Domados por nuestras propias bestias

Tener una mascota es el único compromiso económico y afectivo que muchos y muchas podemos asumir. Maternar un animal es, al mismo tiempo, una aventura inigualable y un dolor de ovarios.

En algún lugar de esta ciudad, en uno de los pocos kioscos de revistas y diarios que quedan y que están sumidos en una especie de vórtice temporal como si fueran una puerta hacia los años 80, queda, sobre la vidriera y en exposición, una revista “Ser Padres Hoy”. Impresa en el momento en que Yuyito Gonzáles era relevante, y apresada en esa cárcel de celulosa, tinta y de letra de molde, como le gusta decir a la ex vicepresidenta, la frase provoca una paradoja temporal similar a la del kiosco. No importa cuándo la leas, esa revista habla de una paternidad actual, impertérrita. Su título lo dice: evoca siempre al presente. Cada vez que la veo me dan ganas de comprarla. Después me acuerdo de que en realidad no soy madre, sino que simplemente tengo una mascota.

Durante mucho tiempo tuve mascotas, toda la vida las tuve. Perras, gatas, gatos, tortugas y conejos, peces en una pecera. Al conejo me lo robó un sodero, y a la tortuga se la quiso comer una perra. Lo del sodero no está probado, pero yo tenía menos de 10 años y no conocía las etapas del debido proceso. En mi mente, el sodero se llevó el conejo y punto. Mis gatos eran espectaculares, porque los gatos siempre lo son. Uno en particular gustaba mucho de salir a correr durante las noches y volver con balazos en la cabeza. Era su gracia, tener la cabeza como un colador.

Tener una mascota es simpático, tener una mascota es un privilegio, y hoy por hoy tener una mascota es prácticamente el único compromiso que muchos y muchas podemos asumir. Económico, afectivo, incluso a tiempo completo. En mi caso, tener una mascota es una aventura inigualable y un dolor de ovarios.

La mascota en cuestión pidió específicamente que no se revelara su identidad. Es como esos famosos que le blurrean la cara a los hijos, porque de alguna manera protegen el futuro de esas pequeñas personitas hijas de famosos, que van a terminar siendo después empresarios o hippies con OSDE o las dos cosas. Así que de aquí en adelante para referirnos a la gata solo utilizaremos términos como “la bicha” o “el animal”.

La bicha llegó a mi vida como muchas cosas llegan a la vida: la busqué durante un montón de tiempo y no vino hasta que en un momento me cayó de la nada. En realidad, cayó en el patio de una amiga que me dijo si me la podía dar, y yo dije que sí. Desde hace años quería tener una mascota, precisamente porque siempre había tenido en mi casa de la infancia, y ahora que vivía sola quería la “full experience”. Es espectacular porque es tener un pequeño ser humanizado que no tiene más remedio que escucharte hablar, quejarte, decir, hacer, hacer chistes. El pequeño animalito va y viene durante el día con una soltura impresionante dentro del departamento. Ahora es de ella, ya, la propiedad. Yo simplemente me acomodo un poco a sus necesidades.

Presa de una criatura que no tiene pulgares oponibles y pesa lo mismo que un par de zapatillas.

Lo cual me lleva a algo que escribí hace mucho tiempo y que me valió una cancelada espectacular. De hecho, todavía hay gente que no me saluda en la calle. Hace muchos años escribí una nota sobre cómo había ciertos madres y padres que criaban a sus hijos con nuevas tendencias de crianza y los transformaban en pequeños dictadores. Y como era de esperarse, en mi primera y única, por ahora, y para siempre, experiencia de crianza, no he hecho más que criar precisamente a una pequeña dictadora. Se duerme en mi casa cuando la gata duerme. Se come en los horarios que la gata prefiere. La comida de la gata, de hecho, es la prioridad, en términos hasta económicos. Si voy al supermercado lo primero que hago es agarrar sus cosas. La gata caga en unas piedritas que salen más caras que cualquier otro elemento que yo tenga en mi casa. Incluso las pastillas que tengo que tomar para la presión, el shampoo, las pilas para el tensiómetro, son más baratas que las piedritas para la caca. Recorté el pack de fútbol, pero no le recorté a la gata las piedritas. Ni siquiera sé por qué son tan caras, pero son como una especie de arena espectacular de la NASA que viene con unas pequeñísimas perlitas que hacen que a la gatita no le dé infección urinaria y que además neutralizan los olores, lo cual es espectacular. Porque la gatita será chiquitita, pero hace más o menos la misma caca que yo creo que hace un delegado de la UOCRA que almuerza guiso con Manaos.

Estoy para que los compañeros de la UOCRA me inviten a degustar ese menú.

Es increíble cómo ver a un animal creciendo nos pone un poco más en contacto con nuestra propia finitud. O no, no sé, no me quiero poner muy filosófica al respecto. Incontables escritores, filósofos, poetas, le han dedicado tiempo a sus gatos. No quiero aquí ser la nueva Cortázar, la nueva Saer. Sí diré, en todo caso, que es espectacular lo graciosos que son los animales. Ese es un terreno del que me siento experta: no el de hacer reír, sino del de reírme. A veces creo que nos reímos de ellos desde un lugar de superioridad moral, cuando se golpean dos o tres veces la cabeza con la misma mesa, y sin embargo ella creo que en el fondo también se puede reír de mí cuando dos o tres veces me largo a llorar por la misma película de Anne Hathaway, o escucho en mi casa a Manuel Adorni solamente para enojarme. Me la imagino ella en su pequeño cerebro gatuno, que no sabe reír, pero sabe ronronear y que para mí es sumamente superior, pensando: “¿por qué esta estúpida está de vuelta escuchando al señor que la hace enojar? Cuando tranquilamente puede cambiar de canal y volver a poner la Premier League, y ver cómo el Cuti Romero se transforma en el mejor central del mundo”.

Hay un punto en la humanización de mi pequeña gatita, aunque no me gusta decir que es mía porque no me siento tanto la dueña sino más bien la compañera de piso, en donde soy inflexible: estoy haciendo todo lo posible para no transformar a la gatita en un caniche.

No me refiero a hacer una transformación del tipo metamorfosis kafkiana, sino más bien la posibilidad de empezar a comprarle ropita, de ponerle hebillas en el pelo, de llamarla por otros apodos que son quizás aún más humanizantes, de pintarle las uñas, de teñirle las mechas. Hay algo de la gente portadora del caniche que a mí me hace pensar muchísimo en que realmente hay ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Yo sé que en el contexto en el que estamos esto es profundamente incorrecto, pero creo que en algún momento hay que abrir esa discusión.

No se me ocurre por qué le pondrías un chaleco Uniqlo trucho a tu perro. El perro puede tranquilamente andar como si nada con su pelaje, pero en caso de que tuviera frío o de que tuviera muchas enfermedades (como suele suceder con los caniches, que son muy frágiles inmunológicamente hablando) ¿por qué ponerle un chaleco trucho de marca? ¿Por qué no simplemente armarle un chaleco con un buzo viejo tuyo, con la campera que te dieron en el viaje de egresados? ¿Por qué el caniche necesita venir siempre con accesorios? Es más, una Barbie que una mascota. Pero con mucho moco y esa baba marrón que se les hace y que sólo me deprime.

Eso es lo que temo con mi gatita. No quiero que eso suceda. No quiero que mi gata sea la Mirko de los gatos. No quiero que sea simplemente un pequeño juguetito al que después le terminamos imponiendo todas las frustraciones de nuestras pobres vidas. Es decir, si quisiera eso, simplemente tendría un hijo para proyectarle todos los traumas de la existencia, que es lo que mucha gente hace.

Tampoco me pongo a pensar en cuánto de la personalidad de la gata depende de mí crianza y cuánto ya viene por naturaleza. Natura versus Nurtura, para los pretenciosos. Ni quiero entrar en la onda astrológica de hacerle la carta natal para ver si ella es compatible conmigo. Es más fácil que eso: yo le doy el alimento húmedo que sale carísimo. De hecho, sale más caro que el yogurt que tomo. Le doy el alimento húmedo y la gata me ronronea y muerde después la mano que le dio de comer, literalmente, porque sabe que forma parte de un juego. Y si yo me voy a dormir, ella viene a dormir conmigo. Y si yo estoy triste, ella se da cuenta. Y si estoy contenta, también. Y me trae su pequeña rata de juguete para que duerma con nosotros, porque donde caben dos, caben tres.

Me parece un delirio que en este contexto también tener un animal sea un privilegio. Me parece un delirio que tener una mascota signifique tener plata, básicamente, para poder cuidarla y llevarla al veterinario y darle un buen alimento. Porque no hay una revista para “Ser tenedores de mascotas hoy” pero los estándares están altísimos. Pienso en lo mucho que ha cambiado la forma en la que criamos nuestras mascotas a como la criaban nuestros abuelos o bisabuelos, que los tenían todo el tiempo encerrados en el patio, que jamás entraban adentro, que nunca subían a la cama. Generaciones enteras de perros y gatos que vivieron sin saber lo que era una frazada, que no sintieron nunca en sus estómagos la liviandad del Proplan, que simplemente eran alimentados a polenta, y ya. Y me dirán ustedes que esto también pasa con los seres humanos, y claro. Pero qué difícil es sentir que a los animales les terminamos imponiendo las desigualdades del mundo nuestro, el de los hombres, las mujeres y les no binaries.

Por último, diré que desde que tengo esta gatita en casa mis críticas al presidente se han atenuado, al menos en este sentido. Le hablo todo el tiempo, y entiendo ahora que el presidente le hable todo el tiempo a sus perros, a los vivos y a los muertos. Aunque en esta parte tampoco es que empatizo tanto, o nada, diría. En todo caso me quedo pensando si esa comunicación no termina siendo, de última, una especie de monólogo intencionado. Yo le hablo, ella no responde. Yo retruco, ella no dice nada. Es como cuando voy a terapia y hago una suerte de historización y la psicóloga solo se limita a mirarme. Y yo sé que algo de todo lo que dije está mal. Vivir con mi gatita es como tener constantemente a la psicóloga en casa. No sé si para Javier Milei la ecuación sirve de la misma manera.

Si Conan es psicólogo, yo le revocaría la matrícula.

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