Sin pan y sin trabajo (1894), Ernesto De la Cárcova. En exhibición en el Museo Nacional de Bellas Artes.

El mercado laboral está al borde de un cambio radical, las patronales desean reformas laborales y fiscales que atrasan al siglo XIX y se contradicen con las tendencias de la tecnología, mientras que el programa de los trabajadores no termina de salir del siglo XX. 

Hubo un tiempo en que detrás de todas las llamadas telefónicas había una persona –una mujer, generalmente– que insertaba los cables de las conexiones y atendía diciendo “operadora”. También hubo un tiempo donde el cajero automático se llamaba Rubén y era el orgullo de su familia esa mano de bancario con esos peculiares callos producto de la repetición mecánica de un solo movimiento, el sellado de cheques. Hubo un tiempo en el que la bomba era tirada por un aviador experimentado y no por un gamer letal y granuliento con los comandos de un drone, a miles de kilómetros de esa otra pila más de muertos.

Todavía se mandan y reciben en el domicilio cartas, con promociones o facturas o publicidades y todavía un camarógrafo está detrás de una cámara, pese a que el aparato dispone de wi-fi para conectarse a la consola del director, como tu compu, con la que pagás la luz y mandás kilos y kilos de información todos los segundos, sin necesidad de un romántico cartero. Todavía algunos kiosqueros traen revistas europeas de moda, como cuando se necesitaba ir a la disquería para encontrar música. Cientos de oficios sobreviven sin mayor horizonte o destino, escudados en un calificativo que funge de escudo: carpinteros, herreros, panaderos, cuchilleros o heladeros se dicen artesanales para explicar por qué no disponen de tecnología actualizada para su producción. Quien esto escribe tuvo como cursado obligatorio en la secundaria la clase de “Mecanografía”, una destreza que aseguraba empleo, decían.

Los hombres y mujeres que bordeamos los 40 pirulos conocimos los últimos coletazos del Estado, el mercado de trabajo, la cultura y la tecnología del bienestar, conocimos el proceso de transición y conocemos, ahora, el Estado, el mercadito, la cultura y la tecnología de la era del post empleo. Vemos cómo, por primera vez, nativos digitales intentan insertarse al mundo laboral utilizando las coordenadas de un mundo inexistente, transmitidas por nosotros mismos o por algunas generaciones que nos anteceden.

En otro tiempo, todo desarrollo tecnológico finalmente se diseminaba a lo largo y a lo ancho del sistema productivo, generando a su vez nuevas posibilidades de empleo que sustituían y ampliaban los puestos que el mismo salto de productividad destruía. Ya no sucede más así. La última revolución informática sencillamente destruye el empleo, que no se recupera. Esa destrucción es cada vez más acelerada y toca a todos los niveles y ramas de la actividad humana. Se le llamaba el fin del trabajo, fue algo predicho por escuálidos pensadores conservadores norteamericanos a fines de siglo XX. Así, van creciendo en los márgenes modos de trabajar cada vez más propios del siglo XIX y se consolidan masas irreductibles de personas sin empleo.

Pero confundir empleo con trabajo y creer que lo que ha terminado es el trabajo mismo –la trasformación de bienes en otros bienes de mayor valor, por obra de una intervención humana coordinada y planificada– es un error básico. Un error tan básico como seguir pensando con el prisma del siglo pasado, con su esforzada moral inventada para ajustar a los trabajadores desde lo que fueron sus destrezas verdaderamente artesanales a la monotonía extrema de la incesante línea de producción.

Hablar del supuesto fin del trabajo oculta que es en el mismo proceso de trabajo humano en donde se genera el valor y también que, en el reverso, las empresas de capital tecnológico son una máquina de concentrar riqueza en niveles nunca antes vistos, pues poseen medios de producción cualitativamente diferentes, que también terminan generando una cadena de mando vertical sobre todo el espectro económico. Google decide tus comunicaciones en niveles infinitesimales y, a la vez, concentra riqueza de modos nunca antes vistos en la historia humana.

La mayor parte de los lectores de este texto ¿alcanzará a ver la sustitución de los choferes por transportes automatizados? Lenta y progresivamente, se estaba viendo la sustitución de algunos rubros del comercio por las plataformas digitales de compra, el Covid 19 hizo estallar al sector. En un taller de autos ¿cómo se curan los coches nuevos?, ¿en qué museo quedó la intuición y el saber de los viejos mecánicos?

El siglo XXI es ese. Su big bang tuvo lugar a mediados de la década del 70, con la expansión definitiva de la informatización. En el camino, esa expansión devino en una explosión de productividad y de apropiación concentrada de la riqueza. Cuando se dice que el 1% de la población mundial tiene la misma riqueza que el 99% restante, se está describiendo ese proceso. Es tal la productividad del trabajo que los dueños de las herramientas necesitan cada vez menos trabajadores para generar una riqueza cada vez más grande cuya ganancia se concentra cada vez en menos manos.

Mientras tanto, las patronales ofrecen como respuesta repetitiva una mayor precarización del empleo en paralelo con mayores recortes de impuestos. Es falso que de ese modo se “liberan las fuerzas productivas” y que de ese modo se genera más empleo. No fue así en el siglo XX, sino al revés, y no será así en el siglo XXI. Cada paso en favor de la precarización sólo genera que el empleo consolidado y decente –el laburo en blanco pleno de derechos, bah– se transforme en trabajo a destajo, riesgoso y sin seguro, demoledor y sin jubilación, alienante y sin descanso semanal y vacaciones. Trabajo Glovo.

Tampoco alcanzan medidas como un impuesto a los superricos y un salario universal (aunque en contextos como el nuestro, bienvenidos sean). Esa versión del Estado de Bienestar como forma de reconstruir el capitalismo y conseguir la paz social, pero en el siglo XXI, es la salida que, upa la lá, defienden hoy trotskistas como el Financial Times y el FMI. Un ingreso básico universal no va a empujar los salarios mínimos para arriba, sencillamente porque cada vez se necesitan menos trabajadores trabajando. A la inversa, un salario universal puede tender a crear la clase de los apenas sobrevivientes. Tomemos una experiencia cercana, como la AUH. En el momento en que apareció, rescató de la indigencia a millones de argentinos. Bastó un pequeño ajuste en su fórmula de aumento para terminara valiendo chaucha y palito. No obstante, siempre hay que defender los derechos adquiridos. La AUH puso en evidencia que, hasta su sanción, un hijo de desempleado tenía cero valor al lado de un hijo de trabajador. Fue un avance reparador, no estructural: por ello formaba parte de las celebraciones oficiales de antaño que se redujera la cantidad de asignaciones, ya que eso quería decir que aumentaba relativamente el monto de trabajadores en blanco.

Por otro lado, un impuesto al 1% es exactamente el modo de no modificar la nueva concentración exponencial del capital. La riqueza proviene del trabajo y el poder del capital de la captura del tiempo de trabajo: la asimetría se genera en el momento de la producción misma. El impuesto al 1% de los ricos hasta la obscenidad no modifica las razones estructurales por las que la desigualdad se produce de modo cada vez más creciente. Por eso, y por su perduración, la última gran victoria del movimiento obrero no fue la seguridad social y la progresividad fiscal –que no son victorias de los trabajadores– sino la jornada de ocho horas, que apunta directamente al proceso productivo mismo. No queremos miguitas, queremos que el tiempo de trabajo, y su valor, sea nuestro. No es que sobran personas sin trabajo, en todo el planeta sobra productividad y tecnología, sobran demasiadas horas de trabajo sin repartir en la jornada de cada trabajador global. Y si además hay un piso de ingreso y un impuesto para los ricos, tanto mejor.

Visto en su larga duración, el desarrollo tecnológico fue parejo con el aumento de la productividad, pero también fue paralelo a la organización de los trabajadores y con ello, y por fuerza de la lucha, a la reducción de la jornada horaria de trabajo. Cada hora de trabajo que se reduce de la jornada laboral de un trabajador y que se suma como hora de trabajo de un precarizado o desempleado es el mejor mecanismo de redistribución de la riqueza, generación de empleo y, a la vez… consolidación de la sobrevida del capitalismo. Sí, patrones, comunismo es apropiarse de sus medios de producción. Acá apenas si se pide que nos presten las herramientas un rato a todos (y todo bien conque obtengan por ese préstamo un plus).

En Argentina, la última vez que se ajustó la productividad de la economía a la jornada laboral fue en ¡1929! con la ley 11.544 de jornada de trabajo, que excluía al campo y al trabajo doméstico. Desde 1929 a 2020 se ve que no cambió nada en los modos de producción. Parece que la productividad del trabajo nunca hubiera explotado. Desde ese entonces se entiende que lo económicamente correcto es que la jornada laboral dure ocho horas. Hasta hay que correr a los empleadores para que cumplan. Con distinto prisma en peronistas, antiperonistas, izquierdas y progresistas, en lo más profundo, en lo moral, late todavía con fuerza la creencia compartida de que es necesario trabajar mucho más y con más ahínco para que el país “salga adelante”. Es exactamente al revés.

Hay que trabajar menos.

No hay forma de mantener un mercado de trabajo razonable, que incluya a toda la población en los beneficios de una sociedad salarial, si se combina la cantidad de horas de trabajo de la jornada de un trabajador con las tecnologías existentes, muchos menos si el régimen legal retrocede al siglo XIX.

El desarrollo tecnológico tiene esta dinámica irreversible. Falta sólo la conducción política de los trabajadores para encauzar al capital y las patronales en el único modo que le queda, a futuro, de no reventarlo todo. La paz social no se va sostener sólo con un ingreso universal y un impuesto a la riqueza. Avanzar en la jornada laboral máxima de seis horas, o menos, es el único modo de salvar un capitalismo que vira cada vez más decidido hacia su faceta puramente autoritaria.

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