Puente Blanco

Una fuente grande y repleta, como a las cinco de la tarde, comimos hasta reventar. Habíamos ido con el Diego a cortarte los yuyos del patio y unas ramas, hasta nos habíamos puesto ropa vieja o más vieja para la ocasión, pero el Gusti, otro de tus nietos, había llegado más temprano y había hecho el trabajo solo. Vos igual estabas contentísima porque llegamos justo a tiempo para las empanadas.

Lo que más disfrutaba eran tus historias de antes, de Entre Ríos, de tu padre en el campo, de cuando conseguiste novio declamando, de cuando formaste el primer sindicato docente, de cuando eras directora y tenías que abrirle la escuela a la única que no adhería al paro.

Era terriblemente hermoso ver cómo te ponías y sacabas el pañuelo, el cuidado con el que lo doblabas y desdoblabas como algo sagrado, con tus manos arrugadas de cocinar y abrazar, de enseñar y pelear. Ese pañuelo tenía poder, ya se sabía. Para vos era el poder de los 30 mil, paro mí era el poder tuyo y el de tantas otras. Porque además de todas las reuniones y las marchas y los actos y las escuelas y mil cosas más y más, también te había visto, por ejemplo, por años, en las noches de invierno, en la puerta del Cine Club con la Negrita vendiendo el diario de las Madres para pagar el alquiler del local, para sostener la memoria de la lucha, de la dignidad y la justicia en los peores momentos, contra todo.

Cabeza clara, corazón solidario y puño combativo, fue una de tus consignas favoritas. Había llegado en una agenda y la repetías y celebrabas, con entusiasmo, como sin saber que ya la habías escrito con tu vida, que fue tan grande y necesaria que ya no hay manera de que se apague.

Aquella noche, cuando llegaste y te pusiste el pañuelo, los de la Federal no se animaron a llevarnos en ese patrullero que seguramente estábamos ensuciando con pintura. Llamaron por radio. Al rato vinieron dos patrulleros más, un comisario se presentó, entre canchero y amable, sobrador, y te extendió la mano que quedó colgada unos cuantos segundos helados y lentos. Entonces, ya con decidido tono de milico, mientras juntaba su mano del aire, preguntó quién nos había dado permiso para hacer esa pintada, pero no terminó de decirlo, cuando vos le preguntaste, con voz cortante y seca “y quién les dio permiso a ustedes para llevarse a nuestros hijos” y hubo otro silencio que duró hasta que los patrulleros se fueron sin nosotros.

No sé qué habremos dicho después, supongo que cuando se nos pasó el cagazo nos reímos, pero desde entonces, tu voz y esa pregunta, quedaron resonando en esa misma vereda, donde casi veinte años después, escuchamos por un parlante las primeras condenas. Hoy cierro los ojos, vuelvo a escuchar tu voz y sé que te vamos a seguir escuchando para siempre, querida y enorme Queca.

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