Vacaciones

El nombre de la ciudad de Rosario, pienso, estaría ligado al de Santa Fe por ese sistema oracional que son las cuentas que repiten el mantra cristiano, los misterios. La ciudad recibe el cambio climático pasando de 21 grados a 10 de un día para el otro. Un sol nos cubre como goma y no deja de soplar el viento costero. Quedo afónica un día después de llegar. Ando en nebulosa de laringe, tironeando los músculos rectores de la garganta. Es imposible no hablar con mi hijo o las amigas, mientras recorremos la ciudad.

Mi hijo se solaza en actividades simples: correr, revolcarse en el pasto, trepar a los juegos. El dueño de una calesita, la más grande de la costa, nos regala dos vueltas porque hace la caja y ya cierra. Los presentes gritamos a destiempo “¡dos vueltas gratis!” y es una alegría que se corporiza. En el apurón de la subida, la botamanga del buzo se me engancha en el borde de la calesita y me queda un siete, después lo voy a coser punto remiendo, no importa porque el cuerpo vibra entre la holganza y la felicidad.

Una nube, o una fogata lejos, gris, se cierne sobre la ribera de enfrente. Las quemas, me dice Carolina. La amenaza presente, el recuerdo de que la ciudad de Belgrano, arde. Pienso en una conversación que tengo recurrentemente con mi compañero sobre las ciudades del futuro. Ciudades que, imaginamos, se trasladan con sus habitantes para que sea posible la supervivencia. No imagino un futuro sedentario en el planeta Tierra, imagino ciudades como albóndigas de tierra y verde, ensambles de esqueletos tecnológicos, transformers vivientes que encajan y desencajan sus partes, jardines que entran y salen según el sol, el agua o los vientos propicios. Santa Fe, ciudad resbaladiza, flotante, quizás.

Rosario siempre está ofreciendo un misterio. Cruzamos al monumento, con el atardecer cayendo, y contemplamos el fuego encendido. Mi hijo se queda absorto mirando la llama que nunca se apaga, el corazón del barco; le resulta imposible entender cómo el fuego está siempre encendido y los soldados nunca duermen. Bajando por el pasaje Juramento, la hermosura de las pintadas del Niunamenos, hace ancla. En las fuentes de la Plaza 25 de Mayo mi hijo tira monedas al agua y pide un deseo.

Al día siguiente vamos al Castagnino. “Trance” se llama la muestra de Daniel García, la cosa inesperada más bella que he visto en años en un museo, como aquella muestra en el Malba hace años, que tenía una de Basquiat. “Trance” tiene mujeres japonesas, planas, que parecieran hechas de pan de molde a punto de romperse, o de gelatina; o mujeres realistas, pero flotando sobre sillas, como si las hubieran hipnotizado, o como si fueran mariposas sobre fondo liso, sin jardín. En las pinturas con mujeres japonesas, en sus kimonos desenrollados, desenvueltos, el pintor dibuja. Con crayones o lápices, es lo que me parece a mí. Un trazo infantil que no se sabe si es el del pintor o el de algún niño de la casa que dejó su marca sobre las formas esperables. Esos trazos infantiles hacen de la forma adulta la pérdida del estatus del “soy pintor y estoy pintando”. Cambian el trazo de esto es una pintura por la marca de soy un ser humano, puedo pintar sobre los objetos, incluso sobre uno de mis cuadros terminados, porque el trazo de los niños pareciera que es el verdadero.

Casi todas las noches comemos en el bar El Cairo porque paramos muy cerca. Allí hay unos creepy muñecos tamaño natural de Olmedo, Fontanarrosa y Rozín. Están sobre un escenario que nadie usa, con una tele encendida tamaño cancha en el telón del fondo. Mi hijo quiere saber quiénes son, quiere ver los muñecos, intento explicarle y fallo porque se dispersa, le interesa más un buzón rojo del correo, original, entonces quiere mandar una carta, le encantan las cartas. No lo dejo y le mete, el muy pícaro, una moneda que le quedó de la fuente y que saca del bolsillo. Nadie nos ve.

La última noche, con mi amiga Daniela y su hija Cora, entramos a ver el Garaje Apolo, la extraña construcción de 1963 en calle Sarmiento, a media cuadra del bar. Una estatua blanca del dios Apolo se recorta en el fondo del garaje, en el medio de una fuente sin agua ni peces, espejada de mosaicos de loza azules. De lejos, el fondo rojo parece un cortinado de guipure, de cerca es un revestimiento fijo. Parece una escena para una película de Lynch. Los autos entran y salen por los accesos laterales de esta instalación, pero a la hora de la noche que entramos, no hay movimiento. Le pedimos permiso al guarda de la entrada, quien asiente, divertido, y nos sacamos fotos.

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