Maradona, el Dios del país de los vagos

Foto: Mauricio Centurión

¿Qué hacemos con el Maradona machista y maltratador? ¿Lo ignoramos? ¿Lo cancelamos para siempre? La autora afirma que, como todo ídolo popular, una vez muerto ya es mito.

Los hombres nunca lloran. Eso te van a decir si sos pibe, te resbalás con tu bici nueva, y te pelás las dos rodillas. No llores, que eso es cosa de nenas. No llores, que te van a creer maricón. Aguantate la angustia, aguantate el amor. No seas intenso, no le demuestres que la querés, mantené distancia. Esas reglas aplican siempre y en todo lugar. Salvo, claro, en los estadios de fútbol.

La cancha es ese maravilloso mundo en el que no es de puto, no es de trolo, no es de maricón cantarle un tema de Sergio Denis a otro tipo. Y llorar por otros tipos. Y abrazarse con otros tipos. Y llevarlos tatuados. Y ponerle el nombre de otro tipo a tu primer hijo. Y emocionarte, desarmarte y renunciar a todos los parámetros de lo que se espera de vos porque en la cancha se puede, porque entre tribunas se puede, porque con el Diego se puede.

Si sos pobre o negro o cabeza, más aún. Porque el Diego es uno de los tuyos. Durmió con la misma manta picosa, se llenó de los mismos piojos, comió el mismo pan con mate cocido, de la misma marca, y salió campeón. Diego apenas habla de corrido y salió campeón. Diego hace con la pelota magia. Hace del césped su sala de operaciones. Hace que no esté mal, no sea de puto, no sea de trolo, llorar. Por Dios se puede llorar. Por el Dios del fútbol sí se puede. A ese Dios lo forjaron entre todos, haciendo de su barro el recipiente de la costilla colectiva, y después le perdonaron cualquier cosa. Porque jugadores hay muchos, pero D10s uno solo.

La pregunta es adónde nos deja eso a las mujeres.

Existe el Diego, dirán, porque existió la Tota. Y la Claudia Villafañe. Y Dalma y la Gianina. Y las madres de esos hijos no reconocidos hasta mucho después, y las hijas de esos vínculos, y los nuevos vínculos, y las víctimas de su violencia, de sus formas tóxicas. Afuera, también, las minas con tatuajes del Diego en la pantorrilla, las minas que ahora no saben muy bien cómo sentirse y las indignadas por el Diego, por la vida del Diego, por la muerte del Diego, por el Diego y la droga, por el Dios del país de los vagos.

El problema con el Diego es que es difícil entenderlo. Los mil y un Diegos que conviven en un Diego lo alejan siempre de su condición de Dios. Su feligresía no entiende de críticas, sus críticos no entienden de la pasión que despierta, y a nadie le gusta no entender. La vida la queremos siempre masticada, armada, pensada, sin contradicciones, sin desavenencias. La vida nos gusta acética, pulcra, sin mucho más. Maradona era un eterno cambio de frente, una curva inesperada, una síntesis de todas las cosas que puede ser un hombre criado y alimentado a patriarcado que llega a la cumbre, a lo más alto, para desmoronarse.

No hay nada más lejano a un Dios que eso.

¿Qué hacemos, entonces? ¿Qué hacemos cuando no se nos permite adorarlo sin cuestionamientos, ni detestarlo más allá de las justificaciones? ¿Qué hacemos cuando no podemos decodificar ese terreno gris, pantanoso, lúgubre de una narrativa que nos interpela constantemente y que no nos permite ignorarlo?

Porque al Diego, ni vivo ni muerto, se lo puede ignorar. Ni como jugador, ni como maltratador, ni como ser humano, ni como Dios. No puede ignorarlo el feminismo, que ve cómo el principal ídolo de este país es un ejemplo de todo lo que quisimos, queremos y querremos erradicar. Y muerto el Diego, no muere el Diego. Muerto el Diego, nace la leyenda. Esa que ya se palpaba en vida, y que nunca lo dejó respirar.

Quizás la respuesta está, en definitiva, en las contradicciones. Quizás podremos, con el tiempo y con paciencia, hacernos de su figura para traer a colación un debate que siempre estará vigente: qué es y qué no es tolerable. Ser exitoso, ser campeón, ser un ídolo o ser Dios no te exime de ser, en definitiva, hombre. Es esa matriz la que nos seguirá dando maridos de Claudias y padres abandónicos. Aunque tal vez jamás volvamos a ver a un Maradona en las canchas.

Quizás a Maradona le detectamos las violencias porque pasaron a la esfera de lo público. Quizás con él logramos lo que deberíamos lograr con todos los hombres en situaciones de poder. Quizás la carnicería que fue siempre su vida sirvió, al menos, para demostrar que nadie nace nada, ni Dios ni futbolista ni macho. Todo, inequívocamente, es una construcción. Y en Maradona operaban, a su favor y en su contra, todas las categorías posibles del patriarcado.

Ahora, mientras muchos se están permitiendo el dolor y la angustia que en otros momentos tienen vedados, es imposible determinar del todo qué Maradona quieren ser cuando miran a Maradona. Nos tocará en algún momento revisarlo, repensarlo y academizar su figura hasta el hartazgo.

Ahora podrán, quizás, abrazarse al dolor y al terreno de la eterna incertidumbre y la contradicción. Entender en las contradicciones una válvula de escape, una síntesis posible, un poema inacabado con final colectivo.

De las contradicciones, a veces, surgen los momentos más mágicos, impensados, catárticos. Como todo eso que surge cuando gritás desde las vísceras un gol hecho con la mano.

Publicada en periodicas.com.ar

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