Pum, pum, palo y a la bolsa. Habíamos olvidado la violenta velocidad de las medidas económicas de la ortodoxia de mercado. Como ayudamemoria, un ticket de supermercado que nuestro colega Mario Altamirano difundió en las redes sociales el 22 de noviembre, cuando los resultados de la elección estaban puestos.

El señor Altamirano no compró carne.
El señor Altamirano no compró carne.

Durante los 12 años que se fueron, cada medida económica –es decir, cada gran decisión política condensada, es decir, cada toma de partido en relación con las posiciones de cada sector social dentro de nuestro mundo de desigualdades– necesitó de una larga serie de explicaciones, consensos y pujas para poder ser implementada. Algunas fueron abortadas, como la resolución 125, y otras sí fueron tomadas de sopetón, como el pago al FMI. Sin embargo, cada vez que el Estado avanzó en una regulación tuvo que enfrentar a las diversas fuerzas afectadas.

Hacer avanzar al Estado requiere tiempo, esfuerzo, negociación y enfrentamiento. Mucho enfrentamiento. Con guante de seda es imposible tocar un bolsillo, el del concentradísimo capital agropecuario, el de la timba financiera de las AFJP, el de los magnates españoles que vaciaron, con anuencia y cobijo, los recursos energéticos, por enumerar unos pocos.

Todo lo contrario sucede cuando las acciones son de la ortodoxia económica. Las medidas de liberalización de los mercados son pocas y, de hecho, se restringen a una sola, que se replica en diferentes ámbitos: desgobernar. Retirar el gobierno público de la economía y abrir la gestión económica a los factores privados. Dar un marco y dejar hacer al mando privado concentrado, eso significa “seguridad jurídica”. Es absolutamente simple y por eso los gobiernos ortodoxos operan con tajante rapidez. Habrá más acciones de la nueva presidencia, de seguro, pero lo central ya está hecho.

¿Por qué se pueden efectuar con mayor velocidad las medidas neoliberales? Porque una cosa es coordinar cinco mil chacareros, que ya están agrupados, y otra es reunir a los beneficiarios del plan Progresar, por ejemplo. El mando económico ya se encuentra coordinado, por definición. Y obra en consecuencia. Resiste y puja con cohesión. Y se beneficia de manera expeditiva y lubricada. Una conducción unificada de los diferentes puntos que se ven azotados por las recientes medidas económicas requiere de la asociación de una vasta y divergente multiplicidad de actores, estructuras y sujetos. Incluso, de aquellos que escapan a la posibilidad de ser albergados por las formas organizativas existentes. De allí que, en los 90, aparecieran, justamente, nuevas formas de agruparse, nuevos movimientos sociales.

Locos e irracionales

El carácter inmediatamente confrontativo de una política de Estado que apunte a tener cierta cuota, apenitas, un poquito, de mando sobre el mercado es lo que hoy se rotula como el tiempo de la locura, la sinrazón, el disparate. Esa es la novedad argumentativa del neoliberalismo del siglo XXI.

Desde siempre –repito: siempre– la ortodoxia económica tuvo el mismo pack de términos para describir sus políticas de Estado. Sobre ese pack de términos hoy se hace cierta bulla –son de fácil reconocimiento–, pero no sucede lo mismo con la base que los fundamenta.

Martínez de Hoz, Cavallo o Prat Gay son las bocas que modulan una verba que siempre –repito: siempre– fue la misma. Como vocablos clásicos: sincerar y normalizar la economía, o transparentar las variables económicas. Como fundamento último: la lógica del mercado –el juego de la oferta y la demanda– como hecho natural. Una física social natural de las relaciones sociales, que matemáticamente ubica las cosas en su lugar. Como fundamento intermedio: la inexistencia de otras alternativas. Margaret Thatcher fue la primera en formular el enunciado, después de destrozarle las vidas a los mineros, rompiéndoles el espinzo tras semanas y semanas de huelga: “No hay otra alternativa”.

Es obvio: una manzana se desprende del árbol y cae, no hay otra alternativa. El dólar queda libre y sube, no hay otra alternativa. Los precios de los alimentos se elevan cuando se quitan las retenciones, no hay otra alternativa.

Ya perdiste cerca del 40% de tu salario real y, tras las paritarias de marzo, quizá esa merma se reduzca al 20%, con toda la fortuna del mundo, porque no hay otra alternativa.

La serie es: la lógica del mercado se impone porque no hay otra alternativa. Un elemento falta. Un fundamento próximo, anclado en la historia concreta presente.

En la dictadura no había otra alternativa porque, bueno, vamos, era una dictadura y porque, además, el lugar de la alternativa estaba situado en la violencia política del final de Isabel y en el esperpento de la devaluación del Rodrigazo. En el menemismo, la alternativa (y la amenaza) era la hiperinflación. Esa amenaza fue tan potente que el gobierno de la Convertibilidad cerró su ciclo con signo político cambiado y una plaza ensangrentada.

El macrismo adolece de semejantes escenarios para disciplinar. Sencillamente le resta ubicar la alternativa –el pasado reciente o el 49% de los votantes– en el lugar de la locura, la sinrazón, el disparate, la violencia. La pesada herencia, la grieta y la mentira. El enfrentamiento entre los argentinos. ¿Recuerdan?

El sustento próximo del shock liberalizador del macrismo está en la crítica a las supuestas formas no republicanas de la acción del kirchnerismo. A su estilo confrontativo. No dialogaban, y ahora hay diálogo (diálogo significa ceder puntualmente al reclamo de las patronales agrarias y el poder financiero). No había transparencia, y ahora hay transparencia (transparencia significa que hacemos conferencias de prensa para decir cuánto vas a perder en tu salario real). No había normalidad y ahora hay normalidad (normalidad significa que al precio del dólar lo ponen quienes pueden comprar dos millones al mes). No había orden y ahora hay orden

El límite que se dio el macrismo en esta estrategia está dado en su modo de exhibir poder y decisión. Primero, está esa medida inédita en la historia argentina: designar dos cortesanos por decreto. Cuando Mitre efectuó una designación de igual talante, la Constitución no existía. Segundo, el ataque a las leyes sancionadas por el Congreso. No sólo Oscar Aguad despreció la ley de medios, mientras que ahora se anuncia una fusión (ilegal) del Afsca y Aftic, sino que el mismísimo ministro de Justicia Germán Garavano declaró que no va a aplicar el nuevo Código Procesal Penal porque “Fue un proyecto de ley que el kirchnerismo sacó con su mayoría automática”. “Ha habido una sanción insana de leyes sin consensos, sin estudios serios”, diagnosticó respecto de la tarea intrínseca al Congreso. No vamos a entrar en lo que significa clavarse tres meses de gobierno a puro Decreto de Necesidad y Urgencia.

Parecen mojadas de oreja. Son mojadas de oreja. “Sanción insana de leyes”: semejante combinación entre higienismo y Estado de excepción es sofocante. Por supuesto que quienes fundamentan su apoyo al macrismo por razones republicanas repudian estas posiciones. Sin embargo, no pueden mensurar su gravedad ni compararla con las políticas del gobierno que terminó. No pueden comparar sin notar que, en dos semanas, el saldo es negativo. Que estos que están ahora ya son menos republicanos que los anteriores, y que en esos términos ya son más agresivos, confrontativos, irracionales, etcétera.

La alternativa

¿Y entonces? ¿Dónde queda el fundamento próximo para el ajuste en el que nos hundió el gobierno, si la hilacha institucional está a la vista? Hay otro elemento: la continua –continua– repetición de que cualquiera hubiere sido el gobernante, las medidas hubieran sido las mismas. Algo que cuadraba en la alternativa Menem y Angeloz. Pero que ahora es falso.

Suena arriesgado decirlo. Scioli podría habernos hundido de igual modo. Pero… ¿y si hubiera cumplido sus promesas de campaña, como Macri cumplió? ¿Qué hubiera pasado si en enero el dólar quedaba en diez pesos, como Scioli prometió? ¿Y si la devaluación a los precios actuales se hubiera hecho a lo largo del año, permitiendo una recomposición salarial en las paritarias? ¿Y si el fortalecimiento del Banco Central se hubiera trabado con países soberanos, con intercambio de monedas, y no con endeudamiento puro y duro con banca extranjera? ¿Y si no se hubieran abierto totalmente las importaciones? ¿Y si no se hubiera abierto el mercado financiero al retorno de los capitales golondrina, felices de poder volver a nuestro país con su bicicleta financiera? ¿Y si no se hubiera cambiado el término paritarias por “pacto social”, el eufemismo para decirte que se va a negociar un aumento salarial muy por debajo de la inflación? ¿Y si no se hubiera reducido la canasta de Precios Cuidados de 500 a 70 productos? ¿Y si no hubiera promesas de quita de subsidios a los servicios?

La enumeración abruma. Y lo que pasó, pasó. El 2 de abril de 1981 el entonces ministro de Economía de la dictadura, Lorenzo Sigaut, lanzó una devaluación del 30%, mientras imponía retenciones del 12% a la carne y los cereales. La transferencia de recursos que hizo Macri hacia el sector agropecuario es muy superior.

Sin embargo, quien lo señale pasa automáticamente a ser ultra. Un confrontativo. Un disparatado. Un irracional. Porque todos habrían hecho lo mismo, porque no hay otra alternativa.

Habrá que ser, entonces, mucho más amoroso y tiernis, hasta que la víscera más sensible del ser humano, el bolsillo, imponga su dictado.

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