La amistad es ese pasto siempre joven, el jardín donde estás al sol con otros. Con el Fer Callero fuimos primero compañeros de facultad y después amigos. Tocamos juntos en Imán. Nos leímos. Nos amamos, cada uno en su incendio amoroso diferente. Misma sangre cero, signos opuestos. Imposible no enamorarse de su despelote, trabajo y gracia, tres cosas que no suelen estar reunidas orbitando juntas.

Cuando lo vimos por primera vez en la FaFoDoc le pusimos el Beatle: usaba remeras o poleras a rayas, casquito corto en el pelo. La Vero andaba con Simón en la panza. Él se movía con un hormigueo nuevo entre el new hippismo de yisca al que yo pertenecía. En la misma facultad de calle 9 de Julio, donde entraron con caballos a llevarse gente durante la dictadura de Onganía, el Fer le gritó incendios a la profesora de Argentina que enseñaba cómo desmontar el artificio literario pero nunca enseñó a leer.

El Fer desculaba todo, como en el escenario: la teoría, la moral, la escritura. Estudiábamos, no mucho, porque era brillante, con una intelectualidad arborífera. Florecía con el conocimiento. La lectura era su primavera. De él aprendí la escritura como ejercicio de lo inaugural, el artefacto de la lengua como verdad y como riesgo.

Era un peligro. Lo amaba, como todas. Mi amor era liso: yo no podía querer su cuerpo pero quería su halago y entonces muchas veces escribí para él y no para mí. Me tomaba examen de poesía y siempre salía mal parada. Le hacía pasta frola, los dos tenemos un amor desmedido por el dulce de membrillo. Es una pasta arenosa y muy dulce que te cura el estómago y los intestinos, ahí donde hay una segunda sensibilidad. Yo no quería hablar de poesía con él, quería hablar de los temas de vivir, de los que hablan los amigos. Una vez me dijo: vos no te podés desligar de esa responsabilidad porque es tu materia.

Le hacía un refugio en mi casa cuando venía a Santa Fe, para que no saliera a pegarse un palo. Cada tanto él, con pocas palabras y de la manera más extraña, se me declaraba. Una vez fue adentro de un auto, a las 7 de la mañana, volvíamos de tocar y leer en Rafaela. Nunca me das bola, me dijo, y no nos hablamos por meses. Otra vez fue en Rosario, en la plaza de la bandera, leyendo en voz alta Glosa de Saer y cantando Lito Nebbia. Habíamos ido a visitar a Beatriz que estaba operada, él había conseguido pasajes y yo la estadía en un hostel. Te embarcaba junto a él en empresas verticales. Cortaba un molde con muñeca suelta y fina, vos después te armabas el vestido de quince si te daba el piné. A mí a veces no me daba pero él siempre me esperaba en el centro de la pista. Hace dos semanas me mandó un video. Una canción de amor, un bolero. No le contesté. El cuerpo del Fer siempre te recordaba que amar es imposible, un misterio perfecto. ¿Cómo responder o no responder sin freno a ese misterio?

Nos gustaban mucho Moby Dick y Tom Sawyer, el agua y las orillas, la aventura rústica y sucia de un barco de mar o a vapor, pero también el fantasma de la ballena blanca, o el de la vagancia en la naturaleza. Cuando leí El joven Borja, lloré con la escena del fantasma. No lloraba desde hacía muchas lecturas, la facultad a veces te embrutece porque leés con un plan y perdés el cotilleo de la lengua viva o la relación con tus contemporáneos, algo que el Fer se ocupaba de no olvidar nunca.

Un día me pasó una posta. Me dijo: yo ahora no armo más lecturas de poesía, ahora le toca a Ana. Yo ya andaba de hermana de aventuras con Cari Radilov, había dejado el rock y levantaba la docencia y la escritura en mi terreno familiar. Él estaba contento de que pudiera armar mi propia comunidad. Me cuidaba.

En la última semana de su internación tuve casi todas las noches sueños con poetas. Uno: estoy en una fiesta en Rafaela, la casa es enorme, una quinta de alguien. Yo juego con los niños de la casa, después todos leemos. Otro: vamos a una misa donde se lee poesía y hay una biblioteca, hace varios días que estamos y es domingo, yo debo volver a Santa Fe pero también me toca leer a la noche. Están Cari, Agos, María, Santiago, Daniel con sus hijos. Hay un poeta que se para a mi lado y me dice cosas, a mí él me gusta pero lo fleto. El Fer no está en ninguno de esos dos sueños. Tres: el Fer vuelve a Concordia, a una casa en las afueras. Una casa de madera, con listones en las paredes y una parra. Lo llevo yo, el sol entra por los agujeritos de las filigranas de la sobregalería del siglo XIX.

Después del accidente, yo lo visitaba cuando podía, más bien poco. Le llevaba mis libros, a mi hijo. La última vez fui con el Ale, que iba siempre. León le había querido llevar de regalo un superhéroe largo y flaco, el hombre puño. Yo le hice pasta frola, se comió un montón de porciones una atrás de otra, decía ¡Mmmmm! ¡Mmmm!

El día anterior a su muerte, salí a caminar con mi hijo las cinco cuadras que se permiten. Enfrente de San Francisco, acá en barrio Sur, vimos un revuelo de puntos a la altura de los ojos. Era un árbol con un agujero en su tronco, de ahí entraban y salían abejas, zumbando, bailando. Pensé en el Fer apenas ví esto, y en el resto de nosotros. Las abejas transmutan la naturaleza amarilla del polen en esa goma sedosa y dulce, dejan su baba ahí, en ese trabajo, en ese alimento.

Hasta más ver, abeja reina. Acá nos quedamos, con tristeza, pero dándonos la contraseña para seguir. El jardín que dejaste está lleno de flores.

El hermoso Fer

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