Por Luciana Ghiberto, militante feminista

La Campaña repartía los pañuelos verdes en la plaza, como si fueran caramelos que tienen gusto a libertad y a igualdad: “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir” y cientos de talleres se desplegaban en simultáneo. Algunos se parecen a las reuniones de “despertar de conciencia” de la primera ola del feminismo, la palabra circula entre mujeres que no se conocen y se dan cuenta de cuánta verdad hay en el maravilloso lema de “lo personal es político”: lo que le pasa a una, nos pasa a muchas. Los recitales de la noche son fiestas en las que gordas, feas, trans, bi y lesbianas celebramos la disidencia; el pogo feminista está orgulloso: todo esto que disfrutamos también fue organizado por mujeres.

Pero lo más impresionante para mí, siempre, es la marcha. Y cada año más, porque cada vez somos más. Existe un mito que circula que dice que una mujer que va al Encuentro Nacional de Mujeres, no vuelve igual; para mí es una realidad. ¿Cómo no nos va a cambiar un ENM? Si podemos caminar por la calle, sin un varón al lado, sintiéndonos seguras, capaces de defendernos, de gritar, de vestirnos –o desvestirnos– como queremos, todas cosas que desde que tenemos memoria, nos repiten que no debemos hacer.

Marchamos sin miedo a que los varones nos griten cosas que nos harían, nos desnuden con la mirada, se nos encimen, nos toquen; y se siente formidable. Después volvemos a caminar, solas, y esos miedos nos resultan más pesados: el Encuentro nos ayudó a sacarlos de debajo de la piel, de donde habitan desde que aprendimos a sentarnos.

Nos fascinamos viendo a guerreras espartanas corriendo de una bocacalle a la otra para cortar el tránsito; pararse con las piernas abiertas, inmóviles, mirando desafiantes a la fila de autos que maldice la interrupción en su rutina dominical. Nosotras llevamos los bombos pesados, tocando 40 cuadras de ritmos que gritan que estamos cansadas de que nos golpeen, nos violen y nos maten. Pero que también estamos hasta las tetas de las violencias menos gritadas: cantamos contra los ideales de belleza, las indicaciones de cómo vivir nuestra sexualidad, la heteronormatividad. ¿Cómo no nos va a cambiar un ENM? Corrimos de la mano cuando se escucharon las detonaciones de la policía. Llegamos al Monumento de la Bandera, desierto después de la represión, e hicimos sonar todos los celulares de las demás mujeres que conocíamos para asegurarnos de que estuvieran bien.

En medio de toda esta celebración, pintamos paredes, claro, con consignas que aúllan hartazgos de violencias sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas; y no cualquier pared, sino aquellas de la gente que vive en el centro, las de las grandes instituciones. Ladran, Sanchas: ninguna guardiana de la moral y las buenas costumbres compartiendo fotos en las redes sociales desde su sofá, va a entender que a nosotras el ENM nos cambió y que sentimos que juntas, hicimos temblar el patriarcado.

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