Ahora que ya hemos vivido una buena cuota de momentos históricos podemos afirmar que nunca son épicos cuando se los mira de cerca.

¿Qué tienen en común Marilyn Monroe, Fabián Show y el gato de mi infancia, llamado Chatrán? Que durante toda su vida no conocieron a otra reina de Inglaterra más que la Reina Isabel II.

Bienvenidos. Esta es la columna quincenal de Belén Degrossi, y este es el nivel de humor y remates que estamos manejando a estas alturas del año, con 77% de inflación y la presión arterial en 18.

Asumo que ya deben saber que la reina ha fallecido. A menos claro que hayan transitado las últimas dos semanas de vida en un estado de completo aislamiento, lo cual es plausible. Si es así, debo informarles que además el “lobo solitario” que intentó asesinar a la vicepresidenta no actuaba sólo, que el kilo de zapallo se fue a las nubes, que María Becerra fue cancelada porque escribió una canción que habla de practicar el tan esperado acto del coito mientras se maneja un auto y que en mi regreso al fútbol 5 metí tres goles. ¿Es toda esta data relevante? Probablemente no. Pero ¡qué divertida es la autorreferencialidad!

Ahora bien, Isabel II (que a mi me gusta leer en forma de onomatopeya, es decir, no como un “2” en números romanos si no como una i latina larga) falleció. Esto no debería sorprendernos considerando que su estado de salud era más o menos endeble y que tenía aproximadamente siete siglos y dos semanas de edad. La reina ha muerto y ha sido precedida por un desfile interminable de guardias reales, perros corgis, faranduleros de turno y herederos que realizan su duelo muy por dentro, sin exteriorizar ni una lágrima, con la sobriedad típica que impone el protocolo y la frialdad que a estas alturas del partido ya constituye un genoma particular de la cultura británica. La reina ha muerto y su sucesor, el aburrido y flácido Carlos III, ya está cansado de su puesto.

Me detendré un momento aquí, porque con mis nulos conocimientos de historia de la monarquía inglesa puedo igual afirmar lo siguiente: Carlos es el tipo con menos ganas de ser rey de la tierra. Su desempeño en estas primeras jornadas ha sido pobrísimo, incluso cuando lo leemos enmarcado en la reciente pérdida de su madre. Carlos asume porque mamá ya no está, y él si. Carlos asume a los 73 años, edad en la que la mayoría de los hombres blancos y ricos como él ya se encuentran retirados, jugando al golf en la patagonia en algún campo robado a los pueblos originarios. Carlos asume con el mismo vigor y las mismas convicciones a las que nos tuvo acostumbrados el ingeniero Mauricio Macri. No puedo dejar de notar en ellos ciertas afinidades. No sólo porque estoy segura de que probablemente Macri se siente espiritualmente más cerca del otrora príncipe que de cualquiera de los presidentes democráticos de nuestro país. No, no es sólo eso. Es actitudinal el tema. Con francas tendencias a la vagancia y poca predisposición al trabajo, hay una línea fina en sus narrativas que es casi constitutiva de cualquier hombre de clase alta, blanco y acomodado. Estoy segura de que ambos luchan constantemente en una puja de dos ejes fundacionales en sus personalidades: la antes mencionada vagancia, y la necesidad de demostrarles a sus padres que nos son dos bolas tristes o, para decirlo de forma más protocolar, dos testículo-depresivos.

Me faltan más de cuarenta materias para recibirme de psicóloga y aún así puedo hacer esta lectura y aseverar el resultado con la altura y la certeza necesarias porque de Mauricio conozco mucho, y de Carlos también. Como toda nena criada en los 90, tuve una fase en la que me obsesioné con Lady Di. Su historia trágica y permeable a las teorías conspirativas me absorbió desde el principio. Por lo tanto en mi inconciente Carlos ocupa un rol de villano que lo pone prácticamente a la par de Voldemort, Darth Vader y Scar, el tío del Rey León que asesinaba a su hermano Mufasa y dejaba a Simba huérfano de padre.

¿Saben qué tienen todos esos personajes en común? Una fragilísima construcción de la masculinidad, y una noción retorcida de que el poder no se construye ni depende de la persuasión, si no que puede tomarse por la fuerza. Y, claro, que suelen ubicarse estéticamente en la gama de los negros, grises y marrones. Otakus con armas, digamos.

Muy peligroso.

Volviendo al tema del que nos vinimos a reír, mi segunda declaración rimbombante en torno a la figura del nuevo rey es que siento (siendo mi sentir personalísimo la única herramienta posible de recolección de datos en este caso) que es el tipo que asume ese rol con el menor acompañamiento de su plebe en el universo. Eternamente a la sombra de la que será recordada como la monarca más longeva, aquella que sobrellevó la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, y la parva de conflictos internos y externos durante setenta años, Carlos comienza su reinado sin ganas, sin épica y sin tiempo. Salvo que logre criogenizarse al mejor estilo Walt Disney, dudo que pueda llegar a romper el record de su madre. No sólo vive bajo la sombra de su recientemente fallecida progenitora, también vive acechado por la figura de su propio hijo, el heredero al trono que le tiene más ganas al puesto que yo a una hamburguesa de carribar. Y eso es mucho decir porque, como ya conté en columnas anteriores, estoy bajo una dieta estricta que sólo me permite ingerir pepinos, agua y aire. Todo lo demás es considerado un exceso.

Isabel ya se murió, pero su fantasma sobrevuela. William lo mira de reojo, y se acomoda en el rol de príncipe de Disney con alopecia que se le fuera conferido hace décadas por todas las revistas para adolescentes del mundo. Y falta lo peor. Falta el segundo fantasma, el que es una espina en el zapato de la casa real desde hace cuarenta años: la difunta ex-esposa, santificada por todos, como una Gilda al otro lado del Atlántico pero con menos ritmo, menos carisma y menos ganas de formar parte de un imperio colonizador.

Hasta donde sabemos, al menos.

La prensa no ayuda. Con la soltura de quien arma la programación de los sábados a la tarde Crónica TV, se filtraron desde algún rincón del palacio de Buckingham los descabellados pedidos del nuevo Rey, que no es capaz ni de poner el dentífrico en su propio cepillo de dientes. La crónica del diario La Nación al respecto es hilarante. Después una se acuerda que ese mismo diario no dudaría en vendernos como país a la corona por el módico precio de dos perros corgis y una pinta de cerveza tibia y el chiste pierde la gracia. Resulta que cuando la persona en ejercicio de poder es hombre, blanco y no ha sido elegido por el voto popular le podemos permitir que se dé el lujo de tener un trabajador en negro por cada tarea hogareña, por mínima que nos resulte. Las exigencias absurdas del rey nos resultan, en estos casos, una suerte de recompensa por las dolorosas tareas que debe cumplir todos los días. Ahora bien, si la persona en ejercicio del poder es mujer, idónea, de corte populista, elegida en democracia y con varias décadas de experiencia bajo el brazo no se le puede permitir siquiera que se compre una cartera más o menos linda. Esto nos sorprende tanto como el fallecimiento de la reina. Es decir: nada.

Algo más puede decirse de Carlos: su reinado, que recién comienza, promete ser aburrido. Esperemos que ese aburrimiento no se traduzca en una suerte de picazón insoportable, o lo que sea que les agarra a estos hombres que termina por moverlos a ocupar países ilegalmente para apropiarse de sus recursos naturales y sus lugares geográficamente estratégicos. Aspiramos, en todo caso, a que su reinado pase desapercibido. Que no mueva el avispero.

Al velorio le faltó el drama de las series medievales. Alguien entrando en dragón, alguien envenenando a Camila, alguien irrumpiendo en Balmoral para declararse hijo ilegítimo de la reina, la mismísima Diana saliendo de las sombras de entre los arbustos para confirmar que está viva, que todo era un ardid. Le faltó también la desfachatez argenta, esa que suele llenarnos de memes y clips de video que después miramos ad-eternum y que llenan los anuarios de los 31 de diciembre en la televisión abierta. Citando a nuestra reina, Moria Casan, “el nivel de mamarracho, platitos inmundos con sanguchitos cuadraditos así de mala calidad, donde el jamón no era jamón: era japaleta”.

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