Relato de Florencia Cardozo, 10 años en abril del 2003, residente del barrio Barranquitas Oeste.

Hace mucho tiempo que postergo el relato de esta historia. Tengo grabado en la memoria cada detalle de aquellos días, la imagen viva, como si los hechos fueran cercanamente recientes.

Mi nombre es Florencia, tengo 29 años, soy profesora de Lengua y Literatura y aún vivo en la ciudad de Santa Fe. La historia que voy a contar es la mía pero también la de otros chicos, mis hermanos, primos, amigos, y la de tantos adultos, mis papás, tíos y abuelos. Junto a muchos otros santafesinos vivimos la situación en carne propia. Para narrarla me hago eco de una frase que le escuché decir a otro de Los Inundados, este gran colectivo que formamos a partir de aquel momento y que llevamos como nombre propio: "El pueblo salvó al pueblo".

Durante la tarde del 28 de abril, el barrio donde vivía con mis papás y mis tres hermanos, Barranquitas Oeste, estaba más inquieto de lo habitual. Había gente que iba y venía y que comentaba tímidamente, quizás al principio con cautela, algo acerca del agua. Las palabras fueron tomando fuerza con el correr de las horas y ya al atardecer grupos de vecinos se reunían en las esquinas para preguntarse con desconcierto unos a otros qué sucedía, intentando encontrar la mejor manera de afrontar el agua. Se turnaban para ir hasta el Salado, por la autopista Santa Fe - Rosario, próxima al barrio. Desde esa perspectiva analizaban cuál era la situación.

Los que éramos niños no íbamos ni participábamos de estas charlas, pero escuchábamos atentamente y de lejos. A los 10 años, nadie te comenta cuál es el nivel del agua, qué es una defensa precaria e inconclusa, ni qué medidas tomar en caso de que entre un poco de agua a casa. Sí, un poco, eso pensábamos entonces. A pesar de esto, entendíamos que algo no estaba bien porque éramos testigos de las mudanzas repentinas que se armaban. 

Al mejor estilo "Algo muy grave va a suceder en este pueblo", los vecinos y vecinas abandonaban sus hogares. Nadie se había levantado con un mal presentimiento, pero había miedo por lo que se escuchaba. Cargaban carros con cuanto pudieran: colchones, muebles, bolsas de ropa, niños. Utilizaban bicicletas, carretillas, sus cuerpos. Se llevaban lo poco o mucho que tenían, frente al desconcierto de quienes nos quedábamos.

Mamá y papá decidieron que, para cuidar lo que teníamos dentro de la casa que habían logrado construir ese año con mucho esfuerzo, lo mejor que podían hacer era elevar con tacos de madera las cosas más importantes. Así, levantaron la heladera, un aparador, sobre el cual colocaron la computadora que mi mamá había comprado poco tiempo antes, y la mesa, a la que subieron las sillas.

Luego de acomodar cuidadosamente cada cosa que podría verse afectada por el agua, mis hermanos y yo nos fuimos a dormir a la casa de mis abuelos maternos, que vivían al lado. Ellos tenían una casa de dos pisos. Nos acomodamos en la planta alta, en colchones desparramados por toda la habitación, junto a las cosas que habían subido por las dudas. Nunca me gustó dormir ahí, aún así me venció el sueño, el miedo y el cansancio, después de dar vueltas con los ojos abiertos en la absoluta oscuridad de aquella noche.

Mis papás, que decidieron quedarse a dormir en nuestra casa, se despertaron en la madrugada y al bajar los pies al suelo tocaron el agua, que ya había ingresado sin avisar ni pedir permiso. A partir de ese momento, todo lo que vivimos podría ser tranquilamente una escena de las típicas películas que relatan las catástrofes más crueles en las que el mundo atraviesa sus últimos días. Sin embargo, no era una película, ninguna escena apocalíptica, sino la más triste realidad, producto de la inacción de quienes debían protegernos.

La vista al patio de la casa de Florencia. Foto: familia Cardozo.

La mañana del 29 de abril nos despertó con un panorama de agua. Desde el balcón podíamos observar aquella imagen inefable. Era tal el nivel que había alcanzado el Salado que podíamos tocarlo con tan solo estirar un poco nuestras manos.

En ese momento, los adultos decidieron que los niños debíamos salir. Nos avisaron que un vecino nos llevaría en canoa hacia afuera. No sé si efectivamente nos dijeron que no teníamos que tener miedo o si me lo dije yo misma para convencerme.

Recuerdo salir por la ventana, apoyar un pie primero y luego el otro adentro de la canoa. Así fuimos subiendo uno a uno, mis tres hermanos, mi perro y un gato que estaba absolutamente en pánico. Viajamos sobre el río que había copado cada lugar del barrio. En lugar de casas, árboles y calles, había agua sucia, techos y cables al alcance de nuestros cuerpos.

El viaje duró tres cuadras que fueron eternas. Al llegar alguien nos ayudó a bajar. Allí nos esperaba mi tío Edgardo. Quiero nombrarlo porque realmente su mano tuvo mucha importancia, fue la primera que nos sostuvo y nos puso a salvo. Junto a su amigo Lalo, nos condujo en camioneta hacia su casa en el barrio Los Ángeles, en el norte de la ciudad. Nos amontonamos catorce personas, recuerdo muy bien ese número porque a veces mi papá hacía chistes por la cantidad que éramos.

Los días que vivimos en su casa fueron muchas veces divertidos, desde la mirada de una niña. Podíamos jugar con nuestros primos, mirar televisión y, sobre todo, estar al resguardo. Sin embargo, los canales informativos nos devolvían todo el tiempo la desoladora imagen de los barrios perdidos bajo agua, de gente desesperada que no encontraba a sus familiares en los centros de evacuados y una interminable cadena de sucesos plagados de angustia. Quizás los adultos no notaban que nosotros también vivíamos aquello con mucha desazón.

Una noche en la que nos encontrábamos todos dentro de la casa, alguien llamó a la puerta para decirnos que el agua también inundaría el barrio y que debíamos irnos lo más rápido posible. En ese momento había gente que decidía entrar a robar a las viviendas abandonadas, según mi tío esa era la situación que viviríamos si todos dejábamos la casa. De modo que se decidió, por un lado, que mi mamá, mi abuela, mis hermanos y yo nos traslademos hacia lo de mi abuela paterna y, por otro, que mi tío se quede al cuidado de su hogar. Así lo hicimos. Hay escenas que se me han borrado, pero recuerdo muy bien el agua fría tocándonos de los pies a las rodillas y nuestros brazos entrelazados para no caernos. Esa noche tuve miedo, miedo de verdad.

Después de algunos días volvimos a la casa de mis tíos. Festejamos cumpleaños, nos juntamos y hasta nos divertimos en esas reuniones que se armaban. Para mí, estuvimos mucho tiempo fuera de casa, pero mi mamá dice que fue apenas un poco más de un mes. Eso le llevó al agua disiparse de las calles, de la cabeza nunca más salió.

Para que podamos volver, mis papás fueron varias veces a limpiar. Cuentan que había mucho barro, bichos y que, por supuesto, todo lo que habíamos comprado se había convertido en basura, irrecuperable. Nada se podía utilizar. Pasaron varios días hasta que pudimos regresar. Recuerdo las paredes húmedas, sucias, marcadas por la huella del agua. Lo único que el agua nos había dejado era la estructura de la casa. Ni mesa, ni sillas, ni muebles, ni camas, ni ropa, ni juguetes, ni fotos. Perdimos todo eso. 

Panorama registrado desde la terraza de la casa de la abuela de Florencia. Sobre la calle cubierta de agua unos vecinos pasan en canoa. Foto: familia Cardozo.

Lo que puedo decir sobre el papel del gobierno en ese contexto es lo que escuchaba, de primera mano no sabía, tenía 10 años. Nos dejaban un poco por fuera de ese tipo de información. Me acuerdo de que hablaban sobre la defensa, la obra inconclusa, la poca o nula información que nos daban las autoridades sobre lo que estaba ocurriendo. 

Posteriormente, recibimos una ayuda financiera basada en la cantidad de metros cuadrados que había edificados. Esto lo digo ahora que tengo un poco de conocimiento al respecto, en ese momento no sabía. La suma fue algo así como 20 mil pesos. Obviamente no se equiparaba con lo que habíamos perdido, más allá de la construcción. Dentro de mi casa había cosas que no pudimos recuperar, no pudimos salvar nada, y la plata que nos dieron no llegaba a cubrirlas. Lo único que nos quedó es lo que teníamos puesto el día que salimos.

A recuperarnos nos ayudó un montón de gente. Primeramente, estuvimos autoevacuados en la casa de familiares y eso fue una gran ayuda, no solamente por el lugar que nos brindaron, que no era una cuestión menor, sino también porque ahí comimos, nos bañamos, teníamos contención. Veíamos por televisión que había un montón de gente que estaba en centros de evacuados y que no podía encontrarse con su familia o que tenía que dormir en lugares bastante precarios. Nosotros,en ese sentido, éramos unos privilegiados porque teníamos la posibilidad de estar en la casa de gente conocida, de familiares. También nos ayudaron con ropa, colchones y frazadas desde la iglesia a la que mi mamá concurría. Como no teníamos absolutamente nada, todo lo que nos podían donar nos venía muy bien. 

En ese entonces, iba al colegio privado Visión de Futuro. Lo único que recuerdo en relación a la escuela es que había podido salvar mis carpetas y los útiles que usaba. Pero del regreso a clases no tengo registro, creo que porque la escuela no estuvo muy involucrada en la cuestión de contener o ayudar a quienes nos habíamos inundado, que además éramos alumnos del barrio. Después le pedí a mi mamá que me cambiara de institución.

En el 2007 el barrio volvió a inundarse. La casa de mi abuela y la mía fueron de las pocas en donde no ingresó el agua. Llegó hasta la vereda. Eso también nos afectó porque estábamos imposibilitados de salir del barrio. 

Después de la inundación, cada vez que llovía mi mamá lloraba y nosotros no entendíamos qué pasaba o por qué. No era un llanto de angustia, sino más bien una situación de pánico. Mi mamá se veía muy afectada cada vez que llovía. Ni siquiera era porque se iba a inundar o porque había una lluvia muy fuerte, solamente escuchar que en el techo caía agua era motivo suficiente para entrar en pánico. 

La inundación fue un antes y un después en nuestra vida familiar. Quizás esta es una de las frases más repetidas entre los que nos inundamos, pero realmente es así. A partir de la inundación, el comenzar para nosotros y para un montón de familias fue muy difícil, más difícil de lo que ya era. En nuestro caso, lidiar con la falta material de cosas que habíamos conseguido y de objetos como fotos o recuerdos es algo que padecimos años después, cada vez que buscábamos una cosa en particular y nos dábamos cuenta de que no la teníamos. Es algo que seguimos padeciendo actualmente porque no nos quedó una sola foto de cuando éramos chicos, no tenemos una sola prenda de ese momento, no tenemos ningún objeto. Esta es una cuestión menor al lado de la pérdida que sufrieron otras familias. En nuestra historia familiar es uno de los momentos en el que sentimos que estábamos más solos que nunca y en el que padecimos la falta de cosas. Sin embargo, no estábamos solos porque éramos muchos más.  

Entrevistas y edición: Larisa Cumin y Emilia Spahn.

Más de Niñas y niños de la inundación

 

 

 

Dejar respuesta

Por favor, ¡ingresa tu comentario!
Por favor, ingresa tu nombre aquí