consenso social que sostenga a la lucha contra la violencia de género como una política de Estado, equiparable a la consolidación del proceso de Memoria, Verdad y Justicia. A nadie escapa que durante el último lustro el dato sobresaliente en el mapa de actores sociales y políticos fue la emergencia del potente movimiento de los feminismos, transversal desde muchas aristas, pero profundamente transformador y de ese sistema de desigualdades. En un momento en el cual contamos a nivel institucional con el mayor volumen de leyes, normativas y presupuesto invertido en las políticas para erradicar la violencia machista, todo lo cual parece aún insuficiente frente a la contundencia de los femicidios, poner el foco en la profusa emergencia de movimientos comunitarios y colectivos feministas que no solo organizan la demanda, sino que también gestionan y resuelven necesidades cotidianas, parece un giro imprescindible. Así como los organismos de derechos humanos construyeron durante décadas al costado de las instituciones las acciones reivindicativas y la producción de conocimiento sobre la cual pudo construirse una política de Estado, la organización comunitaria y feminista es hoy esencial en aquellos lugares donde las instituciones aún no llegan. Orientando y acelerando el paso por la ruta crítica de la denuncia, promoviendo derechos e informando sobre las herramientas disponibles construyendo respuestas colectivas para hacer real la autonomía económica, educando en igualdad y respeto, abriendo el paso para que cada política ganada pueda volverse realidad hasta cada rincón del territorio, la organización comunitaria feminista es una clave para pensar el momento y una llave para salir del laberinto. Una política desburocratizada sostenida sobre el valor de lo relacional y la reivindicación de lo comunitario. Mientras esperamos y exigimos una reforma judicial feminista, fuerzas de seguridad formadas para protegernos y una Estado capaz de prevenir las violencias, ahí están las promotoras de género, las organizaciones territoriales, las colectivas solidarias, construyendo hoy el mundo que soñamos tener mañana. Una política de Estado que luche contra la violencia de género tiene que pensarse con ellas adentro. Una enorme tarea que tenemos por delante por una sociedad que nos escuche, una justicia que nos crea y un Estado que nos cuide.

(*) Diputada provincial, referente del Movimiento Evita

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