Esa extraña dama que está dispuesta a vencer

El sindicalismo en Hollywood no viste pecheras ni tiene mística, pero lo conduce Fran Drescher.

En un rapto poco sano pero necesario de tratar de fingir demencia tanto tiempo como me sea posible, me propuse mirar completa “La extraña dama” en mis momentos libres. Cabe destacar que la novela se estrenó dos años antes de que yo naciera, cuando probablemente yo no era ni siquiera un plan en la vida de mis padres, y por motivos desconocidos, fue una de esas novelas que no se repitió hasta el hartazgo en Volver, por lo que se trata de mi primera aproximación a la historia. Estoy embelesada con Luisa Kuliok. Estoy completamente atrapada por la trama. Estoy trabajando y estoy pensando en “La extraña dama”, hago ejercicio y estoy pensando en dónde quedó la trama, hago la cola del súper y mientras le paso a la cajera mis magras compras pienso “ahora cuando vuelva a casa, antes de ponerme a trabajar, me puedo clavar una media hora furiosa de Kuliok”.

Yo sé que me van a decir que así funcionan hoy en día todos los consumos: nos invitan a obsesionarnos y nos generan dependencia. Pero en el fondo, para mí hay algo mucho más complejo: por un lado, la novela me trae de nuevo esa posibilidad de fantasía, algo que hacía tiempo había olvidado. Es que todos los consumos que tenemos hoy en día nos empujan a la reflexión, a la politización, al análisis hasta el hartazgo. Hollywood está, como diría Mirtha, muy politizado. Netflix es una bajada de línea constante. Hay que estar con cuatro ojos mirando la película que estás disfrutando para que no te estén metiendo andá a saber qué idea en la cabeza. “La extraña dama” no tiene nada de todo eso. Mejor aún: tiene una protagonista espectacular con un pelo apabullante, una voz sedosa, la mirada penetrante que imagino debió tener Juana Azurduy. Tiene a una Luisa Kuliok que actúa bien y que encima, en su vida privada, por fuera de las cámaras, hizo cosas magníficas, como encolumnarse detrás del movimiento nacional y popular.

En un año tan particular como este, cuando nos dejamos atravesar por la política, corremos el riesgo de que la política nos atraviese constantemente. No nos deja relajarnos a veces, divertirnos. No nos deja siquiera acceder al derecho al goce, que es algo por lo que bregamos desde el inicio de los tiempos. Gozar y nada más. Permitirnos disfrutar de algo sin sentir culpa de clase, sin estar analizándolo, sin levantar quién sabe qué bandera. Pero también hay otra cuestión, que a veces pasamos por alto; cualquier fantasía nos propone, además de la distensión, un diálogo generacional. Miro a Luisa Kuliok pasar por penurias en un convento y pienso específicamente en que esta novela se hizo en el 89, en una época de hiperinflación, y que ahora yo la miro, la disfruto, me desconecto con ella en momentos de angustia, de incertidumbre, de frustración.

¿Para qué está la fantasía si no es para dejarnos escapar por un ratito de todas esas cosas que no entendemos?

Y en este plan de fingir demencia también he estado mirando un poco para afuera, para no sentir que somos nosotros como país, como provincia, como ciudad, los únicos que estamos pasando por esta situación compleja y desalentadora. Hace un par de semanas, sin ir más lejos, me generó alegría una imagen de la CGT francesa (con la que compartimos sigla y bandera) apropiándose de uno de los pocos espacios públicos que no se habían sumado al paro general que los trabajadores galos estaban haciendo en contra de las reformas de Macron. En París, un día cualquiera, cuando la CGT había logrado parar el subte, la recolección de basura y las escuelas, lo único que seguía funcionando con normalidad era el Euro Disney. Y dentro de Euro Disney los trabajadores vestidos de Mickey, Buzz Lightyear y Elsa de Frozen tenían que seguir trabajando y juntando hongos con esos trajes de gomaespuma como cualquier otro día del año porque, sabemos, Walt Disney no sabe de paros. Sabe de fantasía y de épica, pero no de política. Y si sabe, prefiere ignorarla. Pues bien, los sindicalistas hicieron entonces lo que cualquiera hubiera hecho: compraron entradas para Euro Disney e ingresaron y tomaron el castillo del parque, colgando de las ventanas de los castillos de juguete las banderas de la CGT, generando así un momento viral que hizo que cientos de millones de personas en el mundo se enteren de que había un paro general en la nación francesa. No puedo explicarles la alegría que me generó ver cómo esos dos mundos colisionaban: el del sindicalismo, caro a mis afectos, y el del imperio capitalista, que también amo con locura. Me sentí flotar.

Me puse a pensar en escenarios bizarros, imposibles, como un parque temático dedicado a Saúl Ubaldini. O una película de Disney en donde nos cuente la historia de una fábrica de fósforos donde las obreras cantan la Internacional Socialista para no seguir trabajando. Y casi como si lo hubiera “intencionado”, como dicen los niños y niñas de ahora cuando quieren referirse a esas cosas que le piden al universo tal y como antes nuestras abuelas le pedían a Dios, días después me encuentro con que Hollywood entra en paro por tiempo indeterminado porque no les pagan salarios dignos.

¿Qué es un salario digno de Hollywood? ¿Cuál es el salario mínimo, vital y móvil en Hollywood? ¿Cómo se abre una paritaria? ¿Cómo se discute? ¿Se discute en porcentajes de ganancias? ¿Qué pasa con la plusvalía? ¿Hay cláusula gatillo? ¿Significa esto otra cosa en EEUU, teniendo en cuenta que portan armas con la facilidad con la que compran hamburguesas con cheddar? Todas estas son cuestiones, que hasta hace poco yo no veía posibles en la mayor industria del entretenimiento, ahora me consumen. El rato que no estoy pensando en “La extraña dama” estoy pensando que en Hollywood hay potencial sindicalista y que nuevamente dos de las cosas que más amo en este universo se están juntando.

¿Podría Hollywood fabricar escenas tan épicas, tan insólitas como la gente subiendo hacia un palco y rompiendo el atril de la CGT al grito de “poné la fecha la yuta que te parió”? No lo creo. Le falta la tradición histórica, le falta convencimiento y, sobre todo, le falta dejar de ser hegemónicos, que es algo que el sindicalismo no es. Los criterios estéticos del movimiento obrero no se condicen con la construcción hollywoodense de la vida. No se me ocurre un sindicalismo hollywoodense de gente que coma sándwiches de mondiola (así con M, no con B) a las 3 de la tarde un martes en plena 9 de julio, mientras de fondo habla un compañero delegado de la UOCRA contando cómo echaron a 50 personas de una obra pública de Larreta. A eso Hollywood no lo puede imitar porque no lo conoce. Hollywood no conoce el grotesco, escapa al grotesco en todas las fantasías que nos proponen. La fantasía grotesca, esa que nosotros tenemos tan arraigada en la cultura popular argentina y sobre todo específicamente en la sindicalista, es algo de lo que Hollywood desconoce, descree, no entiende.

Y sin embargo al frente de esa columna de trabajadores y trabajadoras de Hollywood que ahora piden que la torta se reparte de forma más pareja la encabeza la Luisa Kuliok de ellos: la mítica Fran Drescher. La mujer que hizo de nuestras niñeces y adolescencias una increíble comedia, la niñera de todos nosotros en las tardes de Telefe (señal que repitió la sitcom unas 342 veces, robándole así trabajo a los actores y actrices argentinos). ¿Para qué escribirle una novela nueva a Carola Reina si “La Niñera” funciona tan bien?

No sé dónde nos llevará este protosindicalismo glamoroso. Se que la última vez que los actores pararon, Reagan era el presidente del sindicato y esa fue la plataforma que lo llevó a la presidencia del país. Sé que de estas horas de marchas y movilizaciones algún escritor sacará la idea de la próxima comedia romántica en la que una delegada se enamora del hijo del patrón. Sé que si la huelga dura mucho, lo suficiente, Hollywood se quedará sin series nuevas. Y, quizás, alguna piba en Texas empiece a investigar en Youtube, se encuentre con “La extraña dama” y se deje abrazar por la voz sedosa de Luisa Kuliok sin saber, sin siquiera adivinar, que está tomando un camino que no tiene retorno.

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